martes, 12 de junio de 2007

Un milagro para Daniel


Por:
Juan Carlos Valencia Gil.

Con el pronóstico del neuropediatra, Diana sintió que una lápida de desesperanza aplastaba sus ilusiones. El doctor, a quien ella califica ahora, casi cinco años después, como el “tiranito”, le dijo que Daniel no viviría más de dos años.

Después de terminar el bachillerato, Diana Carvajal se dedicó a estudiar inglés, con la intención de prepararse para entrar a la universidad. Tenía apenas 17 años y su vida era sólo eso: proyectos. Sin embargo, en Niquía Camacol, el barrio de Bello donde siempre ha vivido, los rumores de su embarazo ya estaban en boca de sus amigas.

Invadida por la incertidumbre por saber cómo reaccionaría su madre al enterarse de que su hija menor le venía con tremenda noticia, Diana decidió mostrarle la prueba de embarazo para que saliera de las dudas que le habían generado los comentarios de la calle.

Satisfactoriamente para la joven, sus padres y su novio Juan Diego la apoyaron.

El embarazo de Diana transcurrió mejor que cualquiera: excelente salud y “ni siquiera vomité una sola vez”, cuenta, lo que la hacía pensar que todo estaba perfecto y que el niño nacería sin ningún problema.

Llegó el 11 de diciembre de 2001 y Daniel ya acosaba por conocer el mundo. Diana, en compañía de su familia, acudió al Hospital Marco Fidel Suárez de Bello. Pero allí se negaron a atenderla porque esta institución no tenía contrato con el Seguro Social.

En medio del ajetreo, todos tuvieron que correr para la Clínica Noel, donde Diana dio a luz.

Los médicos no advirtieron ninguna anomalía en el parto ni en el estado del bebé. Sólo hubo un signo que alertó a quienes estaban en la sala de cirugía: con la primera vacuna, el niño vomitó y vomitó.

Pasaban los días y Diana comenzaba a inquietarse porque Daniel no soportaba estar boca abajo y lloraba todo el tiempo. Además, la mujer se empezó a preocupar porque su hijo, con tres meses, no sostenía la cabeza.

La pediatra le decía que no le veía nada raro a Daniel, sólo que le notaba la piel un poco seca.
En la fiesta de la Primera Comunión de una prima de Daniel, el abuelo paterno del niño le manifestó a Diana que estaba asustado porque su nieto, con seis meses, aún no sostenía la cabeza.

Diana, con su propia preocupación y la de casi toda la familia, volvió a llevar al niño a la Clínica Noel donde la pediatra porque, además de la inquietud que tenían por la falta de fuerza de Daniel para sostener la cabeza, los pies del bebé permanecían cruzados, las manos cerradas y el tamaño de la cabeza era muy pequeño para su edad.

La pediatra le ordenó a Diana hacerle un TAC (Tomografía Axial Computarizada) cerebral a Daniel, examen que costaba entre 520.000 y 550.000 pesos, y una radiografía para verificar si el pequeño tenía una luxación de cadera.

Salud Total, la EPS a la cual estaba afiliado Daniel, se negó a costear el TAC puesto que no estaba dentro del POS (Plan Obligatorio de Salud).

Con la acción de tutela que instauró Diana contra la EPS, le hicieron el TAC a Daniel.

La radiografía evidenció buenos resultados: el niño no tenía luxación de cadera. No obstante, con el TAC, la pediatra le dijo a Diana que Daniel debía tener un daño cerebral porque se veía una parte muy oscura en el examen.

“Es muy probable que no vaya a caminar ni llegue a tener buen nivel intelectual”, concluyó la pediatra en aquella consulta.

Mientras tanto, “el papá tragaba entero”, señala Diana y agrega que Juan Diego, junto con su familia, vivían en Ituango y cuando viajaba a Bello no se oponía a nada de lo que hacía ella con su hijo, pero parecía no entender la gravedad del asunto.

Para mayor precisión en el diagnóstico, la pediatra le recomendó a Diana visitar un neuropediatra en el Instituto Neurológico de Antioquia. El neuropediatra vio a Daniel y, en primera instancia, le ordenó a Diana una resonancia magnética para tener mayor certidumbre en la evaluación del niño y unos exámenes costosos que sólo podían practicarse en Estados Unidos y que fueron imposibles para la madre.

Después de analizar los resultados de la resonancia magnética, “el neuropediatra, absolutamente frío e incapacitado, me dijo que Daniel tenía leucodistrofia”, recuerda Diana y comenta que en ese momento él no le supo decir de qué tipo de leucodistrofia se trataba, pues esta enfermedad, que se presenta en una de cada 50.000 personas, se puede manifestar en seis formas diferentes.

El neuropediatra le explicó a la mujer que la enfermedad de Daniel se podría deber a los casos de epilepsia que había en ambas familias: tres en la paterna y uno en la materna. Y le agregó que la expectativa de vida del niño no serían más de dos años, debido a que la enfermedad era degenerativa y el estado de Daniel empeoraría cada vez más.

El doctor cerró su apunte diciéndole a Diana que si había algo por hacerle a Daniel, ese algo era la estimulación.

“Daniel tenía nueve meses y yo lloraba como una loca, pero me aferré a esas últimas palabras que dijo el doctor”, afirma Diana.

La mujer comenzó la estimulación de su hijo llevándolo a las piscinas de la Universidad de Antioquia, pero Daniel no toleraba el agua y lloraba sin parar.

En esas piscinas, Diana recuerda que la gente admiraba la belleza de su niño. “Tan lindo”, le decían, refiriéndose a su cabello dorado y a sus ojos azul celeste. Estos comentarios, de cierta manera, animaban a la madre.

Luego, Diana fue con Daniel a la piscina olímpica de la Unidad Deportiva Atanasio Girardot. Allí, en una de tantas idas, encontró a un grupo de mujeres con niños con lesión cerebral. Ella las observaba con cuidado y añoraba que su pequeño pudiera alcanzar algún día los progresos que veía en aquellos niños.

Gloria Ramírez, una de las mamás que estaba con su niño en la piscina y que además es médica general, se le acercó a Diana y le preguntó por la situación de Daniel y qué estaba haciendo al respecto. Diana le contó todos los momentos por los que había pasado.

Gloria, de 40 años, le explicó que Tomás, su hijo, tenía parálisis cerebral severa y autismo, lo que la había llevado a tocar todas las puertas hasta que supo del programa de Glen Doman, un fisioterapeuta norteamericano que fundó los Institutos para el Desarrollo del Potencial Humano en Filadelfia, Estados Unidos.

Este programa – le dijo –, es integral: con él se trabajan las áreas motriz, sensorial, alimenticia (fisiológica), intelectual y social del niño. Le mostró los progresos de los otros niños que habían nacido con parálisis cerebral, Síndrome de Down y otras lesiones genéticas. Y le advirtió que entre más rápido le trabajara a Daniel, la terapia sería mucho más eficiente.

Diana, con la esperanza de un náufrago perdido, se agarró de la posibilidad que Gloria le ofreció y acordó con ella una cita para hacer una evaluación más completa de Daniel.

“Lo único que quiero es que Daniel, al menos, sostenga la cabeza”, fue lo primero que imploró Diana cuando llegó al apartamento de Gloria Ramírez a la evaluación de su hijo. “El niño parecía una mediecita”, comenta y mira el piso.
Gloria le dijo que la enfermedad del niño era la leucodistrofia metacromática de ácidos grasos de cadena larga*, que su tamaño sí era pequeño para la edad que tenía, pero que veía en él muchas posibilidades de desarrollo. “Yo me quería morir cuando el niño se arrastró un poquito en el tapete, pero me preocupaba que en mi casa no hubiera tapete”, recuerda Diana.

Gloria le indicó que el programa de Glen Doman era extenuante: tendría que cambiarle la dieta al niño (pollo, pescado, maní, almendras, cereales integrales, grasas omegas 3, 6, 9, como el aceite de oliva y no carbohidratos refinados, como la miel y las mermeladas), tirarse al piso todo el día para hacerlo arrastrar y hacerle un ejercicio llamado patrón, que consiste en poner al niño en una mesa boca abajo y, entre cuatro personas, manipularle los brazos y las piernas de manera cruzada como si estuviera nadando.

Además, estimularle los cinco sentidos y trabajarle su intelecto con unas tarjetas gigantes de cartulina con diversas informaciones conocidas como bits.

Con las cortinas de su casa puestas como tapete, Diana empezó a batallar como una guerrera y, como la más enérgica de las niñas, se arrastraba con Daniel. “En el piso, el niño lloraba y vomitaba”, expresa la madre.

A los 13 meses de edad, el neuropediatra ordenó un examen en los oídos para Daniel, pues había que hablarle muy fuerte para que reaccionara. El examen mostró que el niño casi no escuchaba por el oído derecho.

Las alegrías iniciales que producían en Diana los primeros adelantos de Daniel, por insignificantes que parecieran, se veían empañadas con esta noticia. “Me dolía mucho que Daniel no escuchara por un oído”, afirma la mujer.

Con el paso de los días, el vómito de Daniel iba disminuyendo y cuando el pequeño llegó al año y medio de edad empezó a gatear. “La gente no se alegraba con que el niño gateara, veían como algo sin importancia que un niño de año y medio apenas comenzara a gatear”, anota Diana.

Adicional a esto, Daniel gateaba con la cabeza agachada y se golpeaba contra los muebles de la casa, lo que entristecía a Diana y molestaba a Juan Diego. Según ella, en esos días su familia y la familia de él se la pasaron peleando, porque los de Ituango no entendían por qué Daniel tenía que mantenerse en el piso y debía comer de una manera diferente. Juan Diego que, según Diana, asegura que Daniel siempre estuvo bien, incluso llegó a decir que si el niño se iba a morir, lo hiciera comiendo lo que le gustaba.

Un día, Gloria Ramírez le prestó a Diana la película Un milagro para Lorenzo. “Me la prestó para que yo viera la realidad de la enfermedad de Daniel. A partir de ahí, yo me podría echar a la pena o pararme a seguir luchando”, cuenta Diana.

Pero ella, aunque a veces se deprimía de tal forma que sólo esperaba que Daniel se durmiera para ponerse a llorar, se devoró libros completos de Glen Doman e intensificó los esfuerzos en la terapia con su hijo. “Yo soñaba saliendo a comer helado con Daniel”, confiesa.

Diana le trabajó mucho a su hijo la parte fisiológica, sacándolo a la rampa de su casa y gateando con él allí. No tanto el área intelectual, que implicaba unos costos que ella no podía cubrir.

Aunque Diana considera que no se moría por la rumba, la entrega a su hijo le significó sacrificar gran parte de su vida social. Sin embargo, los buenos resultados se fueron notando.

A los 2 años Daniel dio los primeros pasos y a los 3, mejoró bastante el equilibrio para caminar. Comenzó a balbucear a los 2 años y a pronunciar frases y oraciones a los 2 años y 9 meses.

A veces, antes de que Diana lo lleve a la guardería Destellos de Luz, Daniel le dice: “Mami, este oído lo tengo malo”. Aunque la madre teme que en cualquier momento la salud del niño empiece a decaer, el único rezago que queda de la leucodistrofia metacromática de ácidos grasos de cadena larga es una deficiencia en el oído derecho que le afecta un poco el equilibrio.

La mujer de 22 años, madura como una abuela y con el cansancio que reflejan sus ojos, acepta que en Destellos de Luz Daniel juega, ríe, llora y es grosero como cualquier otro niño. Ahora, con 5 años, si bien sigue llevando parte de la dieta, cuando su madre lo recoge en las tardes puede ir con ella a cumplirle el sueño de comerse un helado juntos.

*Según Cecilia Marín, neuróloga de la U. de A., la leucodistrofia metacromática de ácidos grasos de cadena larga es un trastorno en el metabolismo de ácidos grasos que se manifiesta, principalmente, en personas mayores de 4 años. Es decir, puede ser una deficiencia o un daño total en la absorción, transformación, utilización y excreción de grasas que se necesitan en el organismo para su buen funcionamiento.

Así las cosas, el Sistema Nervioso Central está recubierto de mielina y ésta tiene un gran componente graso, la pared celular está conformada por fosfatos y grasas (fosfolípidos), las hormonas y enzimas tienen ácidos grasos y las vitaminas son, en gran parte, ácidos grasos, lo que hace que la persona con leucodistrofia metacromática de ácidos grasos de cadena larga pueda manifestar numerosos signos y síntomas: dejar de hablar, dejar de moverse, convulsionar, respirar mal y sufrir trastornos en la parte inmunológica, lo que la va disminuyendo hasta morir, agrega la doctora.

En el caso de Daniel, no se movía, no enfocaba, no sostenía la cabeza, se asustaba por todo, no localizaba sonidos, sufría muchas gripas y mantenía un llanto débil permanente.

La médica Gloria Ramírez le diagnosticó a Diana que, con 11 meses, Daniel tenía una edad de desarrollo neurológico de 2 meses.

1 comentario:

Anónimo dijo...

la leucodistrofia metacromatica es un tipo de leucodistrofia que nada tiene que ver con la Adrenoleucodistrofia(acidos grasos de cadena muy larga elevados)Creo que el diagnostico de Daniel en todo caso no ha sido el correcto porque desgraciadamente no conozco ningun caso de leucodistrofia que haya mejorado con ningun tratamiento sino todo lo contrario, cada vez van a peor