Ensayo sobre Mesa de judíos, de José Guillermo Ánjel Rendó.
Después de leer Mesa de judíos, de Memo Ánjel, queda en evidencia que el judaísmo ha perdurado en el tiempo hasta llegar a ser la cultura viva más antigua del mundo, con base en la cohesión, la unidad en medio de la diversidad, el arraigo, el amor y el conocimiento de la gente de sus propias tradiciones.
En suma, el judaísmo ha llegado a ser lo que es, a partir del conocimiento que tienen los judíos de sí mismos y la identidad definida y cada vez más fortalecida, por encima de todo.
Y Mesa de judíos, a partir de personajes, situaciones y objetos expone cómo los herederos de esta cultura la mantienen viva teniendo como fundamento el sentido de pertenencia y la unión. Es más: el mismo libro es un medio del autor para mostrar su cultura. Con cada detalle, el escritor exhibe el orgullo que le genera el hecho de pertenecer a ella, y cómo cada judío tiene este sentimiento suficientemente interiorizado.
En Mesa de judíos, cada personaje se encarga de representar al menos un rasgo que determina a este pueblo y que se ha conservado a lo largo de la historia:
El padre es un soñador, contador de historias, delirante, obsesivo y amigo de sus hijos. La madre encarna la moral recia del pueblo judío y la facilidad para sociabilizar con el forastero. Victoria, entretanto, como la definió el tío Jaim, es la “civilización y la cultura judías”: lectora empedernida, fantasiosa, alucinante, parlante, creadora de mundos mediante la palabra, mística, alegre, persuasiva y ante todo, una muy buena oyente de los demás.
El autor, también fantasioso y atento a lo que decía Victoria. El tío Jaim, alucinante, charlatán, colaborador y poseedor de magia en la palabra. El señor Sudit basa su poder e inspira respeto por el dominio de muchas lenguas. Descrito como buen ser humano, solidario y conversador.
Reuvén Toledo, un “hipopótamo-paloma”, como lo caracteriza el autor; desconcertante (vulgar e instruido), soñador y delirante también. Miguel Saportas, presumido y con mucho poder en el verbo (persuasivo y argumentativo). Rivka, noble, colaboradora y delirante. La viuda, loca pero buena persona en el fondo.
La abuela materna, toda una emperatriz, imponente pero cariñosa; ortodoxa en la moral y recia en sus principios. La tía Lía, alegre y noble como ninguno. Y el doctor Shmulson, siempre solidario y contagiado de la locura de sus pacientes.
Pero todos ellos comparten un denominador común: el dominio y la aptitud con la palabra. Y es que en el argumento del libro como en la cultura judía misma, la palabra y sobre todo el hablar están entre los fundamentos más importantes, porque con su ejercicio se le da vida al mundo.
Además, porque mediante la palabra es que los judíos, generación tras generación, se transmiten el conocimiento de sí mismos y su propia identidad, con el fin de conservarla y fortalecerla.
En Mesa de judíos también se encuentran algunos objetos y situaciones que simbolizan la unidad y la identidad de este pueblo.
La mesa, de la cual el autor toma el título del texto, es uno de los principales objetos en la cultura judía, puesto que además de congregar a las personas en las horas de las comidas, es utilizada para discutir casi todos los temas de la casa.
Otro objeto de esencial significado es la máquina para hacer pan que inventa el padre de la familia. A modo de proyecto liderado por el hombre de la casa, la máquina aglutina a toda la familia, a propios y extraños en torno a un sueño.
El sueño del viaje a Jerusalén, por su parte, es una situación que, tanto en la realidad como en el texto, comparten todos los judíos y los unifica como pueblo. Es la necesidad de ir a conocer la cuna de su cultura y de ellos mismos.
Por último, en el caso de las situaciones, están los momentos absurdos que siempre han sido comunes en el judaísmo y que en el texto se exponen de manera clara pero implícita, sobre todo en las locuras de la familia de la viuda y en los temas de algunas conversaciones.
Esta seguridad y coherencia con el uso de la palabra y la transmisión de las tradiciones y la identidad, respectivamente, hacen que el judaísmo parezca una cultura con cierto complejo de superioridad. Al menos así se entrevé en el texto, en el sentido de que a los judíos no se les muestra relacionándose con otras culturas.
No obstante, la historia y la antropología han enseñado que toda cultura quiere ser superior a las demás y es excluyente con todo lo que sea diferente.
De todos modos, es de admirar cómo, por ejemplo, las seis corrientes ideológicas en las que se ramifica el judaísmo, a pesar de tener algunas diferencias en cuanto a conceptos doctrinarios, comparten firmemente los mismos fundamentos culturales y la unicidad como pueblo.
Con base en libros sagrados como la Torá, el Talmud, el Shulján Aruj y la Kabaláh; símbolos como el Kipá-Yarmulke y el Talit, y festividades como el Rosh Hashaná, el Yom Kipur, el Kol Nidré y el Shabat, los judíos han construido un imaginario simbólico que ha perneado a todo su pueblo, al punto de que se mantiene una uniformidad y una integración alrededor de las tradiciones.
Y todo este imaginario tiene una característica esencial: si bien está tejido, como en toda cultura, a partir de una cosmogonía, pareciera estar destinado más al goce en la vida mundana que en la ultramundana.
Es decir, partiendo de ideas trascendentales, el imaginario simbólico judío ha devenido en una instrucción práctica que constituye la identidad con que, a diario, viven los judíos.
Aunque siempre se ha dicho que las comparaciones son odiosas (no debería ser así cuando se trata de buscar el bien del ser humano), ésta es una gran diferencia entre el judaísmo y el cristianismo: mientras el primero ve el presente como el mejor momento para vivir bien, evitando el dolor, el segundo entiende el hoy como una oportunidad para sufrir y, después de ahí, esperar un mañana mejor y un mundo nuevo lleno de gloria.
Y dentro de ese sufrimiento está la soledad (estando siempre en compañía del Señor Jesucristo), mientras que en el judaísmo el otro es de suma relevancia. Esto se nota, por ejemplo, en la mesa (donde siempre debe haber dos o más personas) y en la sinagoga (donde, para orar, se necesitan mínimo diez personas).
“Siempre habrá comida y cama, lo que no hay son amigos para conversar”, era la frase de batalla del abuelo materno del autor de Mesa de judíos, la cual pone en evidencia la importancia del colectivo en el judaísmo.
El pueblo judío entonces, desde sus orígenes remotos, pasando por la expulsión de España en el siglo XV y las guerras en que se vio envuelto en Europa en el siglo XX, hasta el presente, donde mucha de su gente está inmersa en un conflicto con Palestina, y contando con un número de seres humanos mucho menor que el de otras culturas, se ha sabido mantener como la cultura viva más antigua del mundo.
Y no de cualquier forma: con fuerza. Con base en el colectivo, en la unidad de la diversidad, en la fidelidad a sus fundamentos y en la definición de su identidad, el pueblo judío se adueñó del tiempo y no parece titubear.
Y Mesa de judíos es la muestra de que a pesar de muchos problemas, el pueblo judío se mantiene, teniendo en cuenta que en esta cultura, contrario a otras, la tradición no divide sino que cohesiona.
Después de leer Mesa de judíos, de Memo Ánjel, queda en evidencia que el judaísmo ha perdurado en el tiempo hasta llegar a ser la cultura viva más antigua del mundo, con base en la cohesión, la unidad en medio de la diversidad, el arraigo, el amor y el conocimiento de la gente de sus propias tradiciones.
En suma, el judaísmo ha llegado a ser lo que es, a partir del conocimiento que tienen los judíos de sí mismos y la identidad definida y cada vez más fortalecida, por encima de todo.
Y Mesa de judíos, a partir de personajes, situaciones y objetos expone cómo los herederos de esta cultura la mantienen viva teniendo como fundamento el sentido de pertenencia y la unión. Es más: el mismo libro es un medio del autor para mostrar su cultura. Con cada detalle, el escritor exhibe el orgullo que le genera el hecho de pertenecer a ella, y cómo cada judío tiene este sentimiento suficientemente interiorizado.
En Mesa de judíos, cada personaje se encarga de representar al menos un rasgo que determina a este pueblo y que se ha conservado a lo largo de la historia:
El padre es un soñador, contador de historias, delirante, obsesivo y amigo de sus hijos. La madre encarna la moral recia del pueblo judío y la facilidad para sociabilizar con el forastero. Victoria, entretanto, como la definió el tío Jaim, es la “civilización y la cultura judías”: lectora empedernida, fantasiosa, alucinante, parlante, creadora de mundos mediante la palabra, mística, alegre, persuasiva y ante todo, una muy buena oyente de los demás.
El autor, también fantasioso y atento a lo que decía Victoria. El tío Jaim, alucinante, charlatán, colaborador y poseedor de magia en la palabra. El señor Sudit basa su poder e inspira respeto por el dominio de muchas lenguas. Descrito como buen ser humano, solidario y conversador.
Reuvén Toledo, un “hipopótamo-paloma”, como lo caracteriza el autor; desconcertante (vulgar e instruido), soñador y delirante también. Miguel Saportas, presumido y con mucho poder en el verbo (persuasivo y argumentativo). Rivka, noble, colaboradora y delirante. La viuda, loca pero buena persona en el fondo.
La abuela materna, toda una emperatriz, imponente pero cariñosa; ortodoxa en la moral y recia en sus principios. La tía Lía, alegre y noble como ninguno. Y el doctor Shmulson, siempre solidario y contagiado de la locura de sus pacientes.
Pero todos ellos comparten un denominador común: el dominio y la aptitud con la palabra. Y es que en el argumento del libro como en la cultura judía misma, la palabra y sobre todo el hablar están entre los fundamentos más importantes, porque con su ejercicio se le da vida al mundo.
Además, porque mediante la palabra es que los judíos, generación tras generación, se transmiten el conocimiento de sí mismos y su propia identidad, con el fin de conservarla y fortalecerla.
En Mesa de judíos también se encuentran algunos objetos y situaciones que simbolizan la unidad y la identidad de este pueblo.
La mesa, de la cual el autor toma el título del texto, es uno de los principales objetos en la cultura judía, puesto que además de congregar a las personas en las horas de las comidas, es utilizada para discutir casi todos los temas de la casa.
Otro objeto de esencial significado es la máquina para hacer pan que inventa el padre de la familia. A modo de proyecto liderado por el hombre de la casa, la máquina aglutina a toda la familia, a propios y extraños en torno a un sueño.
El sueño del viaje a Jerusalén, por su parte, es una situación que, tanto en la realidad como en el texto, comparten todos los judíos y los unifica como pueblo. Es la necesidad de ir a conocer la cuna de su cultura y de ellos mismos.
Por último, en el caso de las situaciones, están los momentos absurdos que siempre han sido comunes en el judaísmo y que en el texto se exponen de manera clara pero implícita, sobre todo en las locuras de la familia de la viuda y en los temas de algunas conversaciones.
Esta seguridad y coherencia con el uso de la palabra y la transmisión de las tradiciones y la identidad, respectivamente, hacen que el judaísmo parezca una cultura con cierto complejo de superioridad. Al menos así se entrevé en el texto, en el sentido de que a los judíos no se les muestra relacionándose con otras culturas.
No obstante, la historia y la antropología han enseñado que toda cultura quiere ser superior a las demás y es excluyente con todo lo que sea diferente.
De todos modos, es de admirar cómo, por ejemplo, las seis corrientes ideológicas en las que se ramifica el judaísmo, a pesar de tener algunas diferencias en cuanto a conceptos doctrinarios, comparten firmemente los mismos fundamentos culturales y la unicidad como pueblo.
Con base en libros sagrados como la Torá, el Talmud, el Shulján Aruj y la Kabaláh; símbolos como el Kipá-Yarmulke y el Talit, y festividades como el Rosh Hashaná, el Yom Kipur, el Kol Nidré y el Shabat, los judíos han construido un imaginario simbólico que ha perneado a todo su pueblo, al punto de que se mantiene una uniformidad y una integración alrededor de las tradiciones.
Y todo este imaginario tiene una característica esencial: si bien está tejido, como en toda cultura, a partir de una cosmogonía, pareciera estar destinado más al goce en la vida mundana que en la ultramundana.
Es decir, partiendo de ideas trascendentales, el imaginario simbólico judío ha devenido en una instrucción práctica que constituye la identidad con que, a diario, viven los judíos.
Aunque siempre se ha dicho que las comparaciones son odiosas (no debería ser así cuando se trata de buscar el bien del ser humano), ésta es una gran diferencia entre el judaísmo y el cristianismo: mientras el primero ve el presente como el mejor momento para vivir bien, evitando el dolor, el segundo entiende el hoy como una oportunidad para sufrir y, después de ahí, esperar un mañana mejor y un mundo nuevo lleno de gloria.
Y dentro de ese sufrimiento está la soledad (estando siempre en compañía del Señor Jesucristo), mientras que en el judaísmo el otro es de suma relevancia. Esto se nota, por ejemplo, en la mesa (donde siempre debe haber dos o más personas) y en la sinagoga (donde, para orar, se necesitan mínimo diez personas).
“Siempre habrá comida y cama, lo que no hay son amigos para conversar”, era la frase de batalla del abuelo materno del autor de Mesa de judíos, la cual pone en evidencia la importancia del colectivo en el judaísmo.
El pueblo judío entonces, desde sus orígenes remotos, pasando por la expulsión de España en el siglo XV y las guerras en que se vio envuelto en Europa en el siglo XX, hasta el presente, donde mucha de su gente está inmersa en un conflicto con Palestina, y contando con un número de seres humanos mucho menor que el de otras culturas, se ha sabido mantener como la cultura viva más antigua del mundo.
Y no de cualquier forma: con fuerza. Con base en el colectivo, en la unidad de la diversidad, en la fidelidad a sus fundamentos y en la definición de su identidad, el pueblo judío se adueñó del tiempo y no parece titubear.
Y Mesa de judíos es la muestra de que a pesar de muchos problemas, el pueblo judío se mantiene, teniendo en cuenta que en esta cultura, contrario a otras, la tradición no divide sino que cohesiona.