sábado, 1 de noviembre de 2008

Ensayo sobre el cine colombiano

Entre la mirada social y el aprovechamiento artístico del lenguaje cinematográfico


Este ensayo alude a producciones colombianas de la década del 90 y de lo que va de la década del 2000.

En estos últimos tiempos – como lo señala Oswaldo Osorio en su libro Comunicación, cine colombiano y ciudad –, el cine colombiano definitivamente se está desarrollando en el ámbito urbano, salvo algunas excepciones, como Karmma (Orlando Pardo, 2006), que tiene escenario y personajes rurales.

En este sentido de lo urbano, lo que predomina en nuestro cine en este último período son las miradas sociales. Son fundamentalmente eso: miradas que recrean algunos sectores sociales o a lo sumo reflexionan sobre ellos, pero no se trata de críticas ni de cuestionamientos.

Y es que la gran mayoría de las películas de estas últimas dos décadas tiene fines predominantemente comerciales, nada que ver con los planteamientos de aquel Tercer Cine argentino de la década de los 60, según los cuales lo más importante era generar la discusión política en pro del beneficio para la colectividad.

Se trata entonces de miradas cuyo objeto ha sido principalmente la clase media-baja colombiana, reflejada en películas como La pena máxima (Jorge Echeverri, 2001), Como el gato y el ratón (Rodrigo Triana, 2002), y La estrategia del caracol (Sergio Cabrera, 1993). De este enfoque, el tema más recurrente es la vida familiar y barrial de esa clase media-baja de nuestro país.

Otra temática que predomina en el cine nacional en estas últimas dos décadas es la depresión social generada por el narcotráfico, mostrada en filmes como La vendedora de rosas (Víctor Gaviria, 1998), La Virgen de los sicarios (Barbet Schroeder, 2000) y Sumas y restas (Víctor Gaviria 2004).

Además, ha habido temáticas novedosas para el cine colombiano, como la inocencia pícara de los niños, que incluso puede llegar a ser perversa, recreada en Los niños invisibles (Lisandro Duque, 2001), y el horror psíquico, desarrollado en Al final del espectro (Juan Felipe Orozco, 2006).

Con el riesgo que implican las generalizaciones, hay que decir que las películas de estos últimos tiempos se han caracterizado por tener, en su mayoría, narrativas convincentes, puesto que han logrado contar historias atrapantes que cuentan con sus propios universos. Tal es el caso de La estrategia del caracol, que además de tener un argumento muy cercano al espectador porque le señala la problemática de la vivienda para mucha gente en Colombia, la puesta en escena y los diálogos logran crear todo un universo propio de un inquilinato como en el que se desarrolla la historia.

Estas últimas producciones también han tratado de desarrollar estilos propios, con el lenguaje, por ejemplo, que suele ser muy familiar para el colombiano “del común”. Del mismo modo, se percibe una identificación del espectador con los personajes, que encarnan estereotipos típicamente colombianos, sobre todo de esa clase media-baja tan abordada en nuestro cine últimamente. Son ejemplos de esto los personajes de La pena máxima y las familias que se enfrentan en Como el gato y el ratón.

En cuanto a la estética, las películas colombianas de este último período son bastante aceptables, si bien no todas son completamente originales en su manejo estético. Tal es el caso de Al final del espectro, que está muy bien narrada visualmente puesto que la fotografía y especialmente el manejo del color son muy funcionales en la historia; pero con ese intento de producir horror en el espectador con base en la saturación de efectos especiales y trucos, tan propio de la industria de Hollywood, se puede evidenciar cierta falta de creatividad.

De resto, en general, como se dijo anteriormente, son producciones con una estética aceptable, pues logran crear universos cercanos a las vivencias y a la realidad con las que se encuentra constantemente el colombiano promedio. En este sentido, unos buenos ejemplos son La vendedora de rosas y Sumas y restas, que configuran el universo de la depresión social causada por el narcotráfico en Medellín, reflexionando, por una parte, sobre los jovencitos de los barrios más deprimidos de la ciudad, que se ven obligados a trabajar; y por otra, sobre la bola de nieve en la que se convirtió el fenómeno del narcotráfico, involucrando a muchísima gente, incluso a profesionales serios como el personaje principal de Sumas y restas.

Ahora, si bien el cine colombiano de los últimos tiempos tiene estos puntos a favor, además de que el volumen de la producción se mantiene en un promedio de cuatro películas anuales, aún se siguen presentando algunas falencias técnicas en ciertas películas. Tal es el caso del defectuoso sonido en algunas escenas de Karmma.

Pero lo que sí resulta completamente detestable es lo que hace una película como Muertos del susto (Dago García y Harold Trompetero, 2007), que constantemente está promocionando en su rol independiente de humorista a uno de sus actores principales. A lo largo de la película, en repetidas ocasiones aparece en escena un carro con una valla promocionando explícitamente a “Don Jediondo”. Resulta inaudito que un filme de 2007 haga esto, con lo que deteriora su estética, su funcionalidad como comedia y su calidad en general.

A pesar de estos detalles, el cine colombiano de los 90 y de estos ocho años del siglo XXI, en términos generales, pasa el examen en cuanto al aprovechamiento artístico del lenguaje cinematográfico; pero nos queda debiendo en aspectos técnicos, como el sonido principalmente, y en su función como plataforma para lanzar críticas al sistema social y cuestionamientos a los poderes.

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