Por: Juan Carlos Valencia Gil.
Carlos Humberto Piedraíta se levantó a las tres de la mañana, salió de su casa, en San Cristóbal, a las tres y media y cogió el colectivo de las tres y cuarentaicinco para llegar al edificio Conquistador del Parque (Calle 36 # 66-06). Arcángel de Jesús Monsalve se subió en su bicicleta a las cuatro y media de la mañana para partir desde Itagüí y pedalear por la Autopista hasta llegar al edificio Posada de la Sierra (Calle 35 A # 65 D 62). Y John Jairo Correa salió de su casa, en Manrique, a las doce y media del día en su moto AKT, rumbo al edificio El Parral (Carrera 66 # 35-51). Los tres, con un mismo destino: el barrio Conquistadores de Medellín.
Carlos Humberto llegó a su lugar de trabajo a las cinco de la mañana y le recibió el turno a su compañero Serafín Ortega, que había laborado en la noche. Serafín le informó cómo quedó la situación de la correspondencia y los pedidos de leche, fruta, Coca cola y huevos.
Arcángel terminó la contrarreloj desde Itagüí hasta la portería del edificio donde trabaja y guardó la bicicleta en uno de los parqueaderos, justo al lado de su otra bicicleta, destartalada porque un bus se la dañó, por lo que, desde entonces, le toca hacer el recorrido con más precaución.
Después de revisar las dos puertas para carros y la peatonal, Carlos Humberto aseó la recepción del edificio y sacó la basura al carro, antes de que fueran las siete de la mañana, cuando comienza la congestión por la entrada y salida de gente del Conquistador del Parque.
En su recorrido hasta la esquina, una señora que caminaba por los parques de Conquistadores le pidió el favor de que le avisara cuando fueran las siete y quince. Él, de 52 años, moreno, canoso y con un ojo bizco, le respondió con amabilidad que con mucho gusto.
Al volver al edificio, repartió los pedidos de cada apartamento puerta a puerta.
Arcángel salió de su cubículo de vidrios polarizados, le entregó un televisor viejo a un reciclador que conocen en el sector como “El Indiecito” y compró el periódico para una de las señoras del octavo piso.
Luego, este hincha del Deportivo Independiente Medellín, que hasta hace 8 años, cuando empezó a trabajar en el Posada de la Sierra, había sido oficial de construcción, barrió la acera del edificio y regó las flores del antejardín.
“Viejo, ¿pa’ dónde viene eso?”, le preguntó Carlos Humberto a un vendedor de aguacates que se arrimó a la portería a las diez de la mañana. “Venga don Carlos, dígame haber cuál está bueno como para el almuerzo”, dijo uno de los vivientes en el edificio, mientras los dos husmearon a ver cuál era la calidad de la fruta que ofrecía el vendedor.
Se acercaba el mediodía y Arcángel no tenía tiempo ni para sentarse a comer lo que había llevado en la coca o lo que la gente del edificio le había dado: atendió el domicilio de los pollos, abrió la puerta del parqueadero superior para el carro que entraba, antes de contestar el citófono, tapó el aparato con las manos para poder ver la lucecita roja del número del apartamento que lo llamaba, le dijo a doña Carolina Acosta que ya le colaboraba con el carrito para el mercado, contestó el teléfono, le indicó a Azucena, la señora del aseo, dónde había quedado el límpido, envió el pedido de cada apartamento por el ascensor y le prestó el citófono a un niño que necesitaba llamar a la mamá para que le bajara el mp4. Todo, en no más de cinco minutos, con un trapo sostenido en la mano como para matar moscos y con una alegría y unas ganas desconcertantes.
“La clave de esto es estar activos en la actividad. Éste es un oficio en el que a uno no le pueden dar rabias. Yo soy consciente de que ellos (los residentes) son los que nos pagan. Además, siempre hay que hacer algo, porque si uno se sienta, se duerme y hasta ahí le llegó la coloquita. Hay que sacar el ratico para comer y para ir al baño”, expresó Arcángel con regular dicción y aprovechó su estado físico de ciclista para seguir con el trajín.
Carlos Humberto, que lleva cinco años y medio en el Conquistador del Parque, recibió el manual de funciones cuando comenzó a trabajar allí, pero ya “ni me acuerdo dónde estará ese manual, eso lo usan es más que todo los nuevos”, dijo, mientras anotaba en el cuaderno de cuentas las consignaciones de la Administración y los pagos de los pedidos que la gente hizo en la semana.
Una mujer con un bebé de brazos iba de salida y cogió la cuenta de los servicios públicos de su apartamento que estaba en la mesa de la portería. “Don Carlos, esto sí va cada vez más para arriba, ¿no?” “¡Cómo doña Gloria, esto está muy verraco!”, contestó él entre risas.
A las doce del día, la portería del Conquistador del Parque presentaba calma. Un espacio muy iluminado, con memorandos de la Administración y periódicos arrumados en una mesa, una silla Rímax verde, un bombillo rojo pequeño que se enciende cuando alguna de las puertas está abierta y un radio y un televisor apagados. El hombre de camisa blanca manga corta y pantalón y corbata azules oscuros limpiaba los vidrios, organizaba los documentos y vigilaba a un niño del edificio que montaba en bicicleta.
A Carlos Humberto no le gustan los vidrios polarizados y “gracias a Dios aquí no hay, porque uno queda como ahogado”, dijo y agregó que “no prendo el radio ni el televisor porque no hay tiempo”.
Él aseguró que el turno de la tarde es el mejor “porque es más descansado. Toca más que todo pelear con las hojitas de los árboles que se caen y se caen y uno no termina nunca de barrerlas, y darles vuelta a los parqueaderos”. De todos modos, los porteros cambian de turno semanal o quincenalmente.
“Qué hubo mona, éntrese y se toma un vasito de agua”, le dijo Arcángel a la mujer que llevó la correspondencia al Posada de la Sierra. Su oscuro cubículo ardía de calor a esa hora, aunque “son mejores estos vidrios polarizados, por seguridad”, afirmó.
Allí hay un pequeño ventilador que poco sirve, pues el aire que despedía se percibía aún más caliente que el ambiente, un radio sintonizado en el programa deportivo Wbéimar Lo Dice, un citófono para los apartamentos que sonó cada tres minutos y otro para el ascensor, un teléfono, dos dispositivos para activar las alarmas y uno para abrir y cerrar las puertas, dos imágenes del Señor de los Milagros de Buga y una de María Auxiliadora, un fogón y una pequeña poceta al lado, tres Coca colas de dos litros en el piso y una repisa saturada de papeles.
A la una y media de la tarde, John Jairo Correa removía tierra con una pala en el antejardín del edificio El Parral. Hacía una hora había llegado a recibirle el turno a su hermano Fredy.
John Jairo, un tipo de 33 años, elocuente al hablar, de ojos verdes y cabello engominado, lleva 15 años trabajando en las porterías de los edificios residenciales, 7 de ellos en El Parral y está terminando el bachillerato. Dijo que hacía jardinería, aunque no estuviera dentro de sus funciones, por no quedarse oyendo radio a esa hora, puesto que le gustan son los noticieros y los programas cristianos nocturnos.
Más tarde, le subió un mercado a una mujer del cuarto piso, lavó las canecas de la basura y barrió el patio del edificio. A él, igual que a Carlos Humberto y Arcángel, les exigieron para trabajar la libreta militar, el certificado del DAS, la hoja de vida y experiencia laboral.
Joaquín Gómez llegó al Conquistador del Parque para recibirle el turno a Carlos Humberto. Es un rubio de 34 años, tuzo, gordo y le faltan varios dientes. “Mirame la aguapanela que está en el fogón”, le dijo Carlos Humberto.
En el Conquistador del Parque, cada portero le deja lista la bebida al compañero que llega. Ésta, basada en la aguapanela, varía de acuerdo con el horario: aguapanela sola en la mañana, con limón en la tarde y tinto en la noche.
“Ahí viene Juaco con el mecato”, expresó jocosamente Carlos Humberto, al ver que Joaquín volvía con el pocillo en la mano y probando la bebida con cuidado para no quemarse.
Carlos Humberto, que trabajó como auxiliar de contabilidad en Coomeva e hizo un curso de escolta de un mes antes de dedicarse al oficio de portero, salió para su casa. Durante su estancia allí, colabora cocinando, despachando a sus dos hijas para el colegio y “arreglando” la casa mientras su esposa trabaja.
Enrique Noguera reemplazó a Arcángel en el Posada de la Sierra. Ya a las dos de la tarde, la situación en la portería de este edificio parecía mucho más tranquila. Enrique oía “Entre comillas”, de Darío Gómez a un volumen bajo y le abría la puerta a una que otra persona que entraba o salía.
Arcángel, ese moreno alto, grueso, de 53 años, que usa unas gafas grandes de marco dorado para leer y ayuda en trasteos de gente del edificio y hasta consiguiendo compradores para los apartamentos, se montó en su caballito de acero y se fue para Itagüí, donde vería el clásico entre Nacional y el DIM y haría fuerza por su rojo del alma.
Por su parte, John Jairo desempeñaba el rol de recreacionista en el patio de El Parral. Eran las cinco y media de la tarde y el portero jugaba fútbol con cinco niños allí.
Pero un hombre que buscaba entrar en su carro se enojó al ver que él no le abrió la puerta de inmediato. “Qué hubo hombre, dónde andabas”, le preguntó el exasperado señor. “Qué pena doctor, estaba haciendo una diligencia urgente”, contestó el portero.
No obstante las dificultades que se les presentan, John Jairo, Carlos Humberto y Arcángel coincidieron en manifestar el gusto por su trabajo y en afirmar que reciben un muy buen trato por parte de las administradoras de los edificios. John Jairo incluso dijo que le encanta este oficio porque “me hacen sentir persona. La gente del edificio no lo atropella a uno por el hecho de que tiene más plata”.
También explicó que los mismos ocupantes del edificio a veces no entienden que a ellos los contratan con el rótulo de “oficios varios” y no sólo como porteros. “Abrir y cerrar puertas es lo de menos. Por los 486.000 pesos que pagan, a uno le toca hacer de todo y estar de aquí para allá todo el tiempo”.
John Jairo estuvo hasta las nueve de la noche en El Parral. Fuera de este oficio, él hace trabajos de electricidad y plomería de manera independiente.
A esa misma hora, Serafín reemplazó a Joaquín en el Conquistador del Parque. A las doce, el de nombre angelical activó las alarmas, dejó sola la portería y comenzó a hacer el aseo de todos los pasadizos del edificio.
Entretanto, Jaime Villa, que recibió la jornada nocturna en el Posada de la Sierra, lavó los carros de dos de los ocupantes del gigante de concreto. Y todo, mientras la gente descansaba en sus apartamentos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario