“Hasta el vagabundo superior tendría que llevar consigo sus raíces. Los antepasados también fueron uno mismo, identificados en la tierra; buscar una identidad como su geografía, su sangre, y saber danzas y leyendas y canciones que danzaran y cantaran quienes tenían ritmo en el nervio, y esperanza. Para no continuar siendo el extranjero, palabra detestable en un mundo tan pequeño, tan de todos, tan de nadie”.
(Efrén Herreros)
En la academia se pregona que la forma más ortodoxa de escribir un ensayo es en tercera persona, pero en esta ocasión me van a perdonar los ortodoxos por escribir este texto en primera persona. Veo en ésta la mejor forma para expresar de una manera más clara y más honesta mis conceptos sobre una obra con la que sentí verdadera intimidad, me identifiqué y me emocioné mientras la leía.
En La Casa de las dos Palmas confluyen la narrativa y la poesía de una manera verdaderamente excepcional. Siempre pintando un grupo humano, una casta, un pueblo, una cultura: la antioqueña.
“El hombre no puede carecer de una patria pequeña porque carecerá de antecedentes, de la amistad verdadera. Carecerá de lenguaje”. Esta frase pronunciada por Efrén Herreros, el protagonista de la obra, refleja la preocupación de don Manuel Mejía por encontrar las raíces de esa patria pequeña que es la región, Antioquia. Región en la que se forjan los grupos humanos, su cultura y a partir de ésta la identidad del ser para relacionarse con el mundo.
Ser antioqueño
Esa tradición paisa tan alardeada pero tan poco precisada por quienes la sacan a relucir en todo momento, sí se muestra claramente en esta novela. En ella se concreta lo que es ser antioqueño.
Con la precisión de la poesía y la fuerza de la narrativa de don Manuel, el lector conoce la cultura antioqueña, y en el caso de aquellos que nacimos en estas tierras, rodeados de unas tradiciones fuertes y duras como las montañas que caracterizan esta geografía, nos sentimos identificados, con amor propio y nostalgia al mismo tiempo, por reconocer a medida que pasaban las páginas nuestra propia existencia.
Ése fue mi caso. Con La Casa de las dos Palmas tuve una experiencia íntima en la lectura. Cuando leí esta obra mi mente estuvo puesta en Belmira. Seguramente el Balandú de don Manuel es en realidad Jericó, Andes, Jardín o cualquier otro poblado del Suroeste. Y los farallones probablemente sean los famosísimos de La Pintada.
Pero sentí que Balandú era Belmira. Y al Norte estaban las tierras altas del páramo de Santa Inés. Y al Occidente, cruzando la cordillera, las tierras calientes de Sopetrán y Olaya, bordeadas por el imponente río Cauca.
Y es que ése es el escenario que expone el escritor. Unas tierras altas donde está la casona, y unas llanuras al pie del Cauca donde está la Casa de las Cadenas.
En medio Balandú, que por su descripción geográfica, por su entorno y su ambiente, me remitió de inmediato a Belmira. Los vientos fríos que bajan del páramo, la mula, el arriero, las alforjas, los zamarros, los estribos, el zurriago, el olor a leña, el tinto en la cocina a la par de unos buenos relatos que, hablen de realidades o fantasías, lo importante es que sirvan para recrear la palabra y con ella el recogimiento y el calor de hogar.
En su pueblo, don Manuel nos presenta unos rasgos tradicionales que también son propios de mi pueblo y de muchas otras aldeas que conservan la cultura antioqueña. Y son rasgos cuya función esencial es identificar al antioqueño, mediante ellos el ser humano comunica que es de estas tierras.
Los cuchicheos de las viejas chismosas del pueblo son uno de ellos. En Balandú como en Belmira es como si el aire hablara. Pasás y escuchás comentarios como de un coro. Y deliberadamente don Manuel escribe los diálogos de los cuchicheos sin especificar quién dice qué, como representando que en el chismorreo nunca se sabe quién hace los comentarios.
Y en estos cuchicheos a Zoraida Vélez se le trata de “perdida” porque Medardo Herreros la abandonó. Se decía que, con la ida de su marido, esta mujer había montado un prostíbulo en su casa.
Así es en Belmira. El prejuicio es protagonista. Y es protagonista también el cura del pueblo, que tiene la potestad de maldecir a quien crea necesario, de juzgar y señalar los malos actos.
El padre Tobón le negó la entrada a la iglesia a Zoraida Vélez. Maldijo a Efrén Herreros y a toda su descendencia. Y es que la maldición de un cura, según dicen en Belmira, toca hasta la quinta generación de la descendencia de la persona maldecida.
Cuentan los vientos fríos del Belmira que el pueblo fue maldecido por un padre. Dicen que a mediados del siglo pasado había en el pueblo un sacerdote – curiosamente de apellido Tobón también –. El caso es que el cura vivía muy ofendido porque unas viejas hablaban muy mal de él. Y su rabia la pagó todo el pueblo, porque cuando él fue trasladado por la Diócesis, dijo que algún día el río se crecería y arrasaría con el pueblo, por chismoso y envidioso.
Así que en Belmira tenemos esa maldición encima, y cada que caen tempestades el pánico invade a la gente, de pensar que se puedan cumplir las palabras del padre Tobón.
Porque la maldición viene acompañada de un enorme sentimiento de culpa en el maldecido. Fue el caso de Efrén Herreros, que pensaba que todas las desgracias que le sucedían a su familia (los problemas entre Zoraida y Medardo, la temprana muerte de Lucía y el sufrimiento de Evangelina al lado de José Aníbal Gómez) se debían a la maldición del padre Tobón de Balandú, y que esa maldición había sido proferida por su culpa, porque él se enfrentó con el cura e incluso lo amenazó con un revólver.
También sufría al recordar el enfrentamiento que tuvo con su padre, don Juan Herreros, cuando éste quiso llevar a su moza, Etelvina López, y a su hijo Juancho López a su propia casa, para que acompañaran a su esposa. Efrén reaccionó furioso y no permitió lo que consideraba una ofensa contra su madre.
Además en Antioquia se cree que el padre tiene que pagar los errores de sus hijos o viceversa. El caso es que una persona debe pagar las consecuencias de los actos de otra. Efrén Herreros creía que tenía que pagar el error de su hijo Medardo al abandonar a Zoraida, que comenzaba a quedarse ciega.
El sufrimiento. El antioqueño tradicional lo entiende como un deber. “Tenemos el sufrimiento como un deber cívico”, le dijo alguna vez Medardo a su primo Roberto.
Pero es que también el antioqueño siempre tiende a echarle la culpa de sus actos a otras situaciones. Efrén Herreros pensaba que “alguien nos está conduciendo mal”. En el fondo, él pensaba que ese “alguien” era la maldición proferida por el padre Tobón.
Así se pinta al antioqueño tradicional en el libro: como alguien sufrido, terco, y orgulloso. Lo de orgulloso se demostró en la pelea entre Efrén Herreros y el padre Tobón, donde a Herreros no le importó la furia del cura.
Por su orgullo, por lo general el antioqueño no se la lleva bien con sus hermanos medios. Sobre todo entre hombres. Esto sucedía entre Efrén Herreros y Juancho López. Efrén percibía el parecido de su hermano medio con su padre y con él mismo y esto lo hacía odiarlo más.
Esto, sumado a la costumbre que se tiene en Antioquia de no darles el apellido paterno a los hijos que se tienen por fuera del hogar, para no mancillar la honra de la familia y la buena imagen que ha configurado ante la sociedad, con base en las apariencias. Por eso Juancho López y Escolástica García no llevaban el apellido Herreros sino el de sus madres.
Pero también hay orgullo en el amor. Alguna vez Medardo le dijo a Zoraida que era la primera vez que una mujer lo rechazaba, y Mariano Herreros, cuando fue alcalde, se quedó ciego pero por su orgullo no le pedía ayuda a nadie ni le gustaba que la gente de Balandú se enterara de su ceguera.
Ramón también se sentía orgulloso de que sus viejos cruzaron esas cordilleras y trabajaron el campo.
La dureza de la montaña
La Casa de las dos Palmas también tiene aspectos de la colonización antioqueña. Y el caserón del páramo es el símbolo del poderío de esa colonización.
Esa empresa terca de nuestros ancestros, que partieron hacia el Suroeste y se asentaron en el Viejo Caldas y hasta en el norte del Valle del Cauca y del Tolima. Es la tozudez propia del antioqueño en sus empresas, la terquedad que en don Juan Herreros hizo que, incluso sin existir la mina de oro con la que pensaba financiar la construcción del caserón, la pudiera llevar a cabo.
Y el amor por la tierra. El antioqueño es muy apegado a la tierra. “Tierra, única herencia del hombre”, les decía don Juan Herreros a sus hijos.
La historia de don Juan Herreros resume el proceso de colonización antioqueña: …“el poderoso de esas regiones, colonizador, aventurero en trances bravos, sometió tierras y gentes, buscó amigos y enemigos, dominó”.
“Tumben monte, siembren pastos”, ordenaba en los campos por los que pasaba. “Extendía su mirada de agrimensor veterano. Había baldíos aún, viejas montañas del indio, desplazados cada vez más hacia otras selvas; el avance era un derecho tomado, no dolía la injusticia al practicarlo, también la tierra y el hombre debían pagar su tributo obligatorio, imponían la ley del arrasamiento creador, según su ángulo de enfoque”.
Y esa agresividad del antioqueño proviene de su timidez. El antioqueño es tremendamente tímido.
Por esta dificultad para expresar el afecto, el antioqueño se hace duro, agresivo incluso, como una manera de comunicar sus sentimientos. Es la timidez propia de quien vive rodeado de montañas. Muy diferente al carácter de un costeño o de un llanero.
El antioqueño habla y habla sobre su trabajo, sobre sus anécdotas, pero cómo le cuesta expresar con palabras el afecto, decirle a otra persona “te quiero”, porque desde nuestros ancestros se ha dicho que “eso es de niñas, de maricones, y el hombre no está para güevonadas, el hombre tiene que demostrar que es un varón”.
Y en ese “demostrar que es un varón”, el antioqueño se ha configurado como una persona machista. Y quien irrumpa en el espacio privado de un macho tendrá que someterse a un duelo a muerte con él. Por eso cuando el toro quiso entrar a la Casa de las Cadenas, José Aníbal Gómez lo entendió como un desafío y lo mató a tiros.
Pero el hecho de que desde nuestros ancestros nos hayan formado con una personalidad machista es entendible. Ellos se abrieron su propio espacio en Antioquia “a la brava”, en un territorio montañoso y difícil. Y la mujer estaba para los oficios de la casa y la crianza de los niños. Para lo demás estaba el hombre, que tenía que marcar diferencia con la mujer y demostrar ser más fuerte y resistente que ella. Y el machismo era la mejor forma para ello.
El hogar antioqueño es contradictorio. Es matriarcal, en el sentido de que es la mujer quien lleva las riendas de todo: de los hijos, de la plata, del mercado que hay que comprar. Pero el hombre es machista, suele tener mujeres e hijos por fuera y aunque dice querer mucho a su mujer y es ella la que orienta el hogar, cuando él habla se cumple su orden y la esposa pasa a ser un adorno.
Merceditas, la esposa de Efrén Herreros, era la fiel representación de la señora tradicional antioqueña: rezandera, más preocupada por la vida que había después de la muerte que por la que estaba viviendo, casi una santa, enseñándoles a rezar el Rosario a sus hijos y aguantando encerrada en la casa, nunca le hacía un reclamo a Efrén Herreros por sus constantes salidas.
Entonces esa agresividad sirve para tapar la timidez que hay en el fondo. Por tener dificultad para expresar su afecto con palabras, el antioqueño comunica mucho con su mirada. Por eso en la furia de Efrén Herreros en la Casa de las Cadenas algún peón dijo: “Dios y el diablo se asoman por esos ojos”. Es decir, era una mirada bondadosa pero al mismo tiempo llena de cólera en ese momento.
También comunica sus sentimientos mediante las flores, como lo hacía Efrén Herreros con Isabel, que hasta le tenían significado a cada flor en su relación. Las cartas eran otra herramienta comunicacional en esta relación. La joven era inocente y tímida, y el hombre también sentía cierto recelo por tratarse de una muchachita muchos años menor que él. Por eso recurrían a las cartas para expresar allí la ternura y el amor que sentían.
Y ante su timidez, el paisa comunica mediante su vanidad, mediante la buena presentación personal. A ello se debía la vanidad de Efrén Herreros para presentarse ante Isabel. Tenía pena el día que Isabel llegó a la Casa de las dos Palmas de improviso, porque lo vería sin afeitar.
De puertas para adentro
Pero si bien el antioqueño se caracteriza por su dureza en sus decisiones desde la misma colonización, también hay que decir que es un ser generoso y acogedor. Efrén Herreros le regaló un pedazo de tierra a la madre de Isabel y le gustaba ayudar a quien lo necesitaba.
“En esta casa nadie será forastero. Caminante, siempre habrá un sillón, una cama, un vaso para tu fatiga”. Este letrero plasmado en el dintel del portón principal de la Casa de las dos Palmas refleja el espíritu acogedor del antioqueño tradicional.
En un hogar antioqueño los vecinos se reúnen a comer y departir. En la Casa de las dos Palmas la gente de Efrén Herreros se reunía con don Matías, don Isidro, don Rafael, nombres por cierto muy populares en la cultura antioqueña.
En las conversaciones salían a relucir expresiones típicamente paisas, como el pa’. Quienes somos de estas tierras decimos, por ejemplo, “pa’ qué me necesitás”.
Y como buenos antioqueños, en estas tertulias se daban gusto con la buena comida: postres, jaleas, pasteles de guayaba y cidra, que preparaban Gabriela y Zoraida.
Aparecían los bambucos, las coplas y trovas que componía Roberto, acompañadas del tiple y la guitarra, música tradicional en la cultura antioqueña.
Se tomaba aguardiente para celebrar. Por ejemplo, había que celebrar cuando el maestro Bastidas y su ayudante Julián decidieron quedarse en la casona mientras restauraban la capilla.
En estas conversaciones nocturnas al calor de la chimenea se hablaba de espantos, costumbre que aún se mantiene en muchos hogares tradicionales antioqueños. Se hablaba del Judío Errante. Así se le llamaba al forastero misterioso que apareció en el páramo, por la Casa de las dos Palmas, que al parecer era Asdrúbal. Esta leyenda del Judío Errante todavía se menciona mucho en los hogares antioqueños. A veces los abuelos suelen decir: “Aquél parece un judío errante”.
Como sucede en la actualidad, se iba transmitiendo la tradición oral. Los mitos y leyendas eran transmitidos por los viejos a los niños.
Y salía a relucir el refranero en las conversaciones en la casona. Salían refranes sobre todo de las bocas de Gabriela, Escolástica y Natalia. El antioqueño dice que los refranes “son muy sabios”. Por eso recurre a ellos constantemente. Por ejemplo, Natalia dijo: “La letra con sangre entra”, refiriéndose a que Zoraida, por desobedecer las recomendaciones, se había caído en el pedrero.
Creencias
Se hablaba de fantasmas y de las brujas del Puente de las Brujas incluso siendo tan católicos y creyentes en Dios como eran. Se invocaba a las ánimas benditas del purgatorio, se les rezaba un Padrenuestro a las que estuvieran penando, “para que Dios las saque de pena y las lleve a descansar”. Se tenía la creencia en que los muertos vuelven a comunicarse con los vivos. Todas estas prácticas aún vigentes en muchos hogares antioqueños, sobre todo en noviembre, el mes de las ánimas.
La mitología está presente en el libro: la llorona, el caballo de don Juan Herreros que galopa de noche, el árbol que no se nombra, la creencia en que el canto del currucutú anuncia la muerte. En su lecho de enferma, Lucía se sobresaltaba cuando oía cantar al animal.
Esa superstición los llevó incluso a pensar que los movimientos de las palmas de la entrada de la casa tenían significados particulares: que se iba a morir alguien, que llegaría algún visitante, que llegaría un nuevo integrante de la familia.
Aunque era gente muy católica, acudía a la brujería. Escolástica le contaba a Zoraida la leyenda del Ánima Sola y le explicaba la oración que debía rezar si quería tener a Medardo a su lado. También se recurría a las plantas para curar las heridas.
El antioqueño tradicional cree en las brujas, los duendes y el diablo con la misma fuerza que cree en Dios.
Y la creencia en Dios era tan fuerte en la novela, que la esposa de Efrén Herreros decía: “Mis hijas deben ser sanas de cuerpo y limpias de alma. Mejor llévatelas, Dios mío, si han de ofenderte”. Es decir, esta señora prefería que sus hijas murieran antes que ofendieran a Dios.
El antioqueño tradicional tiene una creencia tan fuerte en Dios que a veces en las peleas parece poner a Dios de por medio, e incluso en ocasiones parece enfrentarse a Él. Esto se vio en el fuerte alegato que tuvieron monseñor Pedro José Herreros y el padre Tobón. El asunto central fue quién tenía más poder para maldecir. Y monseñor Herreros sentenció que el cura Tobón se había enfrentado a Dios al utilizar su nombre para maldecir injustamente a la familia Herreros.
La novia de don Juan Herreros también puso a Dios en medio de sus decisiones. No fue capaz de desprenderse de la misa diaria y de la Salve que rezaba en su pueblo junto a su madre. Por ello no se casó con don Juan.
Se tenía la idea de que el colegio de monjas de Balandú era lo mejor. Por ello Efrén Herreros mandó a su ahijada Isabel a estudiar allí, y quería hacer lo mismo con Natalia cuando ésta tuviera la edad suficiente. Para el antioqueño tradicional, los colegios de monjas y de curas siguen siendo los mejores, porque se entiende que allí se fomentan los buenos valores y el comportamiento moral.
Pensando en la moral se vestían las mujeres en aquella época de comienzos del siglo XX. Por ello el vestido que usaba Isabel: falda larga blanca, con pintas negras. Esos vestidos largos eran usados por las antioqueñas como muestra de su recatamiento, de su decencia. En esta costumbre tenía mucho que ver la influencia de la Iglesia.
El antioqueño piensa mucho en la moral, pero en un momento de furia la moral se va al carajo. En medio de su furia y sus ansias de venganza, Efrén Herreros se embruteció e hizo que José Aníbal Gómez y Juancho López se marcaran entre sí como si fueran reses. “Ante los hechos de nada sirve la moral”, reconoció Efrén Herreros en ese momento.
Aunque estaba maldecida, la familia Herreros contaba con un sacerdote también: monseñor Pedro José Herreros. Y es que para una familia antioqueña tradicional, uno de los mayores orgullos es tener un hijo cura, porque se entiende como signo de mayor cercanía de Dios con la familia.
Efrén Herreros quería reconstruir la capilla para obtener el perdón de Dios por la maldición del padre Tobón. Es la costumbre del antioqueño, de ofrecer algo, hacer un sacrificio por el perdón de Dios.
Y se acude a Dios ante el peligro. La madre de Isabel rezó el Magníficat en la tormenta que hubo mientras Efrén Herreros estaba de visita en su casa. Esto lo acostumbran hacer las señoras antioqueñas, junto con la quema de los ramos benditos del Domingo de Ramos y el encendimiento del cirio pascual.
El antioqueño tradicional tiene la creencia de que antes de morir, la persona hace un recorrido mental por los lugares y las situaciones más importantes de su vida. “Deshacer los pasos”, se le llama comúnmente a esta despedida de la vida, en la que la persona le pide perdón a Dios por sus pecados para morir en gracia con Él y alejar los espíritus malignos. Esto lo hizo monseñor Pedro José Herreros antes de morir.
También está el agua bendita con que el padre Tobón roció las cenizas del incendio de la casa de Zoraida, porque creía que de allí podían surgir espíritus demoníacos. En muchos hogares antioqueños se acostumbra tener una botella con agua bendita para usar en las enfermedades, en las tempestades o incluso cuando llega una visita indeseada a la casa.
Y hablando de los espíritus demoníacos, hay que recordar que la vitrola de Efrén Herreros fue vista por el padre Tobón como el demonio, porque “tiene voz pero no tiene alma”. Era entendida como algo pecaminoso porque su música emocionaba a las mujeres.
Mediante todos estos rasgos el ser humano oriundo de estas tierras logra comunicar su cultura, comunica que es antioqueño. Y con todos ellos me identifiqué porque los experimenté en ese Balandú propio que es Belmira, pueblo frío, tímido y generoso, donde el viento helado del páramo susurra los secretos que nacen en las cocinas y en las salas de las casas.
De Macondo a Balandú
Veo en La Casa de las dos Palmas algunas similitudes con Cien años de soledad: la soledad de sus personajes, la presencia de la guerra en la trama de la novela, un pueblo imaginario como escenario, también el realismo mágico en las invocaciones, la brujería, los espejos que absorben las imágenes, la intensidad en la narración, el protagonismo de una familia grande: los Buendía en la obra de Gabriel García Márquez y los Herreros en la de don Manuel Mejía Vallejo, y el paso fluido del tiempo narrativo a lo largo de las generaciones de estas familias.
Los Herreros, una familia tradicional antioqueña de poderío económico que controló todos los poderes sociales: tuvieron el Alcalde, el párroco, el juez, el Coronel en la Guerra de los Mil Días y el gran arriero de Balandú. Cada uno dominaba en su campo. Hoy, por ejemplo, los Uribe Vélez también hacen algo similar: Álvaro Uribe tiene el poder político en Colombia, y su hermano Santiago es uno de los principales ganaderos del país.
En una familia pudiente de un pueblo de fuertes tradiciones antioqueñas, algunos de los hijos se van a la universidad, preferiblemente a estudiar Derecho o Medicina, los otros se dedican a reemplazar al padre en la administración de las tierras y los animales. Esto sucedió con los Herreros: Rodrigo se hizo abogado en la ciudad y Efrén reemplazó a su padre en el mando de las tierras altas y bajas.
Se creía que una familia de clase alta debía mezclarse con una familia igualmente prestigiosa. Los Herreros, respetados como nadie en el campo, se mezclaron con los Gómez, prestigiosos en la ciudad. Sin embargo, los Gómez habían sido ricos pero estaban en la quiebra, y sólo querían arrimarse a los Herreros a ver qué ganancias podían sacar de esa alianza. Y José Aníbal Gómez se casó con Evangelina Herreros, pero la hizo sufrir impresionantemente.
Fuerza narrativa
"La Casa de las dos Palmas: novela de excepcionales atributos estéticos y humanos”. (Otto Morales Benítez)
(Efrén Herreros)
En la academia se pregona que la forma más ortodoxa de escribir un ensayo es en tercera persona, pero en esta ocasión me van a perdonar los ortodoxos por escribir este texto en primera persona. Veo en ésta la mejor forma para expresar de una manera más clara y más honesta mis conceptos sobre una obra con la que sentí verdadera intimidad, me identifiqué y me emocioné mientras la leía.
En La Casa de las dos Palmas confluyen la narrativa y la poesía de una manera verdaderamente excepcional. Siempre pintando un grupo humano, una casta, un pueblo, una cultura: la antioqueña.
“El hombre no puede carecer de una patria pequeña porque carecerá de antecedentes, de la amistad verdadera. Carecerá de lenguaje”. Esta frase pronunciada por Efrén Herreros, el protagonista de la obra, refleja la preocupación de don Manuel Mejía por encontrar las raíces de esa patria pequeña que es la región, Antioquia. Región en la que se forjan los grupos humanos, su cultura y a partir de ésta la identidad del ser para relacionarse con el mundo.
Ser antioqueño
Esa tradición paisa tan alardeada pero tan poco precisada por quienes la sacan a relucir en todo momento, sí se muestra claramente en esta novela. En ella se concreta lo que es ser antioqueño.
Con la precisión de la poesía y la fuerza de la narrativa de don Manuel, el lector conoce la cultura antioqueña, y en el caso de aquellos que nacimos en estas tierras, rodeados de unas tradiciones fuertes y duras como las montañas que caracterizan esta geografía, nos sentimos identificados, con amor propio y nostalgia al mismo tiempo, por reconocer a medida que pasaban las páginas nuestra propia existencia.
Ése fue mi caso. Con La Casa de las dos Palmas tuve una experiencia íntima en la lectura. Cuando leí esta obra mi mente estuvo puesta en Belmira. Seguramente el Balandú de don Manuel es en realidad Jericó, Andes, Jardín o cualquier otro poblado del Suroeste. Y los farallones probablemente sean los famosísimos de La Pintada.
Pero sentí que Balandú era Belmira. Y al Norte estaban las tierras altas del páramo de Santa Inés. Y al Occidente, cruzando la cordillera, las tierras calientes de Sopetrán y Olaya, bordeadas por el imponente río Cauca.
Y es que ése es el escenario que expone el escritor. Unas tierras altas donde está la casona, y unas llanuras al pie del Cauca donde está la Casa de las Cadenas.
En medio Balandú, que por su descripción geográfica, por su entorno y su ambiente, me remitió de inmediato a Belmira. Los vientos fríos que bajan del páramo, la mula, el arriero, las alforjas, los zamarros, los estribos, el zurriago, el olor a leña, el tinto en la cocina a la par de unos buenos relatos que, hablen de realidades o fantasías, lo importante es que sirvan para recrear la palabra y con ella el recogimiento y el calor de hogar.
En su pueblo, don Manuel nos presenta unos rasgos tradicionales que también son propios de mi pueblo y de muchas otras aldeas que conservan la cultura antioqueña. Y son rasgos cuya función esencial es identificar al antioqueño, mediante ellos el ser humano comunica que es de estas tierras.
Los cuchicheos de las viejas chismosas del pueblo son uno de ellos. En Balandú como en Belmira es como si el aire hablara. Pasás y escuchás comentarios como de un coro. Y deliberadamente don Manuel escribe los diálogos de los cuchicheos sin especificar quién dice qué, como representando que en el chismorreo nunca se sabe quién hace los comentarios.
Y en estos cuchicheos a Zoraida Vélez se le trata de “perdida” porque Medardo Herreros la abandonó. Se decía que, con la ida de su marido, esta mujer había montado un prostíbulo en su casa.
Así es en Belmira. El prejuicio es protagonista. Y es protagonista también el cura del pueblo, que tiene la potestad de maldecir a quien crea necesario, de juzgar y señalar los malos actos.
El padre Tobón le negó la entrada a la iglesia a Zoraida Vélez. Maldijo a Efrén Herreros y a toda su descendencia. Y es que la maldición de un cura, según dicen en Belmira, toca hasta la quinta generación de la descendencia de la persona maldecida.
Cuentan los vientos fríos del Belmira que el pueblo fue maldecido por un padre. Dicen que a mediados del siglo pasado había en el pueblo un sacerdote – curiosamente de apellido Tobón también –. El caso es que el cura vivía muy ofendido porque unas viejas hablaban muy mal de él. Y su rabia la pagó todo el pueblo, porque cuando él fue trasladado por la Diócesis, dijo que algún día el río se crecería y arrasaría con el pueblo, por chismoso y envidioso.
Así que en Belmira tenemos esa maldición encima, y cada que caen tempestades el pánico invade a la gente, de pensar que se puedan cumplir las palabras del padre Tobón.
Porque la maldición viene acompañada de un enorme sentimiento de culpa en el maldecido. Fue el caso de Efrén Herreros, que pensaba que todas las desgracias que le sucedían a su familia (los problemas entre Zoraida y Medardo, la temprana muerte de Lucía y el sufrimiento de Evangelina al lado de José Aníbal Gómez) se debían a la maldición del padre Tobón de Balandú, y que esa maldición había sido proferida por su culpa, porque él se enfrentó con el cura e incluso lo amenazó con un revólver.
También sufría al recordar el enfrentamiento que tuvo con su padre, don Juan Herreros, cuando éste quiso llevar a su moza, Etelvina López, y a su hijo Juancho López a su propia casa, para que acompañaran a su esposa. Efrén reaccionó furioso y no permitió lo que consideraba una ofensa contra su madre.
Además en Antioquia se cree que el padre tiene que pagar los errores de sus hijos o viceversa. El caso es que una persona debe pagar las consecuencias de los actos de otra. Efrén Herreros creía que tenía que pagar el error de su hijo Medardo al abandonar a Zoraida, que comenzaba a quedarse ciega.
El sufrimiento. El antioqueño tradicional lo entiende como un deber. “Tenemos el sufrimiento como un deber cívico”, le dijo alguna vez Medardo a su primo Roberto.
Pero es que también el antioqueño siempre tiende a echarle la culpa de sus actos a otras situaciones. Efrén Herreros pensaba que “alguien nos está conduciendo mal”. En el fondo, él pensaba que ese “alguien” era la maldición proferida por el padre Tobón.
Así se pinta al antioqueño tradicional en el libro: como alguien sufrido, terco, y orgulloso. Lo de orgulloso se demostró en la pelea entre Efrén Herreros y el padre Tobón, donde a Herreros no le importó la furia del cura.
Por su orgullo, por lo general el antioqueño no se la lleva bien con sus hermanos medios. Sobre todo entre hombres. Esto sucedía entre Efrén Herreros y Juancho López. Efrén percibía el parecido de su hermano medio con su padre y con él mismo y esto lo hacía odiarlo más.
Esto, sumado a la costumbre que se tiene en Antioquia de no darles el apellido paterno a los hijos que se tienen por fuera del hogar, para no mancillar la honra de la familia y la buena imagen que ha configurado ante la sociedad, con base en las apariencias. Por eso Juancho López y Escolástica García no llevaban el apellido Herreros sino el de sus madres.
Pero también hay orgullo en el amor. Alguna vez Medardo le dijo a Zoraida que era la primera vez que una mujer lo rechazaba, y Mariano Herreros, cuando fue alcalde, se quedó ciego pero por su orgullo no le pedía ayuda a nadie ni le gustaba que la gente de Balandú se enterara de su ceguera.
Ramón también se sentía orgulloso de que sus viejos cruzaron esas cordilleras y trabajaron el campo.
La dureza de la montaña
La Casa de las dos Palmas también tiene aspectos de la colonización antioqueña. Y el caserón del páramo es el símbolo del poderío de esa colonización.
Esa empresa terca de nuestros ancestros, que partieron hacia el Suroeste y se asentaron en el Viejo Caldas y hasta en el norte del Valle del Cauca y del Tolima. Es la tozudez propia del antioqueño en sus empresas, la terquedad que en don Juan Herreros hizo que, incluso sin existir la mina de oro con la que pensaba financiar la construcción del caserón, la pudiera llevar a cabo.
Y el amor por la tierra. El antioqueño es muy apegado a la tierra. “Tierra, única herencia del hombre”, les decía don Juan Herreros a sus hijos.
La historia de don Juan Herreros resume el proceso de colonización antioqueña: …“el poderoso de esas regiones, colonizador, aventurero en trances bravos, sometió tierras y gentes, buscó amigos y enemigos, dominó”.
“Tumben monte, siembren pastos”, ordenaba en los campos por los que pasaba. “Extendía su mirada de agrimensor veterano. Había baldíos aún, viejas montañas del indio, desplazados cada vez más hacia otras selvas; el avance era un derecho tomado, no dolía la injusticia al practicarlo, también la tierra y el hombre debían pagar su tributo obligatorio, imponían la ley del arrasamiento creador, según su ángulo de enfoque”.
Y esa agresividad del antioqueño proviene de su timidez. El antioqueño es tremendamente tímido.
Por esta dificultad para expresar el afecto, el antioqueño se hace duro, agresivo incluso, como una manera de comunicar sus sentimientos. Es la timidez propia de quien vive rodeado de montañas. Muy diferente al carácter de un costeño o de un llanero.
El antioqueño habla y habla sobre su trabajo, sobre sus anécdotas, pero cómo le cuesta expresar con palabras el afecto, decirle a otra persona “te quiero”, porque desde nuestros ancestros se ha dicho que “eso es de niñas, de maricones, y el hombre no está para güevonadas, el hombre tiene que demostrar que es un varón”.
Y en ese “demostrar que es un varón”, el antioqueño se ha configurado como una persona machista. Y quien irrumpa en el espacio privado de un macho tendrá que someterse a un duelo a muerte con él. Por eso cuando el toro quiso entrar a la Casa de las Cadenas, José Aníbal Gómez lo entendió como un desafío y lo mató a tiros.
Pero el hecho de que desde nuestros ancestros nos hayan formado con una personalidad machista es entendible. Ellos se abrieron su propio espacio en Antioquia “a la brava”, en un territorio montañoso y difícil. Y la mujer estaba para los oficios de la casa y la crianza de los niños. Para lo demás estaba el hombre, que tenía que marcar diferencia con la mujer y demostrar ser más fuerte y resistente que ella. Y el machismo era la mejor forma para ello.
El hogar antioqueño es contradictorio. Es matriarcal, en el sentido de que es la mujer quien lleva las riendas de todo: de los hijos, de la plata, del mercado que hay que comprar. Pero el hombre es machista, suele tener mujeres e hijos por fuera y aunque dice querer mucho a su mujer y es ella la que orienta el hogar, cuando él habla se cumple su orden y la esposa pasa a ser un adorno.
Merceditas, la esposa de Efrén Herreros, era la fiel representación de la señora tradicional antioqueña: rezandera, más preocupada por la vida que había después de la muerte que por la que estaba viviendo, casi una santa, enseñándoles a rezar el Rosario a sus hijos y aguantando encerrada en la casa, nunca le hacía un reclamo a Efrén Herreros por sus constantes salidas.
Entonces esa agresividad sirve para tapar la timidez que hay en el fondo. Por tener dificultad para expresar su afecto con palabras, el antioqueño comunica mucho con su mirada. Por eso en la furia de Efrén Herreros en la Casa de las Cadenas algún peón dijo: “Dios y el diablo se asoman por esos ojos”. Es decir, era una mirada bondadosa pero al mismo tiempo llena de cólera en ese momento.
También comunica sus sentimientos mediante las flores, como lo hacía Efrén Herreros con Isabel, que hasta le tenían significado a cada flor en su relación. Las cartas eran otra herramienta comunicacional en esta relación. La joven era inocente y tímida, y el hombre también sentía cierto recelo por tratarse de una muchachita muchos años menor que él. Por eso recurrían a las cartas para expresar allí la ternura y el amor que sentían.
Y ante su timidez, el paisa comunica mediante su vanidad, mediante la buena presentación personal. A ello se debía la vanidad de Efrén Herreros para presentarse ante Isabel. Tenía pena el día que Isabel llegó a la Casa de las dos Palmas de improviso, porque lo vería sin afeitar.
De puertas para adentro
Pero si bien el antioqueño se caracteriza por su dureza en sus decisiones desde la misma colonización, también hay que decir que es un ser generoso y acogedor. Efrén Herreros le regaló un pedazo de tierra a la madre de Isabel y le gustaba ayudar a quien lo necesitaba.
“En esta casa nadie será forastero. Caminante, siempre habrá un sillón, una cama, un vaso para tu fatiga”. Este letrero plasmado en el dintel del portón principal de la Casa de las dos Palmas refleja el espíritu acogedor del antioqueño tradicional.
En un hogar antioqueño los vecinos se reúnen a comer y departir. En la Casa de las dos Palmas la gente de Efrén Herreros se reunía con don Matías, don Isidro, don Rafael, nombres por cierto muy populares en la cultura antioqueña.
En las conversaciones salían a relucir expresiones típicamente paisas, como el pa’. Quienes somos de estas tierras decimos, por ejemplo, “pa’ qué me necesitás”.
Y como buenos antioqueños, en estas tertulias se daban gusto con la buena comida: postres, jaleas, pasteles de guayaba y cidra, que preparaban Gabriela y Zoraida.
Aparecían los bambucos, las coplas y trovas que componía Roberto, acompañadas del tiple y la guitarra, música tradicional en la cultura antioqueña.
Se tomaba aguardiente para celebrar. Por ejemplo, había que celebrar cuando el maestro Bastidas y su ayudante Julián decidieron quedarse en la casona mientras restauraban la capilla.
En estas conversaciones nocturnas al calor de la chimenea se hablaba de espantos, costumbre que aún se mantiene en muchos hogares tradicionales antioqueños. Se hablaba del Judío Errante. Así se le llamaba al forastero misterioso que apareció en el páramo, por la Casa de las dos Palmas, que al parecer era Asdrúbal. Esta leyenda del Judío Errante todavía se menciona mucho en los hogares antioqueños. A veces los abuelos suelen decir: “Aquél parece un judío errante”.
Como sucede en la actualidad, se iba transmitiendo la tradición oral. Los mitos y leyendas eran transmitidos por los viejos a los niños.
Y salía a relucir el refranero en las conversaciones en la casona. Salían refranes sobre todo de las bocas de Gabriela, Escolástica y Natalia. El antioqueño dice que los refranes “son muy sabios”. Por eso recurre a ellos constantemente. Por ejemplo, Natalia dijo: “La letra con sangre entra”, refiriéndose a que Zoraida, por desobedecer las recomendaciones, se había caído en el pedrero.
Creencias
Se hablaba de fantasmas y de las brujas del Puente de las Brujas incluso siendo tan católicos y creyentes en Dios como eran. Se invocaba a las ánimas benditas del purgatorio, se les rezaba un Padrenuestro a las que estuvieran penando, “para que Dios las saque de pena y las lleve a descansar”. Se tenía la creencia en que los muertos vuelven a comunicarse con los vivos. Todas estas prácticas aún vigentes en muchos hogares antioqueños, sobre todo en noviembre, el mes de las ánimas.
La mitología está presente en el libro: la llorona, el caballo de don Juan Herreros que galopa de noche, el árbol que no se nombra, la creencia en que el canto del currucutú anuncia la muerte. En su lecho de enferma, Lucía se sobresaltaba cuando oía cantar al animal.
Esa superstición los llevó incluso a pensar que los movimientos de las palmas de la entrada de la casa tenían significados particulares: que se iba a morir alguien, que llegaría algún visitante, que llegaría un nuevo integrante de la familia.
Aunque era gente muy católica, acudía a la brujería. Escolástica le contaba a Zoraida la leyenda del Ánima Sola y le explicaba la oración que debía rezar si quería tener a Medardo a su lado. También se recurría a las plantas para curar las heridas.
El antioqueño tradicional cree en las brujas, los duendes y el diablo con la misma fuerza que cree en Dios.
Y la creencia en Dios era tan fuerte en la novela, que la esposa de Efrén Herreros decía: “Mis hijas deben ser sanas de cuerpo y limpias de alma. Mejor llévatelas, Dios mío, si han de ofenderte”. Es decir, esta señora prefería que sus hijas murieran antes que ofendieran a Dios.
El antioqueño tradicional tiene una creencia tan fuerte en Dios que a veces en las peleas parece poner a Dios de por medio, e incluso en ocasiones parece enfrentarse a Él. Esto se vio en el fuerte alegato que tuvieron monseñor Pedro José Herreros y el padre Tobón. El asunto central fue quién tenía más poder para maldecir. Y monseñor Herreros sentenció que el cura Tobón se había enfrentado a Dios al utilizar su nombre para maldecir injustamente a la familia Herreros.
La novia de don Juan Herreros también puso a Dios en medio de sus decisiones. No fue capaz de desprenderse de la misa diaria y de la Salve que rezaba en su pueblo junto a su madre. Por ello no se casó con don Juan.
Se tenía la idea de que el colegio de monjas de Balandú era lo mejor. Por ello Efrén Herreros mandó a su ahijada Isabel a estudiar allí, y quería hacer lo mismo con Natalia cuando ésta tuviera la edad suficiente. Para el antioqueño tradicional, los colegios de monjas y de curas siguen siendo los mejores, porque se entiende que allí se fomentan los buenos valores y el comportamiento moral.
Pensando en la moral se vestían las mujeres en aquella época de comienzos del siglo XX. Por ello el vestido que usaba Isabel: falda larga blanca, con pintas negras. Esos vestidos largos eran usados por las antioqueñas como muestra de su recatamiento, de su decencia. En esta costumbre tenía mucho que ver la influencia de la Iglesia.
El antioqueño piensa mucho en la moral, pero en un momento de furia la moral se va al carajo. En medio de su furia y sus ansias de venganza, Efrén Herreros se embruteció e hizo que José Aníbal Gómez y Juancho López se marcaran entre sí como si fueran reses. “Ante los hechos de nada sirve la moral”, reconoció Efrén Herreros en ese momento.
Aunque estaba maldecida, la familia Herreros contaba con un sacerdote también: monseñor Pedro José Herreros. Y es que para una familia antioqueña tradicional, uno de los mayores orgullos es tener un hijo cura, porque se entiende como signo de mayor cercanía de Dios con la familia.
Efrén Herreros quería reconstruir la capilla para obtener el perdón de Dios por la maldición del padre Tobón. Es la costumbre del antioqueño, de ofrecer algo, hacer un sacrificio por el perdón de Dios.
Y se acude a Dios ante el peligro. La madre de Isabel rezó el Magníficat en la tormenta que hubo mientras Efrén Herreros estaba de visita en su casa. Esto lo acostumbran hacer las señoras antioqueñas, junto con la quema de los ramos benditos del Domingo de Ramos y el encendimiento del cirio pascual.
El antioqueño tradicional tiene la creencia de que antes de morir, la persona hace un recorrido mental por los lugares y las situaciones más importantes de su vida. “Deshacer los pasos”, se le llama comúnmente a esta despedida de la vida, en la que la persona le pide perdón a Dios por sus pecados para morir en gracia con Él y alejar los espíritus malignos. Esto lo hizo monseñor Pedro José Herreros antes de morir.
También está el agua bendita con que el padre Tobón roció las cenizas del incendio de la casa de Zoraida, porque creía que de allí podían surgir espíritus demoníacos. En muchos hogares antioqueños se acostumbra tener una botella con agua bendita para usar en las enfermedades, en las tempestades o incluso cuando llega una visita indeseada a la casa.
Y hablando de los espíritus demoníacos, hay que recordar que la vitrola de Efrén Herreros fue vista por el padre Tobón como el demonio, porque “tiene voz pero no tiene alma”. Era entendida como algo pecaminoso porque su música emocionaba a las mujeres.
Mediante todos estos rasgos el ser humano oriundo de estas tierras logra comunicar su cultura, comunica que es antioqueño. Y con todos ellos me identifiqué porque los experimenté en ese Balandú propio que es Belmira, pueblo frío, tímido y generoso, donde el viento helado del páramo susurra los secretos que nacen en las cocinas y en las salas de las casas.
De Macondo a Balandú
Veo en La Casa de las dos Palmas algunas similitudes con Cien años de soledad: la soledad de sus personajes, la presencia de la guerra en la trama de la novela, un pueblo imaginario como escenario, también el realismo mágico en las invocaciones, la brujería, los espejos que absorben las imágenes, la intensidad en la narración, el protagonismo de una familia grande: los Buendía en la obra de Gabriel García Márquez y los Herreros en la de don Manuel Mejía Vallejo, y el paso fluido del tiempo narrativo a lo largo de las generaciones de estas familias.
Los Herreros, una familia tradicional antioqueña de poderío económico que controló todos los poderes sociales: tuvieron el Alcalde, el párroco, el juez, el Coronel en la Guerra de los Mil Días y el gran arriero de Balandú. Cada uno dominaba en su campo. Hoy, por ejemplo, los Uribe Vélez también hacen algo similar: Álvaro Uribe tiene el poder político en Colombia, y su hermano Santiago es uno de los principales ganaderos del país.
En una familia pudiente de un pueblo de fuertes tradiciones antioqueñas, algunos de los hijos se van a la universidad, preferiblemente a estudiar Derecho o Medicina, los otros se dedican a reemplazar al padre en la administración de las tierras y los animales. Esto sucedió con los Herreros: Rodrigo se hizo abogado en la ciudad y Efrén reemplazó a su padre en el mando de las tierras altas y bajas.
Se creía que una familia de clase alta debía mezclarse con una familia igualmente prestigiosa. Los Herreros, respetados como nadie en el campo, se mezclaron con los Gómez, prestigiosos en la ciudad. Sin embargo, los Gómez habían sido ricos pero estaban en la quiebra, y sólo querían arrimarse a los Herreros a ver qué ganancias podían sacar de esa alianza. Y José Aníbal Gómez se casó con Evangelina Herreros, pero la hizo sufrir impresionantemente.
Fuerza narrativa
"La Casa de las dos Palmas: novela de excepcionales atributos estéticos y humanos”. (Otto Morales Benítez)
Además de todo su trabajo en la aclaración y el fortalecimiento de la identidad cultural, esta obra de don Manuel es grande por su narrativa. Las descripciones, con la precisión de la poesía. Expresiones como el “cristal helado”, para referirse al río del páramo, y la “noche diurna” de Zoraida, aludiendo a su ceguera, me emocionaron y me hicieron percibir una gran belleza en el estilo del escritor.
Su profundidad al entrar en el alma de los personajes. Se puede ver nítidamente la honestidad de Efrén Herreros, su verraquera, su hombría, también la brutalidad de José Aníbal Gómez, la gallardía de Zoraida Vélez, la inocencia de Isabel, el orgullo propio de monseñor Pedro José Herreros para enfrentarse con el padre Tobón, incluso habiendo en medio una maldición contra su familia, y el heroísmo de Enrique Herreros en la Guerra de los Mil Días.
Narrativa poderosa la de don Manuel para mantener al lector aferrado al libro, con cambios de personajes como brincando por un empedrado. Y a veces complejo y exigente con el lector, le exige concentración suma, paciencia, porque no es una obra para leer a la carrera, y hasta especulación, porque es inevitable especular en los diálogos, tratar de descifrar quién está hablando, y la plenitud cuando se cree haber cogido la idea en el diálogo, haber prácticamente adivinado quién había hablado y qué quería decir con lo que dijo. Son estos entramados otro aspecto fascinante en la obra de don Manuel.
Sentar a Efrén Herreros en la sala de la casona a recordar a Medardo, y en la evocación, mostrarnos a su vez qué recordaba éste de su madre. Es decir, narrarnos los recuerdos que tenía un hombre acerca de los recuerdos de otro. La evocación permanente, el onirismo, son cualidades propias de los personajes de La Casa de las dos Palmas, y a su vez técnicas del escritor para poner al lector a imaginar e interpretar, para llevarlo por las ramas de un árbol que no es sólo una familia sino un pueblo: el pueblo antioqueño.
El hecho de que deje cabos sueltos en la novela se puede criticar, pero también es cierto que un entramado tan maravilloso como el creado por don Manuel merece desarrollarse lentamente en muchas más páginas, si es posible en otros libros. Cabos sueltos como las ansias de venganza de José Aníbal Gómez, las ganas de Escolástica de regresar a la Casa de las Cadenas, y el niño de Evangelina que recién nace, serían retomados por Mejía Vallejo en Los invocados.
Estos cabos sueltos son utilizados como “amarres” para el lector, para motivarlo a seguir conociendo la obra grande de don Manuel.
La precisión de la poesía
Esta novela de Mejía Vallejo es grande porque además de su aspecto humano está cargada de la fuerza y la estética de la poesía. Poesía en los diálogos, casi siempre difíciles de comprender por estar puestos ahí, en el aire, aparentemente sin saber de dónde vienen ni para dónde van, sin una boca explícita que los pronuncie, pero en el fondo con una capacidad reveladora impresionante. Con la fuerza de esos diálogos cortos, Mejía Vallejo plasma el ambiente sosegadamente nostálgico que se vive en la casona del páramo o el infierno terrenal de la Casa de las Cadenas en la tierra caliente.
No suele enunciar al hablante, creo yo, porque tiene la intención de que las ideas de sus diálogos no sean comprendidas como las de un personaje literario, sino como las del ser humano en su condición existencial universal.
Hablar por ejemplo del remordimiento y de la desazón de Efrén Herreros al haber hecho mucho en su vida y a la vez no haber logrado nada, más que plasmar el desasosiego de un personaje literario, es indagarse por la angustia existencial del ser humano.
Y la poesía en las descripciones de la naturaleza, del monte, de la noche, de las piedras, de las matas que sembraba Efrén Herreros a la entrada de la casona, de los pájaros, de los atardeceres, de la lluvia, de la niebla, del viento, de las vacas, del toro que sufrió el odio y la brutalidad de José Aníbal Gómez, de las cavilaciones de Zoraida, las de Efrén, las del maestro Bastidas en su dedicación perpetua al labrado de la madera. Poesía en las descripciones de la vida. La vida.
La vida es la que siente plenitud al leer maravillas como ésta. En mi experiencia íntima con la novela, casi tuve un enamoramiento de Isabel y su sinceridad, sus “juguetes” con Efrén, descifrando el significado de las plantas; de Natalia y sus destellos de amor hacia Francisco; de Zoraida y su tortura silenciosa al imaginarse a Efrén amándose con Isabel.
Revive este libro el sentimiento de culpa, el temor a Dios, el remordimiento, el desasosiego permanente del ser humano en estas tierras escarpadas. Y es que el antioqueño piensa mucho en la muerte y en lo que vendrá después de ella, pero a la vez se aferra a la vida, a los suyos, como Efrén en sus últimos días.
Eran los últimos días de un amante de la naturaleza, de los pájaros, de las mariposas, de las vacas, de los caballos, de la montaña, de las piedras, de los ríos, de su familia. Generoso y varón. Sabía que iba a morir y lo aceptó. Quería la vida pero aceptó la llegada de su hora final. Murió tranquilo porque le trajo al doctor Morales a su hija Evangelina, para que la atendiera en el parto. Tranquilo porque respondió hasta el final. Eran los últimos días de un hombre, los últimos días de un antioqueño.
Manuel Mejía Vallejo (Jericó, 1923 - El Retiro, 1998). Escritor y periodista.
El gran insumo con el que trabajó fue la rica tradición oral del pueblo antioqueño. Y La Casa de las dos Palmas es quizás el gran legado que le dejó a Antioquia, Colombia y América Latina. Sus virtudes principales son el conocimiento de su propia cultura, la intensidad en la narración, la fuerza de la descripción y la lucidez de su poesía.
5 comentarios:
adoro esa obra literaria, deberían promoverla mas y con ella nuestras raíces.
Gracias por visitarnos y por comentar este trabajo.
Espectacular, gracias por un gran momento de lectura.
buenas es para saber cual es el tiempo histórico de esta obra lo necesito para una tarea del colegio y no lo encuentro ustedes me podran ayudar ...
Hermoso ensayo. Gracias por compartirlo. Soy una Antioqueña expatriada por asuntos laborales y encontrarme con su blog de esta gran obra y de el gran maestro que fue MANUEN MEJIA VALLEJO me ha emocionado mucho pues al igual que como usted lo expresa, para mí esta obra fue y sigue siendo íntima en mi sentir Paisa. Lo felicito.
Publicar un comentario