CUANDO LA LUCIDEZ DE UN PUEBLO Y DE UN ESCRITOR DESNUDA LO QUE ES LA SUPUESTA DEMOCRACIA
El Ensayo sobre la lucidez, de José Saramago, muestra de manera magnífica cómo desde la lucidez de un escritor y de un pueblo ficticio pero a la vez tan anhelado, se desnuda lo que es la supuesta democracia, se le quitan todos los velos teóricos y se presenta como se da en la práctica en muchos Estados occidentales.
En este maravilloso libro, para el que no se agotan los adjetivos para calificar su calidad, Saramago analiza cuatro grandes temas: la democracia – eje sobre el que giran los otros tres –, el papel del pueblo, el del Estado, comprendido éste por sus instituciones y sus funcionarios, y el papel de los medios de comunicación.
¿Democracia?
Norberto Bobbio, uno de los principales estudiosos de la democracia, define este fenómeno político y social como “el gobierno del poder público en público”. Además, en teoría, la democracia significa la soberanía del pueblo, el pleno ejercicio de las libertades dentro de un marco normativo de derechos y deberes, el pluralismo ideológico como fundamento para desarrollar el debate político, y, con miras a realizar esta discusión abierta de los diferentes argumentos, la democracia implica la participación de los medios masivos de comunicación, como plataformas para expresar la diversidad de puntos de vista, y como vigilantes permanentes de las actuaciones de los funcionarios del Estado.
Una democracia participativa entonces, exige esto mismo, que se le permita al pueblo expresarse y tomar decisiones libres, como soberano que es – al menos en la teoría – en este modelo sociopolítico. Eso sí, como se señaló anteriormente, el pueblo deberá actuar dentro del marco jurídico, puesto que la ley, expresada en toda su magnitud en la Constitución Política y respaldada por las diferentes instituciones del Estado, constituye el otro elemento fundamental en la democracia.
Éstos son atributos esenciales de la democracia que, por el mismo hecho de ser planteamientos ideales, han logrado que a este modelo de organización política y social se le considere como el menos tiránico y el más apropiado para que el ser humano goce de su dignidad.
No obstante, Saramago logra en este texto desnudar a la democracia que se practica en muchos Estados hoy día. El escritor denuncia el grado de manipulación, sometimiento y apariencia de la democracia, puesto que teóricamente el poder lo tiene el pueblo; sin embargo, cuando éste se manifiesta en contra de lo “normal”, en contra de lo “establecido”, se entiende como algo sospechoso que hay que investigar y, si es necesario, hay que quitarle derechos al pueblo, como castigo, como método de escarmiento para que entienda que el “statu quo” hay que respetarlo.
En la ciudad creada por el escritor suceden cosas “extrañas” para una democracia “normal”. Al menos así lo entendieron los funcionarios del Estado, cuando lo único “extraño” que estaba sucediendo era que el pueblo se estaba expresando libremente mediante su derecho al voto. Es decir, estaba llevando al punto más sublime el concepto de la democracia, ejerciendo su principal libertad política como soberano que es.
En este sentido, el escritor denuncia una realidad común en muchos Estados supuestamente democráticos: el atropello de las libertades humanas y civiles. Basta con recordar el asunto de los espías contratados por el Gobierno en aquel país, para que investigaran la supuesta “conspiración” del voto en blanco. Estos espías simbolizan la pérdida de libertad que padece el ciudadano “del común” en la democracia.
Es más, es tal la desconfianza y el miedo extremo que se viven en muchos Estados que dicen ser democráticos, que incluso las autoridades gubernamentales, como sucede en el libro, tienen que emplear maniobras extremas para no ser escuchadas, para no ser interceptadas. Así, el comisario hablaba por teléfono con el ministro del Interior, y los dos conversaban bajo un código, llamándose con nombres de pájaros. Cualquier parecido con el escándalo de las “chuzadas” de los teléfonos en Colombia es pura coincidencia.
En la democracia entonces, el ciudadano, teóricamente, tiene muchas libertades, pero en la práctica está siempre vigilado y muerto del miedo. “Nada es seguro, nadie está seguro”. Estas palabras del comisario se acomodan perfectamente a la realidad de la democracia.
También se plantea en este libro una disyuntiva: ¿Qué es mejor: la democracia vivida en esas condiciones de atropello, o la anarquía? Esto, porque cuando la ciudad quedó prácticamente sin Dios ni ley, se mantuvo la convivencia entre sus habitantes y el ambiente entre ellos era tranquilo. Es éste un llamado para reflexionar en torno a la posibilidad de la anarquía, ese sistema en el que el ser humano se gobierna por sí mismo, modelo que suele considerarse utópico pero que, ante la crisis del Estado y de la democracia misma, aparece como una opción válida por la que, tal vez, valdría la pena arriesgarse a ver qué sucede.
Claro que para vivir en la anarquía se requiere que el ser humano y el pueblo en su conjunto tengan el grado de madurez política que exhiben los creados por Saramago en su libro. Y el hecho de alcanzar un alto grado de conciencia crítica y de madurez política es uno de los aspectos más ideales pero a la vez más difíciles de lograr en sociedades aletargadas, como la colombiana.
Este papel protagónico del pueblo es otro de los elementos centrales del Ensayo sobre la lucidez. Ese grado de conciencia crítica y el despertar colectivo en función de hacerse sentir, que es lo que le falta al pueblo colombiano, es precisamente el principal atributo del pueblo que presenta Saramago en su obra.
La grandeza de un pueblo
Los ciudadanos de la capital de aquel país imaginado por Saramago – sobre todo ese 83% del electorado que decidió votar en blanco – representan al pueblo lúcido que toda democracia debería tener en sus entrañas. Ese pueblo que plantea el escritor es la mejor muestra del verdadero despertar de la conciencia colectiva de los ciudadanos, para hacerse sentir y, si es necesario, sublevarse ante las opresiones de sus gobernantes.
Ese pueblo presentado en este libro cumple a cabalidad aquella sentencia de que “el pueblo es superior a sus gobernantes”. Estos ciudadanos “blanqueros” alcanzaron la mayoría de edad de la que hablaba Kant, lograron decidir por ellos mismos, sin necesidad de tutores que les delinearan su destino, como el Estado, la Iglesia, el sistema educativo o los medios de comunicación.
La primera manifestación de la madurez política de este pueblo se dio en las elecciones, en las que se presentaron cero abstenciones y cero votos nulos, y un 83% de votos en blanco. Paradójicamente, esa misma cifra del 83% es el apoyo que, según las encuestas, le da el pueblo colombiano a su presidente, Álvaro Uribe.
Se van viendo entonces las diferencias entre aquel pueblo imaginado por Saramago, que se hastió de tantas desilusiones y optó por votar masivamente en blanco, y el pueblo colombiano, que parece enceguecido porque dizque por fin encontró al Mesías que la patria necesitaba. Y este 83% del pueblo colombiano, de acuerdo con las respetadísimas encuestas, le da el apoyo incondicional a un Mesías que se encuentra rodeado por todas partes por los escándalos de la parapolítica, la corrupción, y la poca intervención en graves asuntos sociales, como la situación de los cuatro millones de desplazados por el conflicto armado, y las persecuciones a sindicalistas y a personas que se oponen a sus políticas de gobierno.
Otra muestra de la grandeza de este pueblo que pinta Saramago es que, a pesar de los espías contratados por el Gobierno, a pesar de las retenciones, de las agresiones físicas y psicológicas, estos “blanqueros” guardaron silencio, no se dejaron amedrentar, y cuando les tocó hablar, se pegaron de la ley para decir que su voto era secreto y libre y que, si hubiera sido en blanco, simplemente estaban ejerciendo un derecho.
Pero este pueblo no sólo demostró su grandeza quedándose callado. Cuando se cansó de tantas presiones, decidió salir a las calles con la consigna “yo voté en blanco”.
Las mujeres fueron protagonistas de esta resistencia civil cuando, ante la huelga de los recogedores de basura, decidieron salir de sus casas a barrer las calles, de modo que la basura no constituyera una presión para hacerlas cambiar de posición.
Y los mismos recogedores de basura también encarnaron la resistencia civil. Ellos volvieron a salir a las calles a trabajar, pero salieron vestidos de civil porque, dijeron, los que estaban en huelga eran sus uniformes, no ellos. Es decir, con su actitud, demostraron que no estaban en contra de los ciudadanos sino del Gobierno. Rechazaron una huelga que impulsaba el Gobierno para, mediante la acumulación de basuras, incomodar aún más a los ciudadanos.
El voto en blanco, como símbolo del despertar de la conciencia crítica individual de cada ciudadano, y comportamientos colectivos como los de las mujeres y los recogedores de basura, fueron los métodos del pueblo para expresar su desilusión y rechazo contra el sistema imperante. Son métodos propios de una revolución desde la civilidad, desde el pacifismo, y demuestran también que, en todo momento, este pueblo rechazó la revolución armada.
Fue tanta la nobleza y el pacifismo de los “blanqueros” que, a pesar de tantos inventos en su contra y de tantas agresiones de todo tipo, cuando los ciudadanos que habían tratado de abandonar la capital regresaron a sus casas, los “blanqueros” les ayudaron a bajar sus equipajes de los carros y a meterlos nuevamente en sus viviendas.
“Esta gente habla como si no tuviera nada que esconder”. Estas palabras que el inspector y el agente le dijeron al comisario demuestran que ellos también se percataron de la honestidad de los “blanqueros”. Y es que en realidad los “blanqueros” no tenían nada que esconder. Con su comportamiento, contrario a lo que hacían sus gobernantes, exaltaban aquello del “poder público en público”.
Tan sólidas y tan democráticas eran las convicciones de este pueblo que, después de que el Gobierno hizo explotar una bomba en una de las estaciones del metro, con la que murieron 34 personas, unos quinientos mil ciudadanos marcharon en silencio y pacíficamente hacia el palacete del Primer Ministro y luego hacia el palacio presidencial.
“Un imposible nunca viene solo”. Esta frase pronunciada por el comisario fue terrible en su contexto, porque aludía a la forzosa asociación entre el hecho de que sólo una mujer quedara viendo durante la epidemia de la ceguera colectiva, y que esta misma mujer pudiera impulsar el voto en blanco masivo. Sin embargo, sacada de ese contexto, la frase es maravillosa porque está llena de esperanza. Esta frase del comisario hace pensar en la fuerza de la utopía, en lo importante que es luchar por las utopías para generar los grandes cambios en las sociedades.
Esta frase, la marcha de los quinientos mil ciudadanos que reseñábamos antes, y el fenómeno del voto en blanco masivo se podrían relacionar con el Mayo del 68, una de las grandes utopías del siglo XX.
Esos “imposibles” que nunca vienen solos, como que el 83% del electorado de una ciudad se decida a votar en blanco, que quinientas mil personas marchen silenciosamente en señal de rechazo contra el terrorismo de Estado con el que el Gobierno las quería amedrentar, o que los universitarios de toda una nación se hartaran de la somnolencia de su sociedad, de que ésta sólo pensaba en producir pero había descuidado completamente la satisfacción del espíritu, y llevaran a que más de diez millones de obreros los acompañaran en su causa de llevar “la imaginación al poder”, son muestras de que las utopías, por imposibles que parezcan, son necesarias para sacar a las sociedades de su letargo, y para darle al ser humano satisfacciones diferentes de las materiales, satisfacciones del espíritu, con las que la conciencia del hombre se engrandece y su condición humana se eleva hasta lo más sublime.
Como imposible parecía también que ciudadanos anónimos fotocopiaran miles de veces y repartieran a diestra y siniestra por toda la ciudad el artículo de prensa que contenía las revelaciones del comisario acerca de las verdaderas intenciones del Gobierno con esa investigación que adelantaba en la capital.
Y además de las manifestaciones colectivas de la lucidez del pueblo “blanquero”, como las marchas y el voto en blanco masivo, también se dieron varias expresiones del despertar de la conciencia individual en los ciudadanos. Un ejemplo de ello se dio en uno de los taxis que abordó el comisario. El taxista, personaje que generalmente se mira como poco instruido, interpretó de manera lúcida la situación de los periódicos que le seguían el juego al Gobierno, publicando acusaciones sobre la presunta culpabilidad de la mujer del médico en la “conspiración” del voto en blanco: “Esta historia de la mujer que dicen que no se quedó ciega me parece una trola de marca mayor inventada para vender periódicos. Cuando a la historia se le acabe el jugo, inventarán otra, es lo que pasa siempre”, le dijo el taxista al comisario.
Y el otro ejemplo a destacar del despertar de la conciencia individual lo encarna el comisario. Como funcionario de la Policía, éste naturalmente representaba los intereses del Estado y del Gobierno en particular. Sin embargo, llegó un punto en que se sacudió de su hipnosis, se despertó del letargo en el que había caído cuando sólo pensaba en cumplir su deber como policía y en obedecer las órdenes del ministro del Interior.
Se puede decir que, de pertenecer a una institución estatal, este comisario pasó a hacer parte del pueblo y actuó con la misma madurez, ética y sensatez de la ciudadanía de la capital.
El mérito del comisario es aún mayor que el del resto de los ciudadanos, porque el comisario se sublevó contra su institución. Él pertenecía a un régimen policial pero, llegado el momento, después de una profunda reflexión, cambió radicalmente su manera de pensar y se integró a las filas de la madurez política y humana.
Fue tal la sensatez que adquirió el comisario que, en una de sus conversaciones telefónicas con el ministro del Interior, fue capaz de decirle que la mujer del médico, contrario a lo que se le acusaba, parecía ser sólo una mujer honesta y valiente.
Además, el comisario les reveló a los “sospechosos” de promover la “conspiración” las verdaderas intenciones del Gobierno al adelantar esa investigación.
“Si no hay culpable, no lo podemos inventar”, les dijo el comisario al agente y al inspector, cuando ya veía que esos “sospechosos” no eran más que ciudadanos honestos e inocentes. Y el inspector, exaltando la posición lúcida del comisario, dijo: “Yo no he oído esta frase jamás desde que estoy en la Policía, comisario, y con esto me callo, no abro más la boca”. El comisario les agregó que defendieran siempre la verdad y que no permitieran que el Gobierno impusiera sus mentiras.
En una de sus conversaciones, la mujer del médico le preguntó al comisario por qué hacía lo que hacía, por qué los defendía si él trabajaba para la Policía. A esta pregunta el comisario respondió: “Nacemos, y en ese momento es como si hubiéramos firmado un pacto para toda la vida, pero puede llegar el día en que nos preguntemos ¿quién ha firmado esto por mí?”
Esta frase alude al despertar de la conciencia, despertar individual que generalmente lleva a la movilización colectiva. En el caso del libro sucede al contrario: la movilización colectiva del pueblo llevó al comisario al despertar de su conciencia individual. Pero aquí el orden de cómo se da el fenómeno no importa. Lo importante es el fenómeno mismo, el despertar de las conciencias del individuo y del pueblo, el hecho de que tanto el colectivo como la persona alcancen esa mayoría de edad de la que hablaba Kant.
Pero como sucede en la vida misma, las cosas en el libro no son blancas y negras. Hay puntos grises que matizan las realidades. En el caso del pueblo, aunque en general es brillante su papel y por eso ha sido tan destacado en este trabajo, no faltó el punto gris, el personaje que, siendo del pueblo, decidió traicionar a su gente y hacerse al lado del Gobierno.
Se trata del hombre que mandó la carta al Gobierno, señalando a la mujer del médico como la posible impulsora del voto en blanco masivo. Este hombre, conocido como el primer ciego en la época de la ceguera colectiva, hizo esta canallada sólo por motivos personales. Al parecer, a este hombre no le caía bien la mujer del médico y decidió “tirarse en ella” de esta manera.
Fue una canallada lo que hizo este tipo porque traicionó a la mujer del médico, que, cuatro años atrás, durante la ceguera colectiva, le había salvado la vida, pues ella era la única que veía y se encargaba de guiar a quienes la acompañaban.
Corroborando su canallada, este hombre, en su carta, manifestaba su total respaldo al Presidente y a las acciones del Gobierno en contra de la “amenaza” que había contra la “seguridad nacional”.
Y hablando de actuaciones deprimentes y de canalladas, como la de este hombre, resulta preciso comenzar a hablar del papel del Estado, de sus instituciones y sus funcionarios.
Un Estado sombrío
El Estado que configura Saramago en su Ensayo sobre la lucidez es la antítesis de lo que, en teoría, debería ser el Estado democrático. Aunque esta antítesis del ideal del Estado, como garante de la democracia, no está lejos de la realidad de muchos Estados supuestamente democráticos de hoy.
El Estado que presenta Saramago es opresor, violador de las libertades fundamentales del pueblo, en él se manejan asuntos de manera soterrada, contrario a aquel ideal democrático del “poder público en público”.
Muchos de los funcionarios de este Estado no concibieron que el pueblo se pronunciara libremente votando en blanco, y señalaron este comportamiento como “terrorista” y “antipatriótico”.
Fue tan furiosa la reacción del Estado ante la expresión democrática de su pueblo, que incluso se contrataron espías que usaban cámaras y magnetófonos para tratar de descubrir hasta lo que sentían las personas que iban a votar.
El Presidente incluso declaró el estado de sitio en la capital, bloqueando las fronteras con militares, de modo que los ciudadanos se sintieran aislados y coartados en sus libertades.
La tiranía de este Estado llegó al punto de acudir al terrorismo para amedrentar a los ciudadanos de la capital. Cómo puede llamarse Estado democrático aquel que instala una bomba en una de las estaciones del metro para escarmentar a la gente de la capital, utiliza los medios de comunicación para ejercer el terrorismo mediático, recurre a métodos de tortura psicológica como los interrogatorios mediante el polígrafo, retiene a gente inocente por buscar culpables de un delito que nunca existió, e incluso asesina selectivamente a sus ciudadanos.
Y el Estado hizo todo esto con una sola disculpa: defender la “seguridad nacional”, que se veía “amenazada por una conspiración”, cuya manifestación más evidente, según algunos funcionarios estatales, había sido el voto en blanco masivo.
Esta excusa de defender la seguridad nacional la utiliza hoy la superpotencia del mundo, Estados Unidos, que fue capaz de invadir a Iraq y Afganistán y asesinar a miles de civiles inocentes en estos países de Oriente Medio, so pretexto de defender su seguridad nacional y liberar a estos países de los “regímenes terroristas” que los subyugaban.
Esta misma excusa se utiliza en Colombia, aunque con el nombre de Seguridad Democrática, para invertir la mayor parte del presupuesto nacional en la guerra, olvidando los graves problemas sociales que padece el país.
Durante toda esa persecución contra los “blanqueros”, el Estado se dedicó a especular pegándose de los indicios más ridículos. Incluso llegó a comparar la “extrañeza” del comportamiento de la gente de la capital, con la epidemia de la ceguera colectiva que había sufrido aquel país cuatro años atrás.
Era una persecución que el Estado hacía con un tremendo cinismo. Por ejemplo, el Presidente dijo en un discurso que, en el momento que el pueblo se viera “oprimido por la dictadura”, volvería a llamar a sus gobernantes para que lo salvaran.
Con la misma desvergüenza, dentro del Gobierno se comentaba que el atentado de la bomba había sido ocasionado por terroristas relacionados con los “blanqueros”.
Este cinismo lo utilizó también el ministro del Interior que, en su discurso para que regresaran a sus casas los ciudadanos que intentaban abandonar la capital, incitó a esta gente al patriotismo, a ser “legionarios de la democracia”, a regresar a sus casas que “seguramente estarían siendo saqueadas por los blanqueros”.
Todos estos discursos políticos buscaban la persuasión de los ciudadanos así fuera a punto de mentiras y engaños.
Esta degradación moral del Estado se hizo aún más patente en instituciones como el Ministerio del Interior y la Policía. Desde el Ministerio se le ordenó a la Policía adelantar una investigación que no tenía pies ni cabeza. La orden decía incluso que, si era necesario asesinar a alguien en función de alcanzar buenos resultados en la investigación, se haría. El Ministerio del Interior entonces, pecó por brutalidad, por atrocidad, pero la Policía no se puede excusar en que estaba cumpliendo órdenes, porque también careció de ética al aceptar perseguir física y psicológicamente a ciudadanos inocentes.
De toda esta perversidad que caracterizó al Estado, se destacan principalmente tres personajes nefastos: el ministro del Interior, el Primer Ministro y el Presidente.
El ministro del Interior es realmente el más cruel y antidemocrático de los tres, porque es acelerado, implacable en la toma de decisiones, poco calculador, y esto lo hace poco inteligente también, pero más brutal, más sanguinario, más asesino.
Cuando el comisario le dijo que, para él, las personas acusadas como culpables de la “conspiración” del voto en blanco eran inocentes, el ministro del Interior, en tono amenazante, le preguntó que si había medido las consecuencias de sus palabras.
Este ministro del Interior fue capaz incluso de contratar a un sicario para matar al comisario, a la mujer del médico y al perro de ésta. Y luego, en una conferencia de prensa, el Ministro, en uno de los actos de hipocresía más repugnantes, lamentó el asesinato del comisario, “que fue un mártir de la patria”, y culpabilizó de ello a los mismos culpables de la “conspiración” del voto en blanco, “puesto que la investigación del comisario ya entregaba sus primeros resultados”.
Pero al final, aunque el ministro del Interior creía que tenía mucho poder, quedó al descubierto que sólo era un títere del Primer Ministro. Éste aprovechó la aceleración del ministro del Interior para “quemarlo” con el “chicharrón” más maluco. En suma, al ministro del Interior, el resto del Gobierno prácticamente lo dejó solo en la investigación contra los “sospechosos” de la “conspiración” del voto en blanco.
Además, el ministro del Interior cometió el error de entrar en una disputa política con el Primer Ministro, quien era el que más peso político tenía, incluso por encima del Presidente, si se tiene en cuenta que el Estado era de tipo parlamentario y no presidencial.
Este Primer Ministro es un tipo calculador, amante del poder como ninguno, e igualmente opresor de las libertades del pueblo. Fue capaz de concebir el terrible plan de retirar el Gobierno y las fuerzas militares y policiales de la capital, para dejar a los ciudadanos solos y aislados, de modo que cuando se sintieran “llevados del verraco”, buscaran al Gobierno para pedir ayuda.
Este Primer Ministro – que ejercía también como ministro de Justicia luego de que el encargado de esta cartera renunciara a su cargo – destituyó al ministro del Interior y asumió también esta cartera, con lo que demostraba sus intenciones de concentrar el mayor poder posible en sus manos.
Y era el que más poder tenía, porque el Presidente era sólo una figura formal que no tenía mayor peso político. Sólo amenazaba al Primer Ministro diciéndole que él tenía muchas influencias en el Parlamento que podrían desestabilizar su gestión como Primer Ministro.
Este Presidente también demostró su tiranía cuando, en reunión con los ministros, propuso construir un muro de ocho metros de altura, bordeando toda la capital, para mantener controlados a los ciudadanos. Cualquier parecido con la propuesta del presidente de Estados Unidos, George W. Bush, para la frontera con México, es pura coincidencia.
Tanto el ministro del Interior, como el Primer Ministro y el Presidente, se chocaban entre sí. Al final, todos querían mandar pero no se sabía cuál era el que realmente mandaba.
A propósito, era éste un régimen parlamentario pero el Parlamento no se vio por ninguna parte. ¿Será un mensaje cifrado de Saramago para describir el caos de la democracia en el mundo de hoy y la poca importancia que tiene el poder legislativo ante la magnificencia de los grandes caudillos del ejecutivo?
Pero como en el pueblo no todo era bueno, en el Estado tampoco todo era malo. Hay tres personajes que, siendo funcionarios estatales, tuvieron la suficiente lucidez para corregir sus rumbos y tomar el camino de la madurez política y humana.
Dos de ellos fueron los ministros de Justicia y de Cultura. Ambos renunciaron a sus cargos al ver la degradación moral del Estado. El de Justicia le dijo al resto de los integrantes del Gobierno que próximamente quizás votaría en blanco. Mientras que el de Cultura fue aún más contundente y confesó que había votado en blanco.
Y, paradójicamente, estos dos atributos, la justicia y la cultura, le hacían bastante falta a este Estado. Justicia para al menos medir las decisiones que tomaba. Y mucha cultura democrática para entender la expresión de su pueblo.
Antes de renunciar, el ministro de Cultura había dicho que el fenómeno del voto en blanco no parecía una nueva manifestación de la ceguera, sino todo lo contrario, una magnífica expresión de lucidez. Les dijo a sus compañeros de Gobierno que cuatro años atrás se habían quedado ciegos por unas semanas, pero que ahora parecían continuar ciegos.
La cartera de Cultura fue asumida por el ministro de Obras Públicas. ¿Por qué será que en muchos Estados democráticos el Ministerio de Cultura se lo van asignando a cualquiera?
El otro personaje que, siendo funcionario estatal, corrigió su rumbo y optó por la ética, fue el alcalde de la capital. Él fue capaz de responderle al ministro del Interior que su Alcaldía no sería cómplice de la represión criminal del Gobierno nacional contra los “blanqueros”. A pesar de ser un político de derecha, el Alcalde comprendió los motivos que originaron la mansa insurrección del pueblo, e incluso apoyó el sentimiento de protesta.
Después, en un acto valiente, el Alcalde telefoneó al ministro del Interior y lo acusó de ser el directo responsable de la bomba que había explotado en la estación del metro. En esa misma conversación, el Alcalde, indignado por el grado de barbarie que había alcanzado el Gobierno nacional, le presentó su renuncia al Ministro.
Y es que la posición terrorista del Estado parecía inmodificable. No cedía en su persecución contra los “blanqueros”. Sólo cedió ante las presiones de los empresarios, que presionaron al Gobierno para que dejara salir de la ciudad a los trabajadores a laborar en las fábricas, ubicadas en las afueras de la capital. Como sucede en casi todos los Estados democráticos modernos, los intereses de los empresarios primaron sobre los del Estado.
Pero el Gobierno también cedió ante las presiones de los medios de comunicación. Un canal de televisión protestó porque se sentía relegado por el Gobierno, que había escogido la radio para emitir un discurso. El canal presionó al Gobierno criticándolo por haber dejado abandonada a la gente que no había votado en blanco en una ciudad mayoritariamente “blanquera”. Al final, el Gobierno cedió ante las presiones del canal de televisión y emitió el discurso por la radio y la televisión.
Medios: cómplices del terror
Esta connivencia entre los medios de comunicación y el poder político, tan perversa para la democracia, es uno de los elementos predominantes en el Ensayo sobre la lucidez.
Estos medios de comunicación que pinta Saramago en su libro representan el “no deber ser” del periodismo en la democracia.
Contrario al ideal del periodismo en la democracia, que es vigilar las actuaciones de los funcionarios del Estado y denunciarlos cuando sea necesario, además de trabajar en función de la sociedad, los medios de este país creado por Saramago se arrodillan ante el poder político, se alinean con su ideología y se encargan de perseguir y acusar a los ciudadanos inocentes.
En el fenómeno del voto en blanco masivo, los periodistas se encargaron de presionar a los electores en busca de la respuesta acerca de si habían votado en blanco y por qué lo habían hecho, en vez de cuestionar al sistema imperante que hacía que la mayoría del pueblo se manifestara en las urnas de esa manera.
Sobre sus publicaciones tan alineadas con el poder político, los medios se excusaron diciendo que el Gobierno los censuraba. Incluso siendo esto real, el hecho de publicar acusaciones temerarias contra gente inocente, además de ser antiético, es un acto criminal.
Por este terrible trabajo “desinformativo”, las ventas de los periódicos bajaron mucho. Entonces lo que éstos hicieron fue recurrir al amarillismo, publicando desnudos incluso, lo que también es una grave falta de profesionalismo.
Estos medios, en el afán de complacer al Gobierno, trataron de atemorizar al pueblo mostrando la imponencia de los operativos militares.
Los periodistas que llegaron a la capital a cubrir el acontecimiento del estado de sitio, llegaron desinformados y a hacer preguntas tontas. Por ejemplo, ¿por qué no había habido enfrentamientos entre el 83% y el 17% del electorado?
Los medios de comunicación también dejaron al descubierto su deseo de registrar violencia y sangre. Los periodistas estaban aterrados porque las manifestaciones de los “blanqueros” eran pacíficas y silenciosas. Entre ellos anhelaban que se tiraran piedras o se entonaran coros revolucionarios. Esto corrobora el argumento que expuso Ryszard Kapuscinski en su reflexión titulada ¿Reflejan los media la realidad del mundo? Dijo Kapuscinski: “La selección de las informaciones se basa en el principio ‘cuanta más sangre haya mejor se vende’ ”.
La pérdida de criterio periodístico fue tal, que algunos periódicos, en tono amenazante, se atrevieron a decir que a la mujer del médico más le valía haberse quedado ciega. Ese día, con la publicación de la fotografía en la que aparecía todo el grupo que acompañó a la mujer del médico durante la ceguera colectiva, y se ampliaba el rostro de esta mujer, se vendieron más periódicos que nunca.
“A veces estar demasiado próximo a los centros de decisión provoca miopía, acorta el alcance de la vista”. Esta frase pronunciada por el inspector de policía, refiriéndose a que su jefe, el comisario, parecía “nublado” para decidir cómo empezar a operar en la capital, tal vez resume la razón por la que la labor de los medios de comunicación se degradó tanto durante las circunstancias del voto en blanco masivo.
Pero como sucedió con el pueblo y con el Estado, en los medios de comunicación también hubo excepciones que se salieron de la “norma” del conjunto. Hubo dos periódicos independientes del poder político, que no calumniaron a la mujer del médico.
El comisario decidió llevar una carta a uno de estos dos periódicos, en la que revelaba las verdaderas intenciones del Gobierno con la investigación que adelantaba en la capital. La gente del periódico al que llevó la carta, si bien dijo sentir mucho miedo por las sanciones que se le podrían venir encima al medio debido al estado de sitio, al final se decidió a publicar las denuncias del comisario.
Pero como era de esperarse, este periódico independiente fue multado por el Gobierno, y al día siguiente de que publicó las denuncias del comisario no salió a la venta.
Sin embargo, a pesar de esta injusta sanción que le impuso el Gobierno a este periódico, es de exaltar su papel independiente, el hecho de, en pleno estado de sitio, arriesgarse a publicar una información que perjudicaba al Gobierno. Son medios como éste los que exaltan el valor de la prensa libre como elemento central en la democracia.
La lucidez de un escritor
Y libros como Ensayo sobre la lucidez también constituyen un gran aporte para la democracia porque, desde la posición crítica de un escritor, ayudan a desvelar este modelo de organización social y política, a mostrarlo como realmente es. Quedan graves falencias de la democracia al desnudo, es cierto, pero también es indudable que un libro como éste representa un grito para que las sociedades salgan de su letargo y traten de corregir esas falencias de la democracia o, si es imposible esto, busquen otras formas de organización sociopolítica, como la anarquía.
En este libro, de manera sensacional, Saramago va mezclando la narración de la trama del libro (que es una posición en sí misma) con sus posiciones explícitas sobre los diferentes temas. Dice el escritor, por ejemplo: “Temblamos al pensar lo que mañana le puede suceder a ese inocente si lo interrogan”. De este modo, Saramago hace un adelanto acerca de las presiones que van a venir sobre las personas que fueron espiadas. Esta mezcla de posiciones personales sobre diferentes asuntos es propia de un verdadero ensayo.
Una de las posiciones críticas del escritor es contra los partidos políticos en general, como instituciones paquidérmicas y guiadas por intereses mezquinos y particulares. Después de las elecciones, los partidos políticos trataron de interpretar, cada uno según sus conveniencias, los resultados.
Saramago también se mofa de algunos mitos teológicos, diciendo que si, por ejemplo, Sodoma y Gomorra fueron quemadas como castigo divino ante el mal comportamiento de sus habitantes, por qué la capital seguía con días soleados y tranquilos, cuando la gran mayoría de sus habitantes se había “comportado mal”, al votar en blanco.
El escritor incluso revela en este texto algunos detalles de su escritura que parecerían muy íntimos. Dice Saramago que llegó a un punto en que no sabía hacia dónde iba el relato. Que en este sentido, la discusión entre el Presidente y el Primer Ministro y la posterior ejecución del lanzamiento de los papeles desde el aire fueron determinantes para darle el rumbo a la narración. Saramago llama a esta incertidumbre del escritor la “tortura de la creación”.
Ensayo sobre la lucidez es un libro en el que se manejan muy bien la intriga de la trama y el ritmo del relato. Sólo hasta después de la mitad del libro aparecen la mujer del médico y el comisario, que finalmente serían los protagonistas de la historia. Esto hace que el lector se mantenga en permanente tensión.
El lenguaje utilizado por el escritor es sencillo, aunque a la vez tiene tintes formales, simbolizando los formalismos propios que se manejan en el mundo de la política. Son ejemplos de ello, expresiones como “performance”, “sí señor”, “excelentísimo señor Presidente”.
El narrador utiliza la primera persona del plural, el “nosotros”, que dicho sea de paso, es el pronombre de la política por excelencia.
En este libro Saramago vuelve a recurrir a su particular estilo de no llamar a los personajes con nombres personales. Tal vez la explicación de por qué Saramago hace esto la dio el redactor jefe del periódico que publicó las denuncias del comisario, cuando le dijo a éste: “Un nombre es nada más que una palabra, no explica quién es la persona”.
Y el otro aspecto que desarrolla fuertemente Saramago en este libro es el simbólico. El hecho de que el escritor, en el último párrafo del libro, ponga a un ciego a que diga que menos mal callaron al perro, porque detesta oír los perros aullando, tiene un gran significado: primero, que el tipo está tan ciego, que no se inmuta por lo que hubiera podido pasar con esos tres disparos que escuchó, sino que sólo le importó que el perro, afortunadamente, dejara de aullar.
Y segundo, porque con esta frase parece encarnar a esos gobernantes indignos que detestan que sus pueblos griten. En este caso, Saramago representa ese último grito del pueblo con el aullido escalofriante de un perro. Y a los gobernantes ciegos, que tanto les molesta que los ciudadanos se quieran hacer escuchar, los representa con este ciego, que detesta oír los perros aullando.
Así, en el Ensayo sobre la lucidez, José Saramago deja al descubierto la realidad de la democracia. En este libro brilla la lucidez del pueblo en el acto de votar libremente, de rebelarse de manera pacífica ante la opresión de sus gobernantes; sobresale también la lucidez de personajes que, teniendo presiones estatales encima, supieron sublevarse y corregir sus rumbos a tiempo; y brilla enormemente la lucidez del escritor en su análisis sobre lo “normal” y lo “anormal” en la democracia.
1 comentario:
Me gustó mucho tu análisis, gracias.
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