martes, 12 de junio de 2007

Judaísmo: identidad que perpetúa

Ensayo sobre Mesa de judíos, de José Guillermo Ánjel Rendó.


Después de leer Mesa de judíos, de Memo Ánjel, queda en evidencia que el judaísmo ha perdurado en el tiempo hasta llegar a ser la cultura viva más antigua del mundo, con base en la cohesión, la unidad en medio de la diversidad, el arraigo, el amor y el conocimiento de la gente de sus propias tradiciones.

En suma, el judaísmo ha llegado a ser lo que es, a partir del conocimiento que tienen los judíos de sí mismos y la identidad definida y cada vez más fortalecida, por encima de todo.

Y Mesa de judíos, a partir de personajes, situaciones y objetos expone cómo los herederos de esta cultura la mantienen viva teniendo como fundamento el sentido de pertenencia y la unión. Es más: el mismo libro es un medio del autor para mostrar su cultura. Con cada detalle, el escritor exhibe el orgullo que le genera el hecho de pertenecer a ella, y cómo cada judío tiene este sentimiento suficientemente interiorizado.

En Mesa de judíos, cada personaje se encarga de representar al menos un rasgo que determina a este pueblo y que se ha conservado a lo largo de la historia:

El padre es un soñador, contador de historias, delirante, obsesivo y amigo de sus hijos. La madre encarna la moral recia del pueblo judío y la facilidad para sociabilizar con el forastero. Victoria, entretanto, como la definió el tío Jaim, es la “civilización y la cultura judías”: lectora empedernida, fantasiosa, alucinante, parlante, creadora de mundos mediante la palabra, mística, alegre, persuasiva y ante todo, una muy buena oyente de los demás.

El autor, también fantasioso y atento a lo que decía Victoria. El tío Jaim, alucinante, charlatán, colaborador y poseedor de magia en la palabra. El señor Sudit basa su poder e inspira respeto por el dominio de muchas lenguas. Descrito como buen ser humano, solidario y conversador.

Reuvén Toledo, un “hipopótamo-paloma”, como lo caracteriza el autor; desconcertante (vulgar e instruido), soñador y delirante también. Miguel Saportas, presumido y con mucho poder en el verbo (persuasivo y argumentativo). Rivka, noble, colaboradora y delirante. La viuda, loca pero buena persona en el fondo.

La abuela materna, toda una emperatriz, imponente pero cariñosa; ortodoxa en la moral y recia en sus principios. La tía Lía, alegre y noble como ninguno. Y el doctor Shmulson, siempre solidario y contagiado de la locura de sus pacientes.

Pero todos ellos comparten un denominador común: el dominio y la aptitud con la palabra. Y es que en el argumento del libro como en la cultura judía misma, la palabra y sobre todo el hablar están entre los fundamentos más importantes, porque con su ejercicio se le da vida al mundo.

Además, porque mediante la palabra es que los judíos, generación tras generación, se transmiten el conocimiento de sí mismos y su propia identidad, con el fin de conservarla y fortalecerla.

En Mesa de judíos también se encuentran algunos objetos y situaciones que simbolizan la unidad y la identidad de este pueblo.

La mesa, de la cual el autor toma el título del texto, es uno de los principales objetos en la cultura judía, puesto que además de congregar a las personas en las horas de las comidas, es utilizada para discutir casi todos los temas de la casa.

Otro objeto de esencial significado es la máquina para hacer pan que inventa el padre de la familia. A modo de proyecto liderado por el hombre de la casa, la máquina aglutina a toda la familia, a propios y extraños en torno a un sueño.

El sueño del viaje a Jerusalén, por su parte, es una situación que, tanto en la realidad como en el texto, comparten todos los judíos y los unifica como pueblo. Es la necesidad de ir a conocer la cuna de su cultura y de ellos mismos.

Por último, en el caso de las situaciones, están los momentos absurdos que siempre han sido comunes en el judaísmo y que en el texto se exponen de manera clara pero implícita, sobre todo en las locuras de la familia de la viuda y en los temas de algunas conversaciones.

Esta seguridad y coherencia con el uso de la palabra y la transmisión de las tradiciones y la identidad, respectivamente, hacen que el judaísmo parezca una cultura con cierto complejo de superioridad. Al menos así se entrevé en el texto, en el sentido de que a los judíos no se les muestra relacionándose con otras culturas.

No obstante, la historia y la antropología han enseñado que toda cultura quiere ser superior a las demás y es excluyente con todo lo que sea diferente.

De todos modos, es de admirar cómo, por ejemplo, las seis corrientes ideológicas en las que se ramifica el judaísmo, a pesar de tener algunas diferencias en cuanto a conceptos doctrinarios, comparten firmemente los mismos fundamentos culturales y la unicidad como pueblo.

Con base en libros sagrados como la Torá, el Talmud, el Shulján Aruj y la Kabaláh; símbolos como el Kipá-Yarmulke y el Talit, y festividades como el Rosh Hashaná, el Yom Kipur, el Kol Nidré y el Shabat, los judíos han construido un imaginario simbólico que ha perneado a todo su pueblo, al punto de que se mantiene una uniformidad y una integración alrededor de las tradiciones.

Y todo este imaginario tiene una característica esencial: si bien está tejido, como en toda cultura, a partir de una cosmogonía, pareciera estar destinado más al goce en la vida mundana que en la ultramundana.

Es decir, partiendo de ideas trascendentales, el imaginario simbólico judío ha devenido en una instrucción práctica que constituye la identidad con que, a diario, viven los judíos.

Aunque siempre se ha dicho que las comparaciones son odiosas (no debería ser así cuando se trata de buscar el bien del ser humano), ésta es una gran diferencia entre el judaísmo y el cristianismo: mientras el primero ve el presente como el mejor momento para vivir bien, evitando el dolor, el segundo entiende el hoy como una oportunidad para sufrir y, después de ahí, esperar un mañana mejor y un mundo nuevo lleno de gloria.

Y dentro de ese sufrimiento está la soledad (estando siempre en compañía del Señor Jesucristo), mientras que en el judaísmo el otro es de suma relevancia. Esto se nota, por ejemplo, en la mesa (donde siempre debe haber dos o más personas) y en la sinagoga (donde, para orar, se necesitan mínimo diez personas).

“Siempre habrá comida y cama, lo que no hay son amigos para conversar”, era la frase de batalla del abuelo materno del autor de Mesa de judíos, la cual pone en evidencia la importancia del colectivo en el judaísmo.

El pueblo judío entonces, desde sus orígenes remotos, pasando por la expulsión de España en el siglo XV y las guerras en que se vio envuelto en Europa en el siglo XX, hasta el presente, donde mucha de su gente está inmersa en un conflicto con Palestina, y contando con un número de seres humanos mucho menor que el de otras culturas, se ha sabido mantener como la cultura viva más antigua del mundo.

Y no de cualquier forma: con fuerza. Con base en el colectivo, en la unidad de la diversidad, en la fidelidad a sus fundamentos y en la definición de su identidad, el pueblo judío se adueñó del tiempo y no parece titubear.

Y Mesa de judíos es la muestra de que a pesar de muchos problemas, el pueblo judío se mantiene, teniendo en cuenta que en esta cultura, contrario a otras, la tradición no divide sino que cohesiona.

La cultura de la distancia

Ensayo sobre El tren de los dormidos, de José Guillermo Ánjel Rendó.


A través de sus 43 historias de Berlín, El tren de los dormidos, de José Guillermo Ánjel, entrega nueve símbolos clave, con los que, perfectamente, se podría configurar una cultura: la cultura de la distancia.

La cultura de la distancia tiene como primer símbolo o elemento esencial la soledad.

La soledad que lleva a un tipo a que alucine con que una mujer lo visita cada tanto a su apartamento, con la misma rutina de ir hasta la ventana de su cuarto a mirar el patio y se va (primera historia); la misma que es uno de los problemas de Rajél, la oyente de ópera (historia 10); que lleva al doctor en teología (historia 12) a la desesperación, y que genera problemas de mala comunicación, como el de la historia 13, donde una mujer les muestra a varios judíos un diente y una estrella de seis puntas que, según ella, había encontrado en un campo de concentración, pero los judíos no le piden una explicación, sino que se dedican a especular sobre la verdad del comentario de la mujer y sus intenciones para hacerlo.

Esa soledad que, junto a su enfermedad, pretende ser combatida por el pianista (historia 17) con un disco, disco que el músico le regaló al autor de El tren de los dormidos con el fin de que lo recordara, lo mantuviera cerca y a la vez, mediante el objeto, poder aconsejar y conversar con el escritor en todo momento. Soledad que acompaña a Martín en su encierro (historia 29). Él vive solo y encerrado, pero trata de que su soledad no sea absoluta, invitando a sus familiares muertos al apartamento.

Es también la misma soledad la que, junto al aguante y el olvido, genera en el portero (historia 31) una desesperación que lo lleva a comer, fumar, orinar y hasta recibir la visita de tres mujeres, a las que manosea, al escondido.

Esta soledad, en la cultura de la distancia, se evidenciaría en que en una misma casa tres hermanos se encierren, cada uno en un cuarto diferente, y se ensimismen días y noches enteros al pie de un computador, un televisor, un ipod o un play station, y ni siquiera tengan tiempo para sentarse un momento en la mesa a comer con el resto de la familia.

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Un segundo elemento fundamental de la cultura de la distancia, y muy conectado con el anterior, es el trabajo.

El trabajo es importante, primero que todo porque, como en el caso del profesor Derlach (historia 32), sirve para “evadir” la soledad, la vejez, los problemas y el sentimiento de culpa. Es por ello que Derlach, si bien ya estaba jubilado, seguía trabajando en lugar de irse a descansar. Si no trabajaba, por ejemplo, no le podía enviar dinero a su hija y, por lo tanto, se sentiría culpable de las peleas de ésta con el marido.

Y es que pese a los problemas, lo importante es el trabajo. Como el pizzero (historia 6), que sabía de antemano que el hombre con el que tenía casado un pleito, en cualquier momento iría a la pizzería a golpearlo, y sin embargo decidió ponerse al frente de la elaboración de las pizzas.

Además porque el trabajo se presenta como la principal salida a uno de los grandes problemas: la necesidad económica, la consecución del dinero para subsistir. Esa falta de dinero, sumada a la soledad, es otro de los problemas existenciales de Rajél, la oyente de ópera.

Está pues, la necesidad apremiante que lleva a trabajar en lo que sea. Gropius (historia 30), por ejemplo, siendo un contrabajista, trabajó en el bar del autor de este libro como mesero e incluso, a partir de esa necesidad, alcanzó un grado de frialdad que lo llevó a ofrecérsele al escritor para matar a su esposa, si así lo disponía.

Es la misma necesidad la que hace que el portero coma, fume, orine y reciba mujeres al escondido, pues de lo que se trata es de mantener el puesto a toda costa. Mientras que en Sandoval (historia 42), hace que se debata entre la alegría y la tristeza. Él tiene la sencillez, la alegría y el sabor del Caribe, pero también vive en la tristeza porque Monika, su mujer, quien ha sostenido económicamente el hogar casi siempre, está enferma y a él no le está yendo bien con su clarinete.

El trabajo entonces, es relevante, y dentro de él, un elemento bien significativo para la cultura de la distancia: la rutina.

En la historia 11, un hombre arregla la casa y la cocina en las mañanas, abre la ventana de la cocina y espera el aplauso de la mujer de enfrente. Así, todos los días. Y la mujer parece programada y aplaude incluso cuando el hombre no ha hecho nada. Es decir, el hombre ejemplifica la rutina, y la mujer, la máquina que mide el tiempo en que se ejecuta esa rutina.

La importancia de la rutina también queda en evidencia en la historia 23, donde un hombre pequeño, bastante viejo, sólo se mantiene vivo, prácticamente, por la rutina de subir y bajar las escaleras de su edificio.

Pero la rutina del trabajo, como elemento básico de la cultura de la distancia, también genera estrés y cansancio, lo que produce cambios notorios en el comportamiento cotidiano de la gente.

En el personal de embajada (historia 28), por ejemplo, se nota el estrés: una mujer bien presentada y sonriendo, pero con un aliento horrible; gente que no sabe ni qué hace ahí, y sin embargo habla por hablar, como tratando de botar escape para no reventar por la tensión; e incluso algunos se emborrachan para liberarse un poco de tanto estrés.

También el conductor de bus (historia 38), que llegó a un estado de histeria por el estrés. El hombre gritaba sin parar porque quería un billete de alto valor, y el de cincuenta euros, que le había ofrecido una mujer negra, no le había servido. Eran las ocho de la noche y el tipo llevaba todo un día de trabajo, por lo que el estrés y el cansancio se habían apoderado de él. Cansancio que también derrumbó a los pasajeros de un tren de Berlín (historia 25), al punto de que todos iban dormidos en una ocasión.

La histeria por el estrés se ha vuelto tan común, que a la pareja le pareció muy extraño que el autor no reaccionara brutalmente ante sus ofensas (historia 27).

En la cultura de la distancia, esta relevancia del trabajo haría que una pareja de casados, que tienen tres niños menores de 12 años, los manden para el colegio en la mañana y los dejen con la empleada del servicio el resto del día. Y a las nueve de la noche, cuando la pareja vuelve cansada a casa, se enoje al ver que los niños, en lugar de estar haciendo las tareas, están viendo telenovelas con la empleada o durmiendo.

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El tercer elemento básico de la cultura de la distancia es la importancia de la apariencia, la imagen, la estética, pero de “lejos”, enmarcadas dentro de una cierta timidez. Es decir, hacerse notar pero con mucha discreción.

En la historia 18, por ejemplo, una mujer gorda subió las escaleras casi muriéndose hasta el apartamento del autor de este libro y no quiso volver a bajar. De la escalera sólo se sabe que no se cambia porque es muy bella en sus labrados y detalles y valoriza el edificio. La reacción del autor fue de extrañeza porque la mujer no había dicho nada del hecho de que atravesó una obra de arte.

Este significado de la imagen y la apariencia también se nota en una especie de gusto por ser mirado. Los vecinos del autor se turnan para “ser” el vecino del edificio de enfrente que llama la atención sentado con un periódico (historia 3), y al que todos miran.

Y como buena imagen o apariencia, la elegancia debe estar presente. Los vecinos de Martín (historia 29) no se alarmaban porque los invitados del hombre al apartamento no eran mujeres ni gente sospechosa, sino gente de la familia, elegante. Con ello entonces, se puede inferir que lo elegante no es sospechoso.

Elegancia hasta para sostener una sonrisa, aunque por dentro se esté podrido (historia 28). El personal de embajada sonríe, pero no ríe. Es propio de las relaciones públicas, del manejo de la imagen, la apariencia, la diplomacia. Como el grupo de chiflados presente en esa reunión; precisamente son chiflados por la necesidad de aparentar a como dé lugar.

Son chicaneros como Filnkenstein (historia 36), que decía que todas las mujeres las conseguía mientras cambiaba el semáforo. Chiflados como la pareja que hizo alarde de sus conocimientos en el tren, mientras los demás pasajeros estuvieron pendientes de ellos (historia 39). En su nuevo vagón, en cambio, que se llenó de bicicletas y pasajeros escuchando discman o durmiendo, la pareja se vio derrotada. En este caso, la actitud de chiflados va de la mano con la atención prestada.

De todos modos, la apariencia es tan importante, que con base en ella se prejuzga. Una muestra de ello es que el autor pensó que la mujer que salió del tren con las bolsas pequeñas no tenía dinero y tal vez era una ladrona, sólo porque “la chaqueta que llevaba era demasiado pobre” (historia 5).

La imagen tiene tanta relevancia, que incluso la música no se escucha; se ve. Cuando Grandjouan (historia 40) digitaba las teclas de su computador, no se escuchaban los sonidos de las notas musicales, sino que se veían proyecciones de luz en diferentes intensidades.

Pero si bien en todos los casos, está la intención de hacerse notar, de aparentar, no se dice abiertamente, quedando en el ambiente cierto halo de timidez. El más claro y bello ejemplo de esto está en la historia 4, donde un hombre está dispuesto a entregar tanto amor que escribe cartas, pero sin dirección y sin nombre, y las reparte al azar. Es la misma timidez de la mujer que llega a un bar restaurante con entrada por delante y por detrás (propicio para no ser descubierta) y busca a alguien (con quien tal vez tiene pactada una cita) entre las mesas (historia 22).

En la cultura de la distancia, la importancia de la apariencia, enmarcada dentro de la timidez, haría que de un grupo de jóvenes que salen a rumbear, los hombres y las mujeres estén afuera del establecimiento público (bar, discoteca). Ellos, con las manos en los bolsillos, recostados en sus carros, que tienen las puertas abiertas; y ellas, paradas enfrente, conversando muy contentas y hasta bailando entre ellas mismas.

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El cuarto elemento esencial de la cultura de la distancia es la intolerancia.

Por la intolerancia, por las miradas y los comentarios de la gente, un matrimonio gay se sume en la tristeza (historia 2), hasta que la “hembra” se baja del tren y deja al cuarentón (“macho”) con ganas de un beso.

También es muestra de la intolerancia, el hecho de que una mujer sufra un pequeño accidente (historia 14) en bicicleta con una amiguita de su nieta, y el hijo y la nuera de la mujer se dediquen a recriminarla. Al final, la mujer se puso feliz porque iba a estar sola una semana. De pequeños altercados entonces, se forman grandes problemas, y siempre se están buscando culpables.

Como en el caso de la inundación (historia 19), en el que, por causa del baño del apartamento del autor de este libro, se inundó el del apartamento de Herr K. Después de discutir con el afectado, el autor pagó los fontaneros para que le solucionaran el problema. Luego, la esposa del autor lo recriminó (le echó la culpa) porque, al regresar a su apartamento, habían encontrado todo el sistema de aguas sellado con soldadura.

Y la intolerancia también afecta a la vejez. Un hombre pequeño, bastante viejo, es cuidado por una mujer grande (más grande se vuelve al lado de la vejez) que lo trata con dureza (historia 23). En la mesa del comedor de su apartamento, sólo hay botellas de vino vacías (evidencia de la tristeza del viejo). Así, la vejez se vuelve “pequeña”, es maltratada y sólo la mantiene viva la rutina (el hombre pequeño mantiene la rutina de subir y bajar escaleras).

El mismo autor estuvo afectado por la intolerancia (historia 27), ante una pareja de esposos que odiaba a los judíos. El hombre no era capaz de decirle de frente que le chocaban los judíos y ponía a su mujer. Pero el autor continuó visitándolos a pesar del maltrato y la sarta de ofensas que proferían contra su pueblo.

No obstante, el autor no sólo estuvo afectado por la intolerancia; la practicó. El autor vivió por un tiempo a costillas del cuñado (historia 34), recibía dinero de su parte y, sin embargo, lo tenía como alguien insignificante, gozaba cuando su hermana se le enojaba y “si no fuera porque me tuvo hospedado en su casa, por mí podría no existir”.

Intolerancia la que invadió a Anna por un momento (historia 35). Ella no esperó al hombre hasta el domingo sino que viajó el sábado en la tarde a Bremen, donde su madre. Tomó esta decisión, para no estar con su progenitora sólo un día, pero sobre todas las cosas, porque el hombre no la había invitado a Wolfsburg. Y viajó a Bremen triste. Anna no toleró que el hombre no la hubiera tenido en cuenta para su viaje.

Hasta Grandjouan, el vecino francés que había sido cordial con el autor (historia 40), tuvo su arrebato de intolerancia. Había sido muy amable con el autor y le regaló mucha comida, pero al final el escritor no quería más pan, a lo que el francés reaccionó enojado, diciéndole que quién era él para rechazarle el pan. Incluso el vecino de la planta baja terció diciendo que el autor no podía decidir por sí solo rechazar el pan, puesto que vivían en comunidad.

En la cultura de la distancia, la intolerancia haría que un pueblo invada a otro con el argumento de buscar liberarlo, cuando posiblemente de lo que se trata es de un intento por imponerle su cultura.
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Un quinto elemento básico de la cultura de la distancia, y muy ligado al anterior, es la exclusión.

Un caso dilucidador de este asunto es el de Kestenbaum (historia 20). Él es de malas en su trabajo y hasta con su mujer porque es muy ilustrado; se le excluye y se le margina. Este ejemplo pone presente el peligro que representa quien tiene el conocimiento, al punto que se llega al miedo, a la exclusión contra él. Y muestra además una dicotomía interesante: ilustración – oscuridad. Ilustración, porque él tiene la luz del conocimiento; y oscuridad, porque es rechazado.

Lo anterior demuestra también que el desconocimiento lleva al miedo, como en el caso de un vecino que no conoce a la gente de su edifico (historia 16), lo que lo lleva a vivir armado por lo que ocurra. Le gusta ver a sus vecinos, pero que no lo vean a él.

En la exclusión hay un elemento importante: el prejuicio, y a partir de él, la incoherencia en que se cae al mirar la paja en el ojo ajeno y no en el propio. La mujer que escuchaba al hombre parlante sin parar (historia 24), hasta invadirle la casa al autor, eran tan raros como el autor mismo, que pedía sopa de tomate con café. Esto, porque el autor estaba muy extrañado por lo que hacía la pareja, sin percatarse de que “la rareza de ellos es igual a mi rareza”, por lo que el prejuicio es peligroso.

Esto lo que deja en evidencia es que cuando la exclusión se hace a partir de prejuicios, generalmente es una exclusión sin argumentos. Como judío, al autor, la pareja de esposos le dijo malo en todos los tonos (esperando su reacción brutal), pero el escritor permaneció apacible y la pareja no tuvo argumentos para demostrárselo (historia 27).

Con la actitud del escritor, se puede inferir algo: mientras más exclusión y marginación haya, más se nota el marginado. Al muchacho negro se le excluye en Berlín (historia 21), pero su presencia allí se nota como ninguna.

En la cultura de la distancia, la exclusión haría que los homosexuales sean señalados y apartados cada vez con más fuerza, mientras ellos cada tanto “salen más del clóset”.

También pasaría que los islámicos, por el sólo hecho de serlo, generen un miedo terrible y se les denomine como fundamentalistas y terroristas, al punto de aislarlos como palmeras en el desierto, en un aeropuerto o en cualquier espacio público.


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El sexto elemento fundamental de la cultura de la distancia es el miedo.

La primera manifestación de ese miedo es el miedo al olvido, una especie de trauma causado por el peso de la historia. Influidas por ese miedo, las tres mujeres (la gitana, la flaca y la del perfil vulgar) esperaban a que la mujer de la maleta grande tropezara (historia 15), se abriera la maleta y saliera un niño achicharrado (en la Segunda Guerra Mundial, se dice que pasaba esto), pero lo que salió fueron trapos de colores y una guitarra.

Pero el ejemplo más claro y estremecedor de este asunto es la historia 37. El muro, aunque no se ve, sigue existiendo en Berlín. La gente de esta ciudad es una mezcolanza, algo indefinible (capitalismo-comunismo, Estados Unidos-URSS), que mantiene en su imaginario ese muro, y con él, cierta división. Berlín se identifica por el muro, más que por su gente. Ese muro pesa mucho en el imaginario del berlinés.

Sin embargo, el miedo no sólo se remite a lo pasado, a lo histórico. Hay también un miedo del presente (aunque no se podría afirmar que el miedo del presente no sea efecto del pasado). El autor le preguntó a la mujer del paraguas verde dónde estaba tal calle (historia 25), y ella se asustó tremendamente porque se encontraban en esa misma calle, por la cual el escritor preguntaba.

Este miedo genera desconfianza, la misma que mostraba la mujer que, en el tren donde todos iban dormidos, abría y cerraba los ojos, cerciorándose de que todo estuviera bien (historia 25). Y la hermana del autor, que mientras su marido estuvo haciendo una vuelta, lo llamó por celular cada veinte minutos para saber dónde estaba y si andaba con otra mujer (historia 34).

Y no sólo genera desconfianza; además, paranoia. El tren se detuvo quizás por algún daño y una mujer, acosada y desesperada por el calor, infundió el pánico general, hasta llegar a pensar que podría tratarse de un atentado terrorista. En este caso, es una paranoia surgida de la impaciencia y de un miedo primario. Pero también está la paranoia por hacer lo “prohibido”: el autor y Ethel se gustaron pero el (presunto) marido de ella lo supo (historia 33). Así que el autor no tuvo paz al sentir que este tipo lo seguía por todas partes.

En la cultura de la distancia, el miedo haría que una tendencia política de izquierda bien estructurada sea prejuzgada y rechazada por la gran mayoría de los habitantes de un país, sólo porque las generaciones recientes identifican la izquierda con los grupos guerrilleros que han protagonizado la historia de ese país.


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El séptimo elemento esencial de la cultura de la distancia es el concepto de que la religión “mata”.

Leah salió feliz de la sinagoga (historia 41) y se encontró con una pareja joven y un niño: la pareja eran sus abuelos y el niño era su padre, pero lo extraño es que, en realidad, tanto aquéllos como este último ya habían muerto. Es decir, de la sinagoga, Leah salió muerta y se encontró con sus muertos. Algo parecido le sucedió al autor, que había ido a la sinagoga en compañía de Leah. Él salió del lugar completamente alucinado, viendo muertos en las calles como los había visto Leah. Esto es, el autor salió de la sinagoga muerto y, en esta condición, anduvo por calles muertas habitadas por gente muerta.

En la cultura de la distancia, el concepto de que la religión “mata” haría que la distancia no sea sólo entre seres humanos, sino también entre el ser humano y Dios. Así, el hombre se adentraría en sí mismo y en lo suyo, y se alejaría cada vez más de los de su propia especie y de la idea de un Dios creador de todo lo existente. Las iglesias, entonces, perderían fieles, mientras otros ámbitos como el consumo los ganarían.

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El octavo elemento básico de la cultura de la distancia es la orientación al logro de los sueños del ser humano.

En este sentido, es importante el concepto de superación para aprovechar las nuevas oportunidades que, a modo de revancha, ofrece la vida. Así lo entendió la mujer que baila tango (historia 7), que al principio fue despreciada e ignorada por todos, pero luego fue pretendida también por todos para que bailara con ellos, a lo cual se negó.

En esta orientación al logro de los sueños, Silveira (historia 9) llegó al alcance de los suyos, que representan también algunos de los máximos ideales de todo ser humano: Silveira sabía volar y nunca necesitó dinero en el bolsillo para hacer ninguna compra.

Lo interesante de esta intención del ser humano de realizar sus sueños está en que el individuo quiera ser “diferente” haciendo lo mismo que los demás, como el hombre que quería salirse de lo “normal” en su vecindario (historia 8) entrando y saliendo de su casa por la ventana trasera, cuando ya sus vecinos hacían lo mismo. El hombre entonces, tuvo que volver a recurrir a lo “normal” (la puerta).

En la cultura de la distancia, la orientación al logro de los sueños del ser humano haría que el consumo represente uno de los sueños alcanzados por Silveira, mientras que el hecho de nunca necesitar dinero en el bolsillo para hacer ninguna compra (ideal alcanzado también por Silveira) sea un ideal que aún se persigue.
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Por último, el noveno elemento es fundamental para la cultura de la distancia, pero no en el sentido de que la constituye, sino en tanto se presenta como lo alternativo, lo que le lleva la contraria a esa corriente predominante. Ese noveno elemento es la contracultura.

Basados en esta contracultura, el autor y sus hijas decidieron vivir en Friedenau, contrario a la señora de la casa, que prefería vivir en Wielandstrass 18, en Charlottenburg (historia 43).

Y el autor y sus hijas tomaron esa decisión por cuestión de ambiente, de calidez, de tener a quién saludar, de contar con un lugar donde dejar razones. Es decir, por condiciones opuestas a los elementos predominantes en la cultura de la distancia.

En la cultura de la distancia, la contracultura haría que la paz, tanto interior como exterior de cada ser humano, se sitúe como uno de los paradigmas más importantes en la sociedad.

Así pues, se ha querido explicar, a través de nueve símbolos clave, cómo sería una cultura configurada desde las 43 historias de Berlín contadas en El tren de los dormidos, de José Guillermo Ánjel. Sería la cultura de la distancia. Una cultura donde cada ser humano está distante de los demás seres humanos, de Dios, de la naturaleza, y así no pareciera, de sí mismo; una cultura que a su vez propone la paz como su contracultura, su alternativa para orientar el comportamiento de sus miembros.






















Islam: Dios y pasiones

Ensayo sobre Inventario de mujer de Buenos Aires, de José Guillermo Ánjel Rendó

Terroristas, locos, fundamentalistas. Así son calificados los islámicos desde Occidente, sobre todo a partir del 11 de septiembre del 2001, cuando los medios masivos de comunicación se encargaron (consciente o inconscientemente) de desplegar toda una campaña de discriminación contra esta religión, propia de varias culturas del desierto.

Y es que razón tienen los pensadores de la Teoría Crítica, al postular que los medios de comunicación son una herramienta tan poderosa, que a través de ellos se alcanza incluso la dominación de las masas, principalmente de aquéllas que están compuestas por personas con un nivel bajo de crítica y conocimiento.

Sin embargo, quedan textos académicos y literarios que se libran de defender posiciones tan radicales y absolutistas, y exponen de una manera más profunda la complejidad de una cultura como el Islam. Uno de ellos es Inventario de mujer de Buenos Aires, de José Guillermo Ánjel, que a través de una disparatada historia que sucede en la capital gaucha en el siglo XX, da pie para hacer un planteamiento, que quizás puede parecer muy contundente, pero que se va a tratar de argumentar en este ensayo: el Islam es Dios y pasiones.

En Inventario de mujer de Buenos Aires, la mujer de Ameghino o Graciela-Celia-no Nélida, su personaje principal, tiene una representación especial y esencial para entender el Islam: encarna el imaginario teológico del Islam, es decir, la mujer de Ameghino es Dios, pero también le da espacio a la existencia del demonio.

Es Dios, porque todos giran alrededor de ella. Ameghino, Alejandro López, Andrés Furnatti, el padre turco, Cardoso, Ambrozzi y hasta Nidia la turca e Isabel viven en función de buscarla, y en ese intento sufren, pero también sienten una inmensa fascinación. Graciela-Celia-no Nélida es esplendor puro como Aláh.

En esa búsqueda eterna de la mujer de Ameghino (de Dios), la tía de Alejandro les decía a su sobrino y a Furnatti: “Yo la conocí a ella cara a cara, por eso sé que existe, que no es una invención”, y agregaba algo más revelador aún de la deidad de la mujer: “Busquenlá, muchachos, así nunca les llegará la muerte”.

Al resto de las mortales, la mujer de Ameghino las hace enloquecer de celos porque es perfecta; pero les hace falta para hacerlas sentir vivas. Y así es Aláh en el Islam; mantiene a su pueblo detrás suyo en un anhelo profundo por alcanzarlo, anhelo que consiste en una admiración tan tremenda que toca los celos, porque Él es quien hace todo. Pero estos celos no trascienden porque el islámico habita en la conciencia de Aláh y sólo ahí, y ¿cómo pelear contra la única dimensión donde puedo existir?

La mujer de Ameghino es Aláh, es lo más hermoso, y al ser así, habita el único espacio apto para lo más hermoso: el cielo. Furnatti mismo dio cuenta de la divinidad de Graciela: “Cómo nos tiene atrapados esa mujer (Dios) que no hemos visto nunca, que cuando la veamos no vamos a creer en ella, porque estamos jodidos de tanto inventariarla”.

De la misma manera lo expresó el López, que tenía la certeza de que esa mujer no era real, pero se podía armar con palabras y buscándola con paciencia y en los libros de Cábala (como a Dios).

Así las cosas, la mujer de Ameghino es Aláh, es “toda la creación en el cuerpo de una mujer”, que camina en las caravanas bajo el cielo ocre del desierto, y en ella y de ella vive el Islam. Y como Dios, Graciela no tiene definición, por lo que se hace necesario imaginarla y seguirla. Esto se explica en la primera acotación rabínica, acoplada al pensamiento islámico: “Todo intento de definir a Dios es un acto de soberbia” (Inventario de mujer de Buenos Aires, página 170). Entonces, basta con creer en ella así no se la defina, como lo dijo la abuela de Nidia la turca: “Tenés que creer mucho en Dios para vivir en Buenos Aires”.

Ahora: Graciela-Celia-no Nélida es Dios, pero también le da espacio a la existencia del demonio. En Inventario de mujer de Buenos Aires, la mujer de Ameghino es comprendida como una dualidad misteriosa, mítica, irresistible y fantástica. Es la divinidad pero también encarna lo pecaminoso y el arrepentimiento que ronda al islámico.

En ese imaginario teológico del Islam que es Graciela-Celia-no Nélida, ella representa un “pecado hermoso”, una tentación que se contiene por el temor infinito a Aláh que está expreso en el Corán. Esta mujer tienta y enloquece a los hombres. Es el cielo pero invita a pasar un ratito en el infierno (pecado); es casa de ángeles y demonios; es Dios pero deja la puerta abierta al deseo; es la tentación prohibida.

Esta dualidad genera un sentimiento de culpa que está siempre presente en la mentalidad del islámico; ese “vivimos en Dios, pero ahí está la tentación y qué bueno sería acceder a ella”. Un claro ejemplo de ello es el padre de Nidia la turca, que vivía en un profundo deseo por la mujer de Ameghino, pero trataba de contenerlo al máximo porque habitaba en la razón de Dios y sabía que renegar de la fe, sería un deshonor para la familia.

Cuando él estaba junto a ella, “se daba por satisfecho pecando en las entrañas” (página 82). No la tocaba, para que el deseo no se le acabara nunca. Y cuando por fin hicieron el amor, Graciela volvió a buscarlo porque ambos quedaron con el arrepentimiento del pecado, con el sentimiento de culpa. Pero mientras era sólo deseo, su familia no se alarmaba porque sabía que esa tentación era una prueba de Aláh para que alcanzara la eternidad.

También está el caso de la calle de los bares de putas, habitada por la tentación y el temor, donde el enano que estaba en la entrada de uno de los bares gritaba: “Entren y pequen que nadie queda ciego”.

Y la misma mujer de Ameghino, que se pudo haber convertido en una adúltera, pero no le gustaba pecar con ella misma; evadía las tentaciones creadas.

Incluso Ameghino, entendía a su mujer como la locura que lo tentaba, un pecado atroz que estaba evadiendo. Pero él no le era del todo fiel a su mujer (Dios); aparentemente se sometía a ella, pero a sus espaldas deseaba a otras mujeres.

En esa realidad de la tentación prohibida, también se llegó a pensar, en referencia a Graciela-Celia-no Nélida, que era pecado detener la fantasía, la magia. Y es que la mujer de Ameghino, como lo dice el autor del libro, “es una gótica”, entendida como arte oscuro.

Degustaba las prohibiciones sin llegar a tocarlas, sintiéndolas cerca. Se la veía amando un libro sobre el diablo o sentada, deseando a los judíos ortodoxos.

“ “Pará, turca, pará, la gente se va a dar cuenta”, y la mujer de Ameghino apretaba las manos para no dejar ir lo que estaba sintiendo. “Hablemos de santos”. La mujer de Ameghino, entre puta y virgen pudorosa, sintiendo que era un volcán” (página 50).

Este apartado del texto refleja el significado del concepto que se ha venido explicando. Pero para efectos de claridad, hay dos frases que resultan perfectas para explicar este planteamiento: (1) “El padre de Nidia la turca es la lucha entre la carne y el espíritu”. (2) “La imaginación es un pecado venial porque nunca se goza plenamente de ella, pero casi se toca y ahí es donde está la delicia”.

Se han tomado estas dos frases porque, aunque en ningún momento se dice en el texto que así es el Islam, desde la posición de este ensayo sí resultan reveladoras para explicar el pensamiento y la vivencia en que se mueve el islámico: vive en la razón de Dios, todo es causa de Aláh, hasta el demonio, la tentación y el pecado, que son creados por Dios para probar al islámico, para que se dé gusto con lo prohibido pero sólo oliéndolo, de lejos, puesto que si accede a esa tentación, el arrepentimiento y el sentimiento de culpa lo apartarán de Aláh, es decir, de la paz, que es su mayor anhelo.

* * *

Además de encarnar el imaginario teológico del Islam, la mujer de Ameghino es terrenal, y en esta condición, representa al ser que, desde Occidente, se dice que es discriminado, pero que en realidad es cuidado y valorado como un tesoro en esta cultura del desierto: la mujer islámica.

En el Islam, la mujer es soberana, y el hombre, un sumiso postrado ante su encanto (como en el texto, la mujer de Ameghino es Dios, y los mortales viven en función de ella). La mujer islámica, como Graciela-Celia-no Nélida, es bella, pero es una belleza no sólo relacionada con su parte física, sino con sus acciones, con sus aptitudes para hacer, lo que hace que la mujer sea inolvidable.

Al igual que Graciela con Nidia la turca, la mujer islámica comparte sus amantes (harem), amantes que son guerreros de Aláh, y por tanto capaces de hacerla tan feliz como si estuviera en el cielo. Por eso a Ameghino le fascinaba estar casado con una mujer que era un harem (Graciela-Celia-no Nélida se sentía una mujer distinta en cada momento y en cada espacio), porque así podía hacer feliz a cada una de las “versiones” de ella.

La mujer de Ameghino es toda una dama islámica, y como tal, no traiciona a su marido ni cuando él se encuentra de viaje. La mujer islámica es una joya preciosa, una gota de agua en una tormenta de arena en el desierto. Por ello se presenta en el hogar islámico lo que desde Occidente es analizado como machismo y discriminación: un cuidado minucioso con la mujer, un trato tan delicado y tan cariñoso que la lleva a permanecer en casa, mientras su marido trabaja y afronta la batalla por la supervivencia. Cómo será de valorada la mujer islámica, que permanece en lo privado, resguardada de los peligros de lo público. Y ese mismo tratamiento se lo da ella a su cuerpo, manteniendo sus partes íntimas en la intimidad: el rostro, los senos, el ombligo.

La mujer islámica, como Graciela-Celia-no Nélida, es vanidosa, se perfuma con esencias de maderas orientales, porque ama la seducción pero con su hombre, le encanta la sensualidad y la busca en el arte de la danza, con el cual le estimula el deseo a su marido. Este deseo, a la hora de tener relaciones sexuales, necesariamente debe ser acompañado por el amor, pues el sexo, en el Islam, es un acto completo que se desarrolla amando y sin ninguna posibilidad de crear dolor.

Es decir, la importancia está en la necesidad de sentirse amado y no sólo en la sensación de la eyaculación. “Son como niños, turca, se untan y babean y después, lloran y se duermen. No están hechos para el amor sino para el desamor. Me da frío con ellos, turca”. Esta frase de la mujer de Ameghino en la página 51 del Inventario de mujer de Buenos Aires, que encuadra perfectamente en la manera como se entiende el sexo en Occidente, a la vez aclara aún más la concepción del sexo en el Islam.

En el Islam el amor es como un sueño, y ese sueño se cumple con el cuerpo, porque en esta cultura todo se puede crear sintiendo el cuerpo y sobre todo, sintiendo la piel: alegrías miedos y esperanzas.

En suma, desde el acto sexual, que es ante todo el acto de sentirse amado, hasta en la muerte, la mujer tiene una dignidad y un respeto muy grandes, a tal punto que, en la muerte, la mujer islámica debe estar elegante, para que esa muerte parezca una salida de viaje.

* * *

Con todo esto, se puede decir que el Islam es una mujer (la mujer de Ameghino) caracterizada por las pasiones, como dirían los griegos, por el pathos, entendido éste como el sentimiento en su máxima expresión.

Como el islámico vive en Aláh (y no Aláh en el islámico), su primera pasión es buscar la paz para gozar de la eternidad que le ofrece Dios. Musulmán, como también se le conoce al islámico, traduce “hombre que busca la paz”. Ese pacifismo lo sintetiza de manera hermosa la mujer de Ameghino: “Basta la libertad para crear el mundo o para destruirlo sin tocar nada, eso es lo que pasa” (página 85).

Otra pasión del islámico es el amor, y a partir de ahí, los celos y el reproche. Se ama con todas las fuerzas, pero de la misma manera se culpa al otro o se le recrimina. Por el amor a Dios, que es el más fuerte que hay en el Islam, se llega incluso a matar o morir. Luego de un proceso espiritual conocido como asolamiento, el islámico se desprende de todo lo material y después deja su propio cuerpo (“hombres bomba”), para demostrarle a Aláh que ha alcanzado un grado de paz y pureza que lo hace merecedor de su amor y eternidad.

Un ejemplo de asolamiento es la práctica de la mujer de Ameghino, que “le gustaba estar sola, para soñar. Y para no sentirse. Y en la soledad pasaba días enteros ordenando sus cosas invisibles” (página 56). Alejandro López la definía como santa y mártir. “Sola ella, inmensamente sola entre la ciudad que se negaba a devorarla”, agrega López (página 78).

En un apartado de sus discursos, Furnatti también dejó entrever su concepción del asolamiento y el amor por Aláh hasta morir por Él: “Había que tener siete muertes para estarse matando por ella (mujer de Ameghino: Dios). Con todos los venenos, con todas las sogas, en todos los ríos. Matarse por ella para encontrarla al fin. Eso lo tenía claro Furnatti, que sabía que la vida era tiempo perdido, mera espera, imposibilidad de vivir todos los sueños” (página 75).

No obstante, así como en el Islam se ama a Dios con todas las fuerzas, también se le culpa y se le responsabiliza de todo lo “inconveniente” que sucede. Por ejemplo, Nidia la turca se volvió atea porque Dios no le había permitido abandonar a su marido. Y alguna vez le dijo a Graciela-Celia-no Nélida: “Negando la posibilidad de dar vida se niega a Dios” (página 165). Es decir, en el Islam, todas las cosas se entienden apasionadamente a través de la idea de Dios.

Otro representante de las pasiones del Islam es el padre turco, a quien se le respeta en su casa porque es severo, fiel seguidor de sus deseos. “Y temible en sus iras, como la espada de Omar” (página 40).

* * *

Ahora: como el Islam es una mujer caracterizada por las pasiones, por el sentimiento, es inevitable que se teja todo un imaginario de lo simbólico, lo irracional, lo ilógico, y Graciela-Celia-no Nélida (al ser Dios, que es la antítesis de la lógica) encarna también este imaginario.

Para explicar este punto, se parte de la dualidad entre Ameghino y Graciela: él es ciencia y pensamiento racional, mientras que a ella le basta lo simple (lo simbólico) para ensimismarse. A la mujer de Ameghino la seduce la magia, lo metafísico, lo simbólico, lo puramente expresivo. Y Alejandro López lo sabía, y por eso le decía enfurecido al jugador dientón de ajedrez: “Donde la volvás un teorema te vuelvo sopa, dejala que habite la ilógica” (página 88). El único teorema que aceptó Alejandro fue el postulado por Furnatti, que equiparó a la mujer de Ameghino con la primavera (en realidad, con Dios).

La mujer de Ameghino es habitada por lo simbólico, por las almas, como cuando le dio por ser una estatua de un parque de Buenos Aires.

Alejandro López, por su parte, piensa en un mito como el mal de ojo, mito que también experimentó la mujer de Ameghino en su niñez, cuando su madre no permitió nunca que fuera mirada por el organillero italiano, porque “hombres así daban mal de ojo” (página 123).

El padre de Nidia la turca, entretanto, es lector del cielo y de la tierra, de los cantos de los pájaros y de las líneas de la mano (magia). Y la abuela turca es lectora de asientos de té.

Otros elementos mágicos del Islam son las aguas de yerbas curativas, las recetas de los desiertos sirios, de cocinas islámicas, proferidas por algún musulmán, y la importancia del blanco (todos los trapos de los apartamentos de la mujer de Ameghino son blancos).

El calor sofocante y angustiante del desierto debió incidir en el surgimiento de este imaginario simbólico, debió llevar a los islámicos originarios a la alucinación, a la creación de “escapes” que chocan con lo racional.

En todo caso, el Islam es un mundo oriental donde el sentido de las cosas es muy distinto al de Occidente.

En esta dicotomía entre simbología y razón, aparece en el texto un personaje que cuestiona al Islam: Cardoso. Él reflexiona el caos creciente y evade el orden limitante, ese “criador” de verdades absolutas que imposibilitan el acceso a otras verdades.
Entonces: el Islam es Dios, y Dios no es caos sino cosmos, orden (tal vez limitante), y en ese orden se sigue la verdad absoluta de Aláh. Pero surgen varias preguntas con respecto al cuestionamiento de Cardoso: ¿Sentirá necesario el Islam acceder a otras verdades, o así vivirá de una mejor manera que Occidente y su razón? ¿El Islam necesita desorden, caos (revolución racional) para avanzar?, pero, ¿avanzar hacia dónde?, ¿abandonar su cultura para vivir como Occidente?

Por ahora sobre el Islam, la cultura del humo del incienso, el comino, la canela, el oro, las flores amarillas de los jardines de La Alhambra, el mar, los cojines y objetos de cobre, las pequeñas alfombras y las estatuillas de marfil, queda propuesto un planteamiento: es Aláh y pasiones. Es una mujer, la mujer de Ameghino, que está descrita en su complejidad en este apartado de la página 73 del Inventario de mujer de Buenos Aires: “Muy hermosa, pero imposible de abordar porque tiene los ojos a la defensiva, dispuesta a mantener su territorio sin nadie cercano, convertida en la niña inicial que tiene la virtud de ser vista pero no tocada”.

Es decir, el Islam tiene un encanto, un halo de misterio que no lo deja descubrir completamente; o quizás no tiene encanto ni misterio alguno, sino que está revelado al mundo, y los errores en la interpretación que se le hace se deben a la pura ignorancia y al desconocimiento. De cualquiera de las dos formas, desde Occidente, sobre todo con la ayuda de los medios masivos de comunicación, al Islam se le sigue inventariando.

Un milagro para Daniel


Por:
Juan Carlos Valencia Gil.

Con el pronóstico del neuropediatra, Diana sintió que una lápida de desesperanza aplastaba sus ilusiones. El doctor, a quien ella califica ahora, casi cinco años después, como el “tiranito”, le dijo que Daniel no viviría más de dos años.

Después de terminar el bachillerato, Diana Carvajal se dedicó a estudiar inglés, con la intención de prepararse para entrar a la universidad. Tenía apenas 17 años y su vida era sólo eso: proyectos. Sin embargo, en Niquía Camacol, el barrio de Bello donde siempre ha vivido, los rumores de su embarazo ya estaban en boca de sus amigas.

Invadida por la incertidumbre por saber cómo reaccionaría su madre al enterarse de que su hija menor le venía con tremenda noticia, Diana decidió mostrarle la prueba de embarazo para que saliera de las dudas que le habían generado los comentarios de la calle.

Satisfactoriamente para la joven, sus padres y su novio Juan Diego la apoyaron.

El embarazo de Diana transcurrió mejor que cualquiera: excelente salud y “ni siquiera vomité una sola vez”, cuenta, lo que la hacía pensar que todo estaba perfecto y que el niño nacería sin ningún problema.

Llegó el 11 de diciembre de 2001 y Daniel ya acosaba por conocer el mundo. Diana, en compañía de su familia, acudió al Hospital Marco Fidel Suárez de Bello. Pero allí se negaron a atenderla porque esta institución no tenía contrato con el Seguro Social.

En medio del ajetreo, todos tuvieron que correr para la Clínica Noel, donde Diana dio a luz.

Los médicos no advirtieron ninguna anomalía en el parto ni en el estado del bebé. Sólo hubo un signo que alertó a quienes estaban en la sala de cirugía: con la primera vacuna, el niño vomitó y vomitó.

Pasaban los días y Diana comenzaba a inquietarse porque Daniel no soportaba estar boca abajo y lloraba todo el tiempo. Además, la mujer se empezó a preocupar porque su hijo, con tres meses, no sostenía la cabeza.

La pediatra le decía que no le veía nada raro a Daniel, sólo que le notaba la piel un poco seca.
En la fiesta de la Primera Comunión de una prima de Daniel, el abuelo paterno del niño le manifestó a Diana que estaba asustado porque su nieto, con seis meses, aún no sostenía la cabeza.

Diana, con su propia preocupación y la de casi toda la familia, volvió a llevar al niño a la Clínica Noel donde la pediatra porque, además de la inquietud que tenían por la falta de fuerza de Daniel para sostener la cabeza, los pies del bebé permanecían cruzados, las manos cerradas y el tamaño de la cabeza era muy pequeño para su edad.

La pediatra le ordenó a Diana hacerle un TAC (Tomografía Axial Computarizada) cerebral a Daniel, examen que costaba entre 520.000 y 550.000 pesos, y una radiografía para verificar si el pequeño tenía una luxación de cadera.

Salud Total, la EPS a la cual estaba afiliado Daniel, se negó a costear el TAC puesto que no estaba dentro del POS (Plan Obligatorio de Salud).

Con la acción de tutela que instauró Diana contra la EPS, le hicieron el TAC a Daniel.

La radiografía evidenció buenos resultados: el niño no tenía luxación de cadera. No obstante, con el TAC, la pediatra le dijo a Diana que Daniel debía tener un daño cerebral porque se veía una parte muy oscura en el examen.

“Es muy probable que no vaya a caminar ni llegue a tener buen nivel intelectual”, concluyó la pediatra en aquella consulta.

Mientras tanto, “el papá tragaba entero”, señala Diana y agrega que Juan Diego, junto con su familia, vivían en Ituango y cuando viajaba a Bello no se oponía a nada de lo que hacía ella con su hijo, pero parecía no entender la gravedad del asunto.

Para mayor precisión en el diagnóstico, la pediatra le recomendó a Diana visitar un neuropediatra en el Instituto Neurológico de Antioquia. El neuropediatra vio a Daniel y, en primera instancia, le ordenó a Diana una resonancia magnética para tener mayor certidumbre en la evaluación del niño y unos exámenes costosos que sólo podían practicarse en Estados Unidos y que fueron imposibles para la madre.

Después de analizar los resultados de la resonancia magnética, “el neuropediatra, absolutamente frío e incapacitado, me dijo que Daniel tenía leucodistrofia”, recuerda Diana y comenta que en ese momento él no le supo decir de qué tipo de leucodistrofia se trataba, pues esta enfermedad, que se presenta en una de cada 50.000 personas, se puede manifestar en seis formas diferentes.

El neuropediatra le explicó a la mujer que la enfermedad de Daniel se podría deber a los casos de epilepsia que había en ambas familias: tres en la paterna y uno en la materna. Y le agregó que la expectativa de vida del niño no serían más de dos años, debido a que la enfermedad era degenerativa y el estado de Daniel empeoraría cada vez más.

El doctor cerró su apunte diciéndole a Diana que si había algo por hacerle a Daniel, ese algo era la estimulación.

“Daniel tenía nueve meses y yo lloraba como una loca, pero me aferré a esas últimas palabras que dijo el doctor”, afirma Diana.

La mujer comenzó la estimulación de su hijo llevándolo a las piscinas de la Universidad de Antioquia, pero Daniel no toleraba el agua y lloraba sin parar.

En esas piscinas, Diana recuerda que la gente admiraba la belleza de su niño. “Tan lindo”, le decían, refiriéndose a su cabello dorado y a sus ojos azul celeste. Estos comentarios, de cierta manera, animaban a la madre.

Luego, Diana fue con Daniel a la piscina olímpica de la Unidad Deportiva Atanasio Girardot. Allí, en una de tantas idas, encontró a un grupo de mujeres con niños con lesión cerebral. Ella las observaba con cuidado y añoraba que su pequeño pudiera alcanzar algún día los progresos que veía en aquellos niños.

Gloria Ramírez, una de las mamás que estaba con su niño en la piscina y que además es médica general, se le acercó a Diana y le preguntó por la situación de Daniel y qué estaba haciendo al respecto. Diana le contó todos los momentos por los que había pasado.

Gloria, de 40 años, le explicó que Tomás, su hijo, tenía parálisis cerebral severa y autismo, lo que la había llevado a tocar todas las puertas hasta que supo del programa de Glen Doman, un fisioterapeuta norteamericano que fundó los Institutos para el Desarrollo del Potencial Humano en Filadelfia, Estados Unidos.

Este programa – le dijo –, es integral: con él se trabajan las áreas motriz, sensorial, alimenticia (fisiológica), intelectual y social del niño. Le mostró los progresos de los otros niños que habían nacido con parálisis cerebral, Síndrome de Down y otras lesiones genéticas. Y le advirtió que entre más rápido le trabajara a Daniel, la terapia sería mucho más eficiente.

Diana, con la esperanza de un náufrago perdido, se agarró de la posibilidad que Gloria le ofreció y acordó con ella una cita para hacer una evaluación más completa de Daniel.

“Lo único que quiero es que Daniel, al menos, sostenga la cabeza”, fue lo primero que imploró Diana cuando llegó al apartamento de Gloria Ramírez a la evaluación de su hijo. “El niño parecía una mediecita”, comenta y mira el piso.
Gloria le dijo que la enfermedad del niño era la leucodistrofia metacromática de ácidos grasos de cadena larga*, que su tamaño sí era pequeño para la edad que tenía, pero que veía en él muchas posibilidades de desarrollo. “Yo me quería morir cuando el niño se arrastró un poquito en el tapete, pero me preocupaba que en mi casa no hubiera tapete”, recuerda Diana.

Gloria le indicó que el programa de Glen Doman era extenuante: tendría que cambiarle la dieta al niño (pollo, pescado, maní, almendras, cereales integrales, grasas omegas 3, 6, 9, como el aceite de oliva y no carbohidratos refinados, como la miel y las mermeladas), tirarse al piso todo el día para hacerlo arrastrar y hacerle un ejercicio llamado patrón, que consiste en poner al niño en una mesa boca abajo y, entre cuatro personas, manipularle los brazos y las piernas de manera cruzada como si estuviera nadando.

Además, estimularle los cinco sentidos y trabajarle su intelecto con unas tarjetas gigantes de cartulina con diversas informaciones conocidas como bits.

Con las cortinas de su casa puestas como tapete, Diana empezó a batallar como una guerrera y, como la más enérgica de las niñas, se arrastraba con Daniel. “En el piso, el niño lloraba y vomitaba”, expresa la madre.

A los 13 meses de edad, el neuropediatra ordenó un examen en los oídos para Daniel, pues había que hablarle muy fuerte para que reaccionara. El examen mostró que el niño casi no escuchaba por el oído derecho.

Las alegrías iniciales que producían en Diana los primeros adelantos de Daniel, por insignificantes que parecieran, se veían empañadas con esta noticia. “Me dolía mucho que Daniel no escuchara por un oído”, afirma la mujer.

Con el paso de los días, el vómito de Daniel iba disminuyendo y cuando el pequeño llegó al año y medio de edad empezó a gatear. “La gente no se alegraba con que el niño gateara, veían como algo sin importancia que un niño de año y medio apenas comenzara a gatear”, anota Diana.

Adicional a esto, Daniel gateaba con la cabeza agachada y se golpeaba contra los muebles de la casa, lo que entristecía a Diana y molestaba a Juan Diego. Según ella, en esos días su familia y la familia de él se la pasaron peleando, porque los de Ituango no entendían por qué Daniel tenía que mantenerse en el piso y debía comer de una manera diferente. Juan Diego que, según Diana, asegura que Daniel siempre estuvo bien, incluso llegó a decir que si el niño se iba a morir, lo hiciera comiendo lo que le gustaba.

Un día, Gloria Ramírez le prestó a Diana la película Un milagro para Lorenzo. “Me la prestó para que yo viera la realidad de la enfermedad de Daniel. A partir de ahí, yo me podría echar a la pena o pararme a seguir luchando”, cuenta Diana.

Pero ella, aunque a veces se deprimía de tal forma que sólo esperaba que Daniel se durmiera para ponerse a llorar, se devoró libros completos de Glen Doman e intensificó los esfuerzos en la terapia con su hijo. “Yo soñaba saliendo a comer helado con Daniel”, confiesa.

Diana le trabajó mucho a su hijo la parte fisiológica, sacándolo a la rampa de su casa y gateando con él allí. No tanto el área intelectual, que implicaba unos costos que ella no podía cubrir.

Aunque Diana considera que no se moría por la rumba, la entrega a su hijo le significó sacrificar gran parte de su vida social. Sin embargo, los buenos resultados se fueron notando.

A los 2 años Daniel dio los primeros pasos y a los 3, mejoró bastante el equilibrio para caminar. Comenzó a balbucear a los 2 años y a pronunciar frases y oraciones a los 2 años y 9 meses.

A veces, antes de que Diana lo lleve a la guardería Destellos de Luz, Daniel le dice: “Mami, este oído lo tengo malo”. Aunque la madre teme que en cualquier momento la salud del niño empiece a decaer, el único rezago que queda de la leucodistrofia metacromática de ácidos grasos de cadena larga es una deficiencia en el oído derecho que le afecta un poco el equilibrio.

La mujer de 22 años, madura como una abuela y con el cansancio que reflejan sus ojos, acepta que en Destellos de Luz Daniel juega, ríe, llora y es grosero como cualquier otro niño. Ahora, con 5 años, si bien sigue llevando parte de la dieta, cuando su madre lo recoge en las tardes puede ir con ella a cumplirle el sueño de comerse un helado juntos.

*Según Cecilia Marín, neuróloga de la U. de A., la leucodistrofia metacromática de ácidos grasos de cadena larga es un trastorno en el metabolismo de ácidos grasos que se manifiesta, principalmente, en personas mayores de 4 años. Es decir, puede ser una deficiencia o un daño total en la absorción, transformación, utilización y excreción de grasas que se necesitan en el organismo para su buen funcionamiento.

Así las cosas, el Sistema Nervioso Central está recubierto de mielina y ésta tiene un gran componente graso, la pared celular está conformada por fosfatos y grasas (fosfolípidos), las hormonas y enzimas tienen ácidos grasos y las vitaminas son, en gran parte, ácidos grasos, lo que hace que la persona con leucodistrofia metacromática de ácidos grasos de cadena larga pueda manifestar numerosos signos y síntomas: dejar de hablar, dejar de moverse, convulsionar, respirar mal y sufrir trastornos en la parte inmunológica, lo que la va disminuyendo hasta morir, agrega la doctora.

En el caso de Daniel, no se movía, no enfocaba, no sostenía la cabeza, se asustaba por todo, no localizaba sonidos, sufría muchas gripas y mantenía un llanto débil permanente.

La médica Gloria Ramírez le diagnosticó a Diana que, con 11 meses, Daniel tenía una edad de desarrollo neurológico de 2 meses.

"Abrir y cerrar puertas es lo de menos"


Por: Juan Carlos Valencia Gil.

Carlos Humberto Piedraíta se levantó a las tres de la mañana, salió de su casa, en San Cristóbal, a las tres y media y cogió el colectivo de las tres y cuarentaicinco para llegar al edificio Conquistador del Parque (Calle 36 # 66-06). Arcángel de Jesús Monsalve se subió en su bicicleta a las cuatro y media de la mañana para partir desde Itagüí y pedalear por la Autopista hasta llegar al edificio Posada de la Sierra (Calle 35 A # 65 D 62). Y John Jairo Correa salió de su casa, en Manrique, a las doce y media del día en su moto AKT, rumbo al edificio El Parral (Carrera 66 # 35-51). Los tres, con un mismo destino: el barrio Conquistadores de Medellín.

Carlos Humberto llegó a su lugar de trabajo a las cinco de la mañana y le recibió el turno a su compañero Serafín Ortega, que había laborado en la noche. Serafín le informó cómo quedó la situación de la correspondencia y los pedidos de leche, fruta, Coca cola y huevos.

Arcángel terminó la contrarreloj desde Itagüí hasta la portería del edificio donde trabaja y guardó la bicicleta en uno de los parqueaderos, justo al lado de su otra bicicleta, destartalada porque un bus se la dañó, por lo que, desde entonces, le toca hacer el recorrido con más precaución.

Después de revisar las dos puertas para carros y la peatonal, Carlos Humberto aseó la recepción del edificio y sacó la basura al carro, antes de que fueran las siete de la mañana, cuando comienza la congestión por la entrada y salida de gente del Conquistador del Parque.

En su recorrido hasta la esquina, una señora que caminaba por los parques de Conquistadores le pidió el favor de que le avisara cuando fueran las siete y quince. Él, de 52 años, moreno, canoso y con un ojo bizco, le respondió con amabilidad que con mucho gusto.

Al volver al edificio, repartió los pedidos de cada apartamento puerta a puerta.

Arcángel salió de su cubículo de vidrios polarizados, le entregó un televisor viejo a un reciclador que conocen en el sector como “El Indiecito” y compró el periódico para una de las señoras del octavo piso.

Luego, este hincha del Deportivo Independiente Medellín, que hasta hace 8 años, cuando empezó a trabajar en el Posada de la Sierra, había sido oficial de construcción, barrió la acera del edificio y regó las flores del antejardín.

“Viejo, ¿pa’ dónde viene eso?”, le preguntó Carlos Humberto a un vendedor de aguacates que se arrimó a la portería a las diez de la mañana. “Venga don Carlos, dígame haber cuál está bueno como para el almuerzo”, dijo uno de los vivientes en el edificio, mientras los dos husmearon a ver cuál era la calidad de la fruta que ofrecía el vendedor.

Se acercaba el mediodía y Arcángel no tenía tiempo ni para sentarse a comer lo que había llevado en la coca o lo que la gente del edificio le había dado: atendió el domicilio de los pollos, abrió la puerta del parqueadero superior para el carro que entraba, antes de contestar el citófono, tapó el aparato con las manos para poder ver la lucecita roja del número del apartamento que lo llamaba, le dijo a doña Carolina Acosta que ya le colaboraba con el carrito para el mercado, contestó el teléfono, le indicó a Azucena, la señora del aseo, dónde había quedado el límpido, envió el pedido de cada apartamento por el ascensor y le prestó el citófono a un niño que necesitaba llamar a la mamá para que le bajara el mp4. Todo, en no más de cinco minutos, con un trapo sostenido en la mano como para matar moscos y con una alegría y unas ganas desconcertantes.

“La clave de esto es estar activos en la actividad. Éste es un oficio en el que a uno no le pueden dar rabias. Yo soy consciente de que ellos (los residentes) son los que nos pagan. Además, siempre hay que hacer algo, porque si uno se sienta, se duerme y hasta ahí le llegó la coloquita. Hay que sacar el ratico para comer y para ir al baño”, expresó Arcángel con regular dicción y aprovechó su estado físico de ciclista para seguir con el trajín.

Carlos Humberto, que lleva cinco años y medio en el Conquistador del Parque, recibió el manual de funciones cuando comenzó a trabajar allí, pero ya “ni me acuerdo dónde estará ese manual, eso lo usan es más que todo los nuevos”, dijo, mientras anotaba en el cuaderno de cuentas las consignaciones de la Administración y los pagos de los pedidos que la gente hizo en la semana.

Una mujer con un bebé de brazos iba de salida y cogió la cuenta de los servicios públicos de su apartamento que estaba en la mesa de la portería. “Don Carlos, esto sí va cada vez más para arriba, ¿no?” “¡Cómo doña Gloria, esto está muy verraco!”, contestó él entre risas.

A las doce del día, la portería del Conquistador del Parque presentaba calma. Un espacio muy iluminado, con memorandos de la Administración y periódicos arrumados en una mesa, una silla Rímax verde, un bombillo rojo pequeño que se enciende cuando alguna de las puertas está abierta y un radio y un televisor apagados. El hombre de camisa blanca manga corta y pantalón y corbata azules oscuros limpiaba los vidrios, organizaba los documentos y vigilaba a un niño del edificio que montaba en bicicleta.

A Carlos Humberto no le gustan los vidrios polarizados y “gracias a Dios aquí no hay, porque uno queda como ahogado”, dijo y agregó que “no prendo el radio ni el televisor porque no hay tiempo”.

Él aseguró que el turno de la tarde es el mejor “porque es más descansado. Toca más que todo pelear con las hojitas de los árboles que se caen y se caen y uno no termina nunca de barrerlas, y darles vuelta a los parqueaderos”. De todos modos, los porteros cambian de turno semanal o quincenalmente.

“Qué hubo mona, éntrese y se toma un vasito de agua”, le dijo Arcángel a la mujer que llevó la correspondencia al Posada de la Sierra. Su oscuro cubículo ardía de calor a esa hora, aunque “son mejores estos vidrios polarizados, por seguridad”, afirmó.

Allí hay un pequeño ventilador que poco sirve, pues el aire que despedía se percibía aún más caliente que el ambiente, un radio sintonizado en el programa deportivo Wbéimar Lo Dice, un citófono para los apartamentos que sonó cada tres minutos y otro para el ascensor, un teléfono, dos dispositivos para activar las alarmas y uno para abrir y cerrar las puertas, dos imágenes del Señor de los Milagros de Buga y una de María Auxiliadora, un fogón y una pequeña poceta al lado, tres Coca colas de dos litros en el piso y una repisa saturada de papeles.

A la una y media de la tarde, John Jairo Correa removía tierra con una pala en el antejardín del edificio El Parral. Hacía una hora había llegado a recibirle el turno a su hermano Fredy.

John Jairo, un tipo de 33 años, elocuente al hablar, de ojos verdes y cabello engominado, lleva 15 años trabajando en las porterías de los edificios residenciales, 7 de ellos en El Parral y está terminando el bachillerato. Dijo que hacía jardinería, aunque no estuviera dentro de sus funciones, por no quedarse oyendo radio a esa hora, puesto que le gustan son los noticieros y los programas cristianos nocturnos.

Más tarde, le subió un mercado a una mujer del cuarto piso, lavó las canecas de la basura y barrió el patio del edificio. A él, igual que a Carlos Humberto y Arcángel, les exigieron para trabajar la libreta militar, el certificado del DAS, la hoja de vida y experiencia laboral.

Joaquín Gómez llegó al Conquistador del Parque para recibirle el turno a Carlos Humberto. Es un rubio de 34 años, tuzo, gordo y le faltan varios dientes. “Mirame la aguapanela que está en el fogón”, le dijo Carlos Humberto.

En el Conquistador del Parque, cada portero le deja lista la bebida al compañero que llega. Ésta, basada en la aguapanela, varía de acuerdo con el horario: aguapanela sola en la mañana, con limón en la tarde y tinto en la noche.

“Ahí viene Juaco con el mecato”, expresó jocosamente Carlos Humberto, al ver que Joaquín volvía con el pocillo en la mano y probando la bebida con cuidado para no quemarse.

Carlos Humberto, que trabajó como auxiliar de contabilidad en Coomeva e hizo un curso de escolta de un mes antes de dedicarse al oficio de portero, salió para su casa. Durante su estancia allí, colabora cocinando, despachando a sus dos hijas para el colegio y “arreglando” la casa mientras su esposa trabaja.

Enrique Noguera reemplazó a Arcángel en el Posada de la Sierra. Ya a las dos de la tarde, la situación en la portería de este edificio parecía mucho más tranquila. Enrique oía “Entre comillas”, de Darío Gómez a un volumen bajo y le abría la puerta a una que otra persona que entraba o salía.

Arcángel, ese moreno alto, grueso, de 53 años, que usa unas gafas grandes de marco dorado para leer y ayuda en trasteos de gente del edificio y hasta consiguiendo compradores para los apartamentos, se montó en su caballito de acero y se fue para Itagüí, donde vería el clásico entre Nacional y el DIM y haría fuerza por su rojo del alma.

Por su parte, John Jairo desempeñaba el rol de recreacionista en el patio de El Parral. Eran las cinco y media de la tarde y el portero jugaba fútbol con cinco niños allí.

Pero un hombre que buscaba entrar en su carro se enojó al ver que él no le abrió la puerta de inmediato. “Qué hubo hombre, dónde andabas”, le preguntó el exasperado señor. “Qué pena doctor, estaba haciendo una diligencia urgente”, contestó el portero.

No obstante las dificultades que se les presentan, John Jairo, Carlos Humberto y Arcángel coincidieron en manifestar el gusto por su trabajo y en afirmar que reciben un muy buen trato por parte de las administradoras de los edificios. John Jairo incluso dijo que le encanta este oficio porque “me hacen sentir persona. La gente del edificio no lo atropella a uno por el hecho de que tiene más plata”.

También explicó que los mismos ocupantes del edificio a veces no entienden que a ellos los contratan con el rótulo de “oficios varios” y no sólo como porteros. “Abrir y cerrar puertas es lo de menos. Por los 486.000 pesos que pagan, a uno le toca hacer de todo y estar de aquí para allá todo el tiempo”.

John Jairo estuvo hasta las nueve de la noche en El Parral. Fuera de este oficio, él hace trabajos de electricidad y plomería de manera independiente.

A esa misma hora, Serafín reemplazó a Joaquín en el Conquistador del Parque. A las doce, el de nombre angelical activó las alarmas, dejó sola la portería y comenzó a hacer el aseo de todos los pasadizos del edificio.

Entretanto, Jaime Villa, que recibió la jornada nocturna en el Posada de la Sierra, lavó los carros de dos de los ocupantes del gigante de concreto. Y todo, mientras la gente descansaba en sus apartamentos.

lunes, 11 de junio de 2007

La Antigua Grecia vive al pie de la Catedral


Por: Juan Carlos Valencia Gil.

Una voz sobresale entre el murmullo del Parque. “¡Vea hombre, no aleguemos más, acepte que los paisas somos los dueños de este país. Claro, es que somos descendientes de judíos. ¿Quiénes embellecieron a Bucaramanga? Los paisas. ¿Quiénes arreglaron El Cartucho? Los paisas. Mire, yo voy a todas partes a vender esto y sé del respeto que nos tienen, y ustedes son trabajadores de nosotros”!, le grita un vendedor de manillas a un chocoano sesentón que, sentado en el muro, sólo lo mira sin pronunciar palabra.

Al lado del chocoano hay cuatro tipos: uno tiene gafas oscuras y camiseta de River Plate, otro es gordo y tiene la cabeza rapada, otro es un “habitante de la calle” que tiene la mirada perdida en el ojo derecho, y el más viejo de todos, que usa un sombrero pequeño y una camisa de botones abierta, dice ser de Liborina. Están en el costado sur al lado de “Bolívar sobre el caballo”.

Son las tres y quince de la tarde de un sábado de marzo y la gente copa lentamente el Parque Bolívar, mientras el brillante Sol hace que las sombras de las acacias, los algarrobos, cauchos, mangos, eucaliptos y crotos se conviertan en las mejores aliadas para los desprevenidos conversadores. “¡Lleve la paleta, el mantecado!”, ofrece el heladero ambulante con su nevera de icopor en la espalda. “¡A mil, a mil, a mil!”, le contesta un tipo que está sentado en una de las bancas de la mitad del Parque. “¿Va a chupar o qué?”, le pregunta el comerciante tratando de quitarse de encima sus charlas.

Desde hace unos cuarenta años, cuando Gonzalo Arango predicaba allí su Nadaísmo, el Parque acoge a los denominados corrillos, grupos de personas que se forman para desarrollar conversaciones, discusiones y hasta polémicas espontáneas.

“Qué va, aquél es muy agrandado. Yo vengo de los africanos, que son el origen de la humanidad”, dice el chocoano después de que el exaltado vendedor de manillas se fue. “Don Chepe, no le pare bolas, ése no es sino bulla. Le apuesto a que no es capaz de decir eso mismo fuera de Medellín”, anota Manuel Antonio Pérez, el viejo de Liborina.

El Parque, cuyos terrenos fueron donados en 1844 por el inglés Tyrrel Stuart Moore, se llamó Plaza Villanueva hasta 1871. A partir de entonces, se conoce como el Parque Bolívar. Cuenta con la Catedral Metropolitana de Medellín, construida en 1875.

Hasta mediados del siglo pasado, las familias con mayor poder económico de la ciudad buscaron vivir en sus alrededores. No obstante, el Parque ha experimentado transformaciones que posibilitan que hoy, diferentes clases sociales y vertientes ideológicas se hayan apropiado de él.
A diario, desde las dos de la tarde generalmente y hasta las diez u once de la noche en algunas ocasiones, se forman los corrillos en el sector sur del Parque. José Gaviria, Cipriano Padilla, Víctor Yépez y Álvaro Acevedo son conocidos en el lugar por ser los más polémicos a la hora de confrontar las ideas.

Según Luis Fernando Zuluaga, quien visita el Parque hace 19 años, estos hombres van hace 30 y 35 años y basta conque uno de ellos irrumpa en un diálogo para que se forme la romería. ¿Y cómo se disuelven los corrillos? Simplemente “cuando el tema y quienes lo debaten estén agotados”, explica.

Usualmente se forman cuatro o cinco corrillos principales en torno a estos personajes. Son grupos que se amplían y se reducen a cada instante según el interés de cada quien. Los integran abogados, profesores, jubilados, mensajeros, vendedores ambulantes, pintores, médicos, habitantes de la calle, poetas, locos, religiosos, filósofos, matemáticos, vagos y transeúntes, por mencionar sólo algunas de las personalidades que les dan vida a los temas que se tratan.

“No, y los africanos siempre son gente muy verraca. Cómo es que son capaces de soportar todas esas hambrunas y esas sequías, mientras que por acá tenemos agua y de todo y nos mantenemos poniendo problema”, agrega el gordo cabecipelado. “¿Agua? ¿No han visto los programas de Discovery en estos días sobre el calentamiento de esos polos?”, pregunta Manuel Antonio.

Y los corrillos están ahí, mezclados con los homosexuales, travestis, prostitutas, drogadictos, curas, ajedrecistas, que recorren la pasarela con más naturalidad y libertad que en otros sitios.

Como en las plazas públicas de la Antigua Grecia, donde los hombres se reunían a discutir los postulados de Sócrates, Platón y Aristóteles sobre los asuntos existenciales, científicos y acerca del buen gobierno de la polis, sucede también en el Parque, donde sólo una que otra mujer se acerca a los corrillos con la curiosidad por saber de qué hablan ellos, pero se aleja en poco tiempo como desconcertada por el transcurrir de las discusiones.

“Claro, es que ya se está viendo lo que dice en el Apocalipsis. No se les haga raro que estemos cerquita del Juicio Final”, responde el de gafas oscuras y camiseta de River Plate mientras abre un libro de la fuerza del Espíritu Santo.

En los corrillos ha habido agresiones físicas. Incluso actualmente se siguen presentando. Sin embargo – aclara Luis Fernando Zuluaga –, suceden esporádicamente, puesto que el trabajo de los agentes de policía del CAI le ha dado mayor seguridad al Parque. La clave para participar en las discusiones – dice – está en tener presente que no se pierde ni se gana nada; sólo se confrontan argumentos.

Precisamente con el fin de organizar esa pasión discursiva de la gente y ofrecer un espacio institucional para el desarrollo de la cultura, Fernando Higuita, junto con otros amigos, crearon hace tres años la Fundación Social y Cultural El Parque Habla.

Con los dineros que recibe de la Administración municipal, la Fundación comenzó con la misión de abrir un espacio en el Parque los viernes, de cuatro a seis de la tarde y los domingos y festivos, de dos a seis, para las diversas manifestaciones culturales de Medellín: la literatura, la música, la danza, la poesía, las charlas de intelectuales y el teatro, dirigidos principalmente a la “población permanente” del lugar.

“Pero recuerden que todo aquél que se arrepiente, por más malo que haya sido, lo acoge Dios”, señala el de gafas oscuras y continúa explicando, con base en los dibujos del libro, que el hombre nace con el corazón bueno y con la libertad para hacer el bien o el mal. “Caballero, perdóneme pero así no son las cosas”, replica Gerardo López, que hace un momento se integró al grupo. “Entonces qué, ¿Hitler se arrepiente y listo, lo acoge Dios? No, ese cuento si no es conmigo”.

“Sabe qué Gerardo, no se crean tan santos, que ustedes los católicos son más pecadores que cualquiera”, alega Álvaro Acevedo, que acaba de llegar y tiene una Biblia en su mano derecha.

Pero después de dos años de trabajo de la Fundación El Parque Habla, apareció otra organización paralela denominada El Ágora, dirigida por Jorge Castañeda, ex socio fundador de aquélla. El problema radica en que los miembros de una y otra, literalmente, no se pueden ni ver.

Según John Jairo Valencia, integrante de la Fundación El Parque Habla, la discordia entre las partes y la creación de El Ágora se deben al despido de Fernando Higuita y Jorge Castañeda por graves faltas contra los estatutos de la Fundación.

Aunque acerca de las de Castañeda no tiene conocimiento, sobre Higuita dice que hacía su radioperiódico El Semanario del Parque sirviéndose de los equipos técnicos, los horarios y la logística de la Fundación y “despotricando del presidente Uribe, cuando nosotros tenemos como regla no hacer apología de política ni de religión”. Además – agrega –, él es comerciante de mármol y “lo negociaba en los pueblos a nombre de la Fundación”.

Paradójicamente, quien aparece hoy como presidente oficial de la Fundación en los registros de la Cámara de Comercio es Fernando Higuita. A Luis José Peñuela, quien ejerce las funciones de presidente, “no lo hemos reportado a la Cámara para poder demandar a Higuita”.

Al respecto, Jorge Castañeda, director de El Ágora, afirma que “nosotros fundamos El Parque Habla, pero mi compañero Luis José Peñuela metió a su novio Edal Monsalve a la Fundación y él se apoderó de todo”.

Entonces la Fundación – explica – cambió su razón social, que “era la utilización de la palabra, para traer artistas de música guasca y carrilera con los que sólo las putas y los gamines gozan. Reciben 40 millones de pesos de la Alcaldía por traer circo al Parque”.

Castañeda anota que artistas como los de la agrupación teatral La Barca de los Locos “llevaban 20 años viniendo y no volvieron por Edal Monsalve”.

Si bien El Ágora aún no cuenta con personería jurídica, su director asegura que van a luchar por conseguirla, puesto que “nos duele lo que pasa aquí porque este Parque es la identidad de Medellín”.

Aduciendo este sentido de pertenencia por el Parque, a las seis de la tarde El Ágora presentará una obra de La Barca de los Locos y un conversatorio titulado “El resurgir de Carabobo a cambio de la muerte de los Parques de Medellín”.

Y es que en el marco del XIII Congreso de la Asociación de Academias de la Lengua Española, “nos da tristeza que no hayan hecho ningún evento aquí”, expresa Castañeda. Pero no sólo es el sentimiento de los miembros de El Ágora. Incluso “La Mona”, una de las mujeres más conocidas y tradicionales del Parque, sumergida en una profunda traba y apenas pudiendo hablar, dice que “los reyes pegaron pa’l Metrocable y pa’ Carabobo, nos tienen olvidados”.

Sin embargo, John Jairo Valencia señala que la gente de los corrillos “le para pocas bolas a estas actividades culturales” y aunque, según él, las voces de apoyo a El Parque Habla y a El Ágora están divididas, no se presenta buena concurrencia a los eventos organizados por una y otra. “Asisten más que todo transeúntes”.

Adicional a esto, sostiene que “el nivel intelectual en el Parque es más bien bajito. A veces vienen personajes muy capacitados y académicos que se ahuyentan al notar la poca calidad del discurso aquí”.

“Vea Álvaro, no me haga hablar, que usted sabe que la mayoría de esos pastores evangélicos han sido ladrones y sicarios”, contesta Gerardo López. “¡Calumniador!”, grita Álvaro. “No señor, ellos mismos lo dicen en sus discursos”, responde Gerardo. “Ah, ¿sí?, ¿me está hablando muy durito?, ¿quiere que hablemos de la Inquisición o qué?, de esas masacres que cometía la Iglesia Católica contra quienes pensaran diferente”.

En el corrillo ya hay unos 30 hombres. Dos de ellos han permanecido en silencio todo el rato como sin saber qué decir.
Uno es Hernando Patiño Gil. Tiene 49 años y 20 de ellos yendo al Parque. Es sacerdote católico de la Diócesis de Santa Rosa de Osos, pero dejó de ejercer porque no se considera digno de ello. Es licenciado en Filosofía e Historia de la Universidad Santo Tomás de Bogotá.

Hace cinco meses le diagnosticaron el VIH positivo. “Después de venirme de Santa Rosa viví dos meses en la calle. Encontré en el pueblo el apoyo que me negaron en mi familia y en el Seminario. Este Parque es lo único que me genera ganas de vivir. Nunca sentí a Dios como lo siento aquí ahora”. Hernando dicta conferencias sin cobrar un solo peso porque “a mí sólo me gusta hablar y que me escuchen”.

El otro es Gonzalo Giraldo. Tiene un chaleco puesto y un casco en la mano. Es mensajero. “Dios es lo perfecto del mundo, y como nada es perfecto, Dios no existe”, sentencia. “Esto aquí es tan tremendo que llega un creyente con pocos fundamentos en su fe y en tres meses se vuelve ateo”.

En diez minutos, Giraldo habla con propiedad de Shakespeare, Kant, Jesucristo, Ortega y Gasset, Nietzsche, Baruch de Spinoza y Yibrán Jalil Yibrán.

“Bueno, bueno, bueno pues viejo, desocúpeme el puesto que aquí no cabemos usted y yo juntos”. “Ése es “Medallo”, el jefe de los paras…, de los parapléjicos del Parque”, explica Gonzalo. Es un tipo de no más de un metro con 60 centímetros, tuso y con una cola en la parte de atrás de la cabeza (al estilo de Pedro El Escamoso), y apoyado en dos muletas viejas de palo.

La discusión en el corrillo se detiene para esperar el desenlace de la escena de la braveada de “Medallo”. El viejo de Liborina saca una moneda de 200 pesos del bolsillo del pantalón. “Tomá pues hombre a ver”, le dice. “Medallo” recibe la moneda y se va feliz. Muchos de los presentes sueltan la carcajada, pero les dura poco.

“Sabe qué Álvaro, usted ha estado en cuanta religión hay, bregando a ver cuál le hace el milagrito de salir de pobre y no ha podido”. “Y usted por qué siempre ha sido católico hombre Gerardo, ¿porque tiene razones o porque su mamá lo metió ahí?” “¿Sabe por qué? Porque me da la gana”. “No viejo, a mí hábleme con argumentos. ¿O es que no los tiene?”.

Suenan las campanas de la Metropolitana convocando para la misa de las seis y media. Falta un cuarto para las seis y el brillante Sol y el cielo despejado que le servían de techo al Parque le dan paso a una inmensa nube gris. El olor a marihuana vence la sobriedad.

Mientras Gerardo busca los argumentos que le exigió Álvaro y Dios está postrado ante las palabras del mensajero, empieza a lloviznar. Hoy los corrillos no durarán hasta las diez u once de la noche y el evento programado por El Ágora deberá hacerse otro día.
La intensidad de la lluvia aumenta y poco a poco la gente desaloja el Parque. Hasta Dios, que así se escapa del castigo del mensajero. Con el aguacero, no queda en el Parque ni el eco de las palabras.