jueves, 13 de agosto de 2009

Un médico del espíritu en medio de las fábricas de Guayabal

Graduado como médico general en la Universidad de Antioquia, Juan Felipe Jaramillo Toro creó “Montaña de Silencio” en pleno corazón de Guayabal (Calle 7 Sur N° 51 – 52), un lugar donde combina las dos pasiones más grandes de su vida: la práctica del budismo Zen, en la que se desempeña como monje, y la medicina complementaria, que desarrolla en su consultorio “Medicina del Jardín”.


Por: Juan Carlos Valencia Gil


Cuando la anciana subió la última escala, lo primero que hizo fue quitarse los zapatos y ponerlos en el armario. Una niña vestida de uniforme de colegio y su madre, quienes la acompañan hacen lo mismo. Al joven que completa el grupo, entretanto, parece no importarle y, con sus tenis puestos, se sienta en uno de los muebles. Las tres mujeres también se sientan a esperar su turno.

Faltan diez minutos para las cinco de la tarde cuando el doctor, que estaba al interior de su consultorio, se para en la puerta y le dice a la anciana que siga. Es un hombre trigueño, casi moreno, mide un metro con setenta centímetros, tiene la cabeza completamente rapada y usa gafas.

Su vestimenta no saldría de lo común si no fuera por sus sandalias negras de cuero. Dentro de ellas están sus pies cubiertos con unas medias azules. El resto del atuendo es típico, pero más informal que el de la mayoría de los médicos: pantalón de dril y camisa de mangas cortas.

La señora ingresa al consultorio y el médico cierra la puerta. Afuera, Montaña de Silencio le rinde honor a su nombre. En el lugar, la suavidad de la música orquestada le pide permiso a la paz del espíritu. Todas las paredes están forradas en tablilla, incluso el cielo raso.

Es un segundo piso donde está el consultorio (Medicina del Jardín), la recepción, la habitación del doctor y un salón grande con colchonetas en el piso y un tambor en la mitad donde se realizan las prácticas del budismo Zen. Esto, sumado a la imponencia de los cuadros del Dalai Lama y a la decoración en madera alusiva a la naturaleza, hace que el sitio parezca un templo oriental, sacado de una película de artes marciales.

Después de unos quince minutos, la puerta de Medicina del Jardín se abre de nuevo y la anciana, junto a sus acompañantes se despide del doctor y su secretaria y buscan las escalas para marcharse del lugar. El médico, por su parte, vuelve y se quita su delantal para sentirse cómodo e invita a pasar al reportero para contarle el cuento.

Contestatario desde siempre

Juan Felipe Jaramillo Toro nació en el Hospital San Vicente de Paúl de Medellín en 1955. Es hijo de Clara Toro (viva) y Jaime Jaramillo (murió en el 2001), quienes le regalaron cuatro hermanos: dos hombres y dos mujeres, aunque por parte de padre tuvo otros cuatro, de los cuales murió uno. “Soy de un género abundante. Como decía alguien, de los arrechos positivos”, apunta el médico entre risas.

Su infancia la transcurrió entre los barrios Estadio, Laureles y Santa Gema y siempre, caracterizado por las travesuras y la hiperactividad. Cómo sería la situación, que el mismo Juan Felipe acepta que cuando en su familia jugaban a las penas, la única que nadie cumplía era cuidarlo a él al menos cinco minutos.

“Mi infancia se dio entre mucha energía y la frecuente llegada de una mano con una correa. Hasta que aprendí a que no me doliera y desafiaba: pégueme otra vez, otra y me aguantaba la lagrimita”.

Sus estudios de primaria y secundaria los desarrolló en los colegios Jesús María y Calasanz. Y a pesar de ser unas instituciones tan católicas y su familia tan allegada a esta religión, a los 12 años Juan Felipe empezó a cuestionar las bases de la enseñanza cristiana. En sus recuerdos están las misas en La Consolata donde, según él, les cerraban las puertas para que no se salieran antes de tiempo.

Juan Felipe dice que eso lo marcó de tal manera que, cuando el vio que era obligación estar ahí, sintió que no debía ir más a ese templo. “No sé si agradecerles a esos curitas que hacían una práctica tan tonta, el que me hayan sacado de la iglesia católica. Hoy, aunque me sigo considerando católico, no soy confesional, no practico”.

Con ese espíritu rebelde o, como lo llama él, “contestatario”, Juan Felipe se independizó de su familia a los 17 años. Se fue un año para Europa por una razón intelectual: quería estudiar psicoanálisis. La mayor parte del tiempo la pasó en Bélgica y al final, producto de la misma inestabilidad de su edad, decidió que su futuro no estaría en el psicoanálisis, sino en la medicina.

En principio, quiso estudiar la medicina en Europa, pero se devolvió para Colombia en busca de “condiciones más favorables”. Regresó a su casa por un tiempo, luego se fue a vivir con unos amigos al barrio Cristóbal, más tarde vivió en Copacabana y Santa Elena, y todo, en el marco de “una vida itinerante que hacía parte de las características de cierta generación”.

Enyerbado por la medicina complementaria

Antes de comenzar su carrera en la Universidad de Antioquia, Juan Felipe era bastante inquieto por la vida del campo, las culturas indígenas y las medicinas tradicionales de otros países como China. Ya en el cuarto semestre, con la llegada de conferencistas a la Universidad a hablar de la homeopatía, la acupuntura y otras técnicas medicinales que se conocen como alternativas, el aspirante a médico sintió que tenía en frente la visión de otro mundo: su mundo, lo que él llama la medicina complementaria o integral.

A partir de ese momento, “las únicas prácticas alopáticas (medicina occidental tradicional) que hice fueron las propias del estudiante de medicina: cuando estaba en los últimos semestres y en el internado, pero ni siquiera en el rural tuve una práctica alopática pura”, afirma.

El año rural de Juan Felipe fue en el Atrato Medio, más exactamente en San Antonio de Padua. Allí visitó comunidades negras y algunas indígenas, lo que lo formó personal y profesionalmente, pues como no había consultorios ni camillas, le tocaba improvisar en el suelo con una sábana.

“Fue duro, pero esa vida itinerante, recorriendo esos ríos que se volvían cada vez más difíciles a medida que uno subía y que en verano eran terribles porque se secaban mucho, fue muy bella, muy interesante”.

De los negros dice haber aprendido que, sin lugar a dudas, son una parte ancestral humana muy valiente, que ha logrado preservar su cultura y adaptarse a las condiciones de vida actuales. “Ellos son el reducto de una transformación que los avasalla”. Juan Felipe entiende como el mejor rasgo de esta raza esa gran alegría que conservan a pesar del inmenso dolor que sufren.

Y de los indígenas, comenta tener una visión “apocalíptica”: “El indígena moderno, o abandona un poco su tradición, o se queda en un punto que ya no encaja mucho en el mundo moderno”. Sin embargo, manifiesta que “cuando el indígena se desplaza un poquito, algo se le raya”. La sabiduría ancestral del indígena es su mejor rasgo, según Juan Felipe.

De todos modos, Juan Felipe se entristece viendo la situación de las minorías étnicas, “metidas en una guerra absurda” y, en general, viendo el manejo que le dan los políticos colombianos al país. “Aquí el Presidente, en sus campañas, prometió acabar con la corrupción, y en cuatro años y medio de gobierno se han alcanzado niveles de corrupción inimaginables”.

Así, en el Atrato Medio, Juan Felipe desarrolló más que nunca su pasión por la investigación, puesto que mientras les daba a las comunidades sus conocimientos médicos, recibía de ellas los secretos de las plantas y de su relación con la naturaleza.

Autodidacta sin cadenas

Esa vena autodidacta ha llevado a este médico a interesarse no sólo por lo relacionado con su profesión, sino por otras áreas del conocimiento, como la literatura en sus diversas perspectivas. A los 13 años, por ejemplo, Juan Felipe tuvo en Fernando González, con su libro Viaje a pie, su primer amor literario. “Ese texto fue un himno que invitó a salir, a andar, era el libro del vagabundo”.

Además, leyó a novelistas como Dostoyevski y Tolstov, a filósofos como Nietzsche y “me sentía conociendo a seres humanos gigantescos”. Pero en definitiva, su autor preferido es Henry Miller, a quien considera como un compañero de viaje y verdadero instructor. “Sus novelas son autobiográficas, y fue apasionante ver el mundo a través de su vida”.

Y aunque tiene mala memoria para recordar frases de estos autores, a los malos escritores sí los nombra con facilidad: Og Mandino, Paulo Coelho, José Saramago, a quien califica como “negociante de la literatura” porque “cuenta las historias que la gente quiere oír”, y Anthony de Mello, que “ha publicado basura muy triste”.

Libros buenos, libros malos, el todo es que Juan Felipe Jaramillo ha sido un ratón de biblioteca con altos niveles de conocimiento alcanzados, al punto de que fue llamado por el CES para que dirigiera el departamento de Humanidades, sin importar que sólo tuviera el título de médico general.

No obstante, con la entrada al CES Juan Felipe tuvo dos grandes tristezas: en primer lugar que, por política de la institución educativa, le tocó cortarse su largo cabello para quedar tuzo; y en segundo lugar, vivir allí “una característica muy extraña de ciertas universidades en el mundo: ser un sitio donde el agobio, el estrés y la persecución académica son las reglas”.

En ese contexto, Juan Felipe salió de la institución y viajó a México como vía de escape. “Ésa era una política militaresca que yo nunca pude aceptar, no era lo mío. Irme para México fue recuperar la conciencia de que hay otras pedagogías en la vida. Trabajé con personas mayores de 25 años en una relación con la propia vida, con la naturaleza, fue una experiencia muy bella”.

El Zen: su mundo

Estando en México, a Juan Felipe le ofrecieron quedarse trabajando como conferencista sobre los Wirrárikas (descendientes de los Toltecas) a nivel mundial, pero no, el médico colombiano ya tenía las cosas claras. Así lo manifiesta en una sola frase: “Yo no servía para eso y me retiré. Mi mundo era el Zen”, agrega.

Cuando Juan Felipe viajó a la Sierra Nevada de Santa Marta, lo hizo con el fin de conocer la cultura de los Arahuacos. Sin embargo, allí se llevó una grata sorpresa: tuvo el primer contacto directo con el Zen. “En los amaneceres conversaba con una persona que había llegado de Medellín acerca de su experiencia con el Zen, y leíamos sobre este mundo que empezó a ser fascinante para mí”.

De esta rama del budismo que nació en la China, pero que fue fundada por Odi Dharma, un monje budista hindú, Juan Felipe tenía referencias de lectura, puesto que – explica Jaramillo –, el Zen comenzó a ser, dentro del “ambiente contestatario de mediados del siglo pasado (Contracultura norteamericana y el Mayo Francés), un punto de referencia muy importante”.

La búsqueda de una práctica como el Zen entonces, nació para Juan Felipe de una sensación de insatisfacción. Sentía que la vida era “limitada”, “insuficiente”, y quería encontrar algo que le diera un mayor significado a su existencia y que le ofreciera otra perspectiva de relación con el mundo.

En ese orden de ideas, encontró en el Zen “una forma de búsqueda espiritual que, aunque no es estrictamente una religión, sí tiene un contenido religioso muy profundo”.

Después de su diálogo con aquella persona de Medellín en la Sierra Nevada de Santa Marta, Juan Felipe tuvo contactos con el Zen Center en San Francisco, Estados Unidos, pero “no se me dieron las circunstancias para viajar allá”.

En el momento menos pensado, alguien lo llamó de Bogotá para contarle que allá estaba viviendo un monje Zen francés que estaba interesado en conocer practicantes del Zen en Colombia. “Al poco tiempo de habernos conocido, en 1989, yo supe que toda mi vida iba a pasar ahí metida”.

El 6 de enero de 1990, en una ceremonia sencilla en Altamira, Tolima, Juan Felipe recibió la ordenación de monje Zen de manos del francés Reytay Lemor, quien es el personaje que más admira el médico en el mundo. “Lo reconozco como mi maestro. Es increíble que un hombre a los 66 años siga teniendo ese temperamento, no esté esperando nada a cambio y continúe propiciando la práctica”.

De acuerdo al testimonio de Juan Felipe, el budismo se diferencia del cristianismo en dos aspectos fundamentales: primero, en que el Dios del cristianismo es un ser ultramundano en el que hay que creer por encima de todo. En el Zen (budismo), entretanto, “no hay nada en qué creer: hay que creer en lo que uno es. Buda no es un Dios; es un ser humano preocupado por las formas del sufrimiento humano”.

Y segundo, en que el católico sólo puede ser católico. El budista, por su parte, puede practicar el budismo y ser católico, musulmán o de otra religión. “Es una vida espiritual ecuménica porque no se rechaza a nadie por lo que cree, desde que no trate de imponer sus creencias”.

Cambio en la actitud: la gran diferencia

Juan Felipe sostiene que con el budismo Zen no cambió su vida, pero sí su actitud ante la vida. “Lo que enseña el Zen es a vivir en presente: lo pasado, pasado fue; y lo futuro, casi nunca sucede como se planea”, dice.

Y ese presente está determinado por su trabajo con el ser humano desde el punto de vista espiritual. Para ello, después de trabajar unos años en el Programa Aéreo de Salud (PAS), y llevado por la independencia que siempre lo caracterizó, Juan Felipe creó el centro de prácticas Zen Montaña de Silencio y dentro de él, su consultorio, Medicina del Jardín. En este lugar, se destacan ante todo el Zen y la medicina complementaria.

“Critico las deformidades que ha sufrido la medicina al adaptarse al sistema productivo capitalista, donde la relación médico – paciente terminó mercantilizándose completamente. Hoy en día, para nadie es importante el aporte espiritual del médico, como lo pudo haber sido hace 200 años, cuando el médico era un consejero, un sacerdote”.

Sin embargo, “si a mí me llega un paciente que yo sospecho tiene una apendicitis, cómo lo voy a mandar a que se ponga emplasticos de barro, se tome unas tizanitas y vuelva mañana tranquilo, cuando yo sé que si a ese paciente le da una peritonitis, en 24 horas está a punto de morirse. Yo no soy pendejo”, aclara.

Juan Felipe sintetiza su exposición sobre su práctica médica, explicando que el sufrimiento humano tiene un origen espiritual muy importante que él trata de atender, pero cuando la parte médica pide intervención de alto nivel tecnológico, sabe dónde mandar a los pacientes para que encuentren ayuda, u ofrecérselas cuando esté al alcance de su mano.

Lo que tiene claro Juan Felipe es que el paciente que va a su consultorio no busca un médico general convencional. “Y como médicos complementarios, estamos perdidos, somos pésimos médicos desde el punto de vista de los resultados, pero desde el punto de vista humano y de recuperar la relación con la vida, estamos situados en un nivel superior”.

Ésa es una diferencia entre los médicos alópatas y los complementarios, señala Juan Felipe. Las demás – comenta –, tienen que ver con la apariencia física y la actitud ante la vida. Los médicos alópatas, según él, son muy elegantes y su apariencia es rigurosa. Mientras tanto, “los bioenergéticos tenemos un aspecto, si no desarreglado, sí más ligero, más tranquilo”.

En cuanto a la actitud, Jaramillo expresa que los alópatas tienen una dificultad para abrirse al discurso diferente. En los complementarios, dice que aunque también hay gente rígida, hay una disposición a tomarse más tranquilamente la relación con el mundo.

Y así es Juan Felipe: un tipo abierto, alejado de dogmatismos, espontáneo, de expresión ágil al hablar y tranquilo casi siempre, menos cuando le dicen mentiras, sobre todo si provienen de alguien en quien él ha confiado.



Después de todo, sólo vale el presente


Pero no toda su vida la llevó con esa sencillez y esa paz interior de las que goza ahora. También hubo momentos muy duros, en especial los dos períodos de depresión que sufrió entre los 21 y los 24 años, los cuales califica como la época más difícil de su vida.

De la primera depresión, Juan Felipe recuerda que “aceptaba de vez en cuando ir donde unos amigos y, en una de esas salidas, sin darme cuenta, una niña de unos 15 años se me acercó y me llevó a un lugar donde me chupó. Inmediatamente sentí que algo en mí se despertó. Fue como si me hubiera hecho un tratamiento para sacarme de la depresión”.

De la segunda depresión, el médico salió gracias al Zen. Comenzó a meditar en las mañanas, a hacer ejercicios físicos y se volvió vegetariano radical. “Eran cosas coherentes con mi naturaleza que me alejaban de ese camino de la depresión”, anota.

Por otro lado, el matrimonio y la crianza de sus hijas también han sido experiencias duras para Juan Felipe. De Marta, su ex compañera, se separó hace 17 años. Y con sus hijas, María y Meliza, aunque hoy la relación es buena, fue complicado – cuenta –, sobre todo cuando transcurrían la adolescencia.

Además, la creación de Montaña de Silencio, puesto que después de salir del PAS, no le quedó más remedio que sobrevivir de lo que sabía. Pero si bien empezar fue difícil, Juan Felipe ya lleva 16 años en Guayabal, plena zona industrial de Medellín, “donde menos pensaba que iba a terminar viviendo, en el sitio más contaminado de la ciudad por los gases, los ruidos, pero bueno, aquí se creó y se sostiene el lugar de prácticas (Zen) y eso es muy importante para nosotros”.

Tan trascendente es Montaña de Silencio para Juan Felipe, que su principal sueño es convertir este centro en un lugar que permita otras actividades relacionadas con la práctica del Zen, un espacio adecuado para que los residentes vivan allí como monjes.

Revela esa esperanza aunque, en realidad, no es muy dado a pensar en sus sueños porque, según él, “los sueños son el espectáculo de la noche, y todas las noches hay muchos sueños”. Entonces, Juan Felipe prefiere vivir intensamente el aquí y el ahora.

Hoy, por ejemplo, se levantó antes de las cinco de la mañana, hizo algo de yoga antes de la meditación, se bañó y meditó por una hora y cuarto. Desayunó frutas, atendió consultas hasta el mediodía e hizo el almuerzo (generalmente vegetariano, aunque no tiene problema en comer carne) porque le gusta cocinar.

En la tarde, volvió a las consultas y ahí está, sentado en su escritorio, bajo una luz tenue, rodeado de móviles con motivos de dragones, tamborcitos y animales que reflejan el estilo oriental del consultorio, preparándose para entrar a la segunda práctica a las seis y media.

Después de terminar la práctica (8:00-8:15), se pondrá a responder correos electrónicos, a escribir o a leer, tal vez hasta la medianoche. “Mechas”, como lo bautizaron sus compañeros del PAS cuando tenía el cabello largo, deja de ser médico por un rato para convertirse en el monje que dirige los grupos practicantes del Zen. Por ello está descalzo, para aislar las impurezas, y tiene su cabeza rapada hasta el brillo, aunque ahora sí, contrario a lo del CES, por voluntad propia y con el mayor de los gustos.

lunes, 30 de marzo de 2009

Los malos tiempos dejan su rastro en el sector textil

Las ventas de Fabricato Tejicóndor bajaron un 11,3%. El Cid cerró su planta de producción, tras dos años consecutivos registrando pérdidas. Y la queja entre los textileros de El Hueco es generalizada: las ventas son bajas.

Dos empresas grandes y las PYMES muestran la radiografía de la situación del sector textil en Medellín en plena crisis económica mundial.

El denominado Cluster (cadena) Textil Confección Diseño y Moda representa la actividad emblemática de Antioquia, generando el 53% del empleo industrial en la región.

Aunque el ministro de Hacienda Óscar Iván Zuluaga había dicho que la economía del país estaba “blindada”, la desaceleración económica mundial, producida principalmente por la crisis financiera de Estados Unidos, viene golpeando a la economía nacional, tanto que incluso el Gobierno reconoció que los malos tiempos económicos se empiezan a sentir en el país.

Según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística, DANE, el desempleo en Colombia subió del 13,1 al 14,2% en enero de este año. Y las textileras aportaron al incremento de este indicador económico.

La sacudida de un grande

El Colombiano informó el pasado 27 de febrero que las ventas de Fabricato pasaron de 653.692 millones de pesos en 2007, a 579.768 millones en 2008.

“Las ventas han bajado un 20% este año a causa de la crisis. Los clientes se quejan pero nosotros no podemos hacer nada, rebajamos los precios lo más que se puede y se hacen promociones, pero son pocas las veces que se ve lleno el almacén”, aseguró en entrevista personal Carolina Jaramillo, empleada del almacén de Fabricato de la calle San Juan.

La caída de un emblema

Hace 65 años nació en Medellín Industrias El Cid. Las confecciones de esta empresa llegaron a ser reconocidas como unas de las mejores del Departamento y del país. Pero el pasado miércoles 25 de marzo, sus dueños, Raúl Álvarez y Guillermo Valencia Jaramillo, cerraron la planta de producción y despidieron al poco personal que quedaba.

Pérdidas de 380 millones de pesos en los últimos dos años fueron el detonante para cerrar esta insignia de los antioqueños. Además, “el bajón del dólar del año pasado nos mató”, afirmó Soraya Vargas, una de las pocas empleadas que duraron hasta este fin de semana, cuando se fueron los últimos trabajadores de la planta. “Hace cuatro años no nos suben el sueldo, pero me quedé porque no he podido conseguir un trabajo donde me paguen lo mismo”, reveló.

El Cid sólo exportaba a Oxford Industries en Estados Unidos, pero este cliente, de 3.000 sacos y pantalones diarios, pasó a pedirle sólo 500 unidades.

El dólar está por los 2.400 pesos, excelente precio para los exportadores. Pero con la crisis financiera en Estados Unidos, la gente no tiene con qué comprar. Entonces se puede vender a buen precio, pero… ¿quién compra?

Según la edición de El Colombiano del pasado 8 de marzo, El Cid tuvo 1.600 operarias “en sus mejores tiempos”. En entrevista personal, Soraya Vargas informó que “la mayoría eran madres cabezas de familia, con varios hijos”.

Hoy las instalaciones de El Cid, en el barrio San Pablo, están desoladas. “Estamos esperando que los carros vengan a recoger”, dijo Vargas con tono nostálgico.

La tienda Bobbie Brooks, de Industrias El Cid, cerró el lunes 30 de marzo; la empresa Expofaro también despidió personal en los últimos meses, al igual que Everfit; y Leonisa, por su parte, ha cerrado varios almacenes.

El temor de las PYMES

Gabriel Gil, propietario de Punto Textil en El Hueco, aseguró que en ese sector de la ciudad “están cerrando los negocios”. Según él, aunque se hagan promociones, las ventas no reaccionan y la situación sigue siendo crítica. Además, “el Gobierno antes nos sube más los impuestos, nos desfavorece”, manifestó.

Sergio Roldán, dueño de La Ganga, almacén textil de El Hueco, afirmó que “estamos afectados hace días. La gente tiene miedo de que se quiebren sus negocios. Aquí tuvimos que pasar de 27 a 16 empleados”.

Textiles Preto, por su parte, despidió al 10% del personal, de acuerdo con la información entregada por Gloria Montoya, administradora del establecimiento.

Causas del mal momento

Además de la crisis financiera de Estados Unidos, que ha tenido repercusiones en la economía mundial, los textileros sostienen que la invasión de mercancía china los tiene perjudicados. “Una camiseta en el Éxito cuesta 12.000 pesos; en OK, como es china, vale 5.000”, aseguró Rosalba Betancur, modista. Ella compra las telas en El Hueco, tiene el taller en su casa, en Envigado y reveló que sus ventas han bajado en un 60 o 70%.

Sergio Roldán, de La Ganga, expresó que “el contrabando nos jode”. Para Gloria Montoya, de Textiles Preto, el mal momento de la economía se debe principalmente “a tanto desempleo”. Además – agregó – “la DIAN (Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales) molesta mucho con las importaciones de Panamá”.

Adicional a esto, la caída en el envío de remesas y la tragedia económica que vivió gran parte del país con la captación ilegal de dinero de las pirámides, también contribuyeron al fuerte descenso de la demanda interna.

Por otro lado, Venezuela, que desde mediados de 2007 se convirtió en el primer cliente de las textileras colombianas, por encima de Estados Unidos, también mermó su demanda por la caída de los precios del petróleo, situación que perjudicó su economía e hizo que su Gobierno restringiera las importaciones para conservar el equilibrio en la balanza comercial.

Qué dicen los clientes

Luz María Mejía Botero, clienta del almacén de Fabricato de la calle San Juan: “He visto algunos déficits y cierres de almacenes textiles donde yo compraba los insumos. Los linos y driles, con la crisis, han subido sus precios y casi nunca salen en promoción por ser telas costosas”.

Luis Fernando Barrientos, estudiante de diseño de modas de la Colegiatura Colombiana, por su parte, manifestó que “las empresas textiles y de confecciones en el primer trimestre de 2009 viven sus días más críticos y no hay solución a la vista. Muchas, en vez de reducir sus precios, antes los suben y yo al ser estudiante y que no trabajo me queda difícil comprar telas, pero me toca sacar la plata de donde no la tengo”.

Entretanto, Sebastián Vélez, estudiante de economía de la UPB, dijo que “en el caso colombiano, las textileras grandes, que son más bien poquitas, están en crisis, pero no ahora con lo de la crisis mundial, sino desde hace tiempo porque dejamos de importar insumos y los cambiamos por ropa ya hecha. Así, las textileras grandes lo que han hecho es convertirse en exportadoras de insumos”.

Alternativas

Frente a esta desaceleración económica, los textileros antioqueños les apuntan a nuevos mercados como Chile, Argentina y Perú, a países centroamericanos y del Caribe y hasta a Asia.

Adicionalmente, en enero de este año el Gobierno eliminó el arancel a la importación de algodón y Lycra. Y ya se habla del probable desmonte de aranceles para telas y confecciones.

Aparecen estas alternativas mientras muchas empresas, grandes, medianas y pequeñas, tiemblan o definitivamente se quiebran y cierran. Todo esto, al tiempo que el Banco Interamericano de Desarrollo, BID, cumple 50 años y realiza su Asamblea de Gobernadores en Medellín, que ha “tirado la casa por la ventana” en este certamen.

sábado, 14 de marzo de 2009

Las reinas de la noche

Entre la alegría y la zozobra
El sol ha caído. Se abre el telón. El escenario: el centro. Los actores: ellos, personajes que llegan de la periferia y se van congregando en un espacio urbano donde todos caben.

Comienza la noche y el teatro está en transición. Los actores diurnos terminan su faena; los nocturnos en cambio, si llegaron hace rato, apenas comienzan a darle vida a la suya.

Llegás al Parque Berrío a las siete pasadas y ves corrillos que se arman como de la nada. Uno es alrededor de un grupo de músicos viejones, acompañados de guitarras y charrascas. Son Los Montañeros de Anzá y los acompañan dos mujeres que espontáneamente bailan y se arman su propia parranda.

“Soy el trovador del Valle, vine fue a trovar aquí, ando buscando mi pava, traigo los huevos aquí”.

Éste es el punto animado del parque a esta hora. El resto se ve cansado, esperando que pase la hora pico para entrar de lleno en la noche.

Al lado de la Candelaria están las estatuas vivas o las personas que parecen de piedra. Llamalas como querás. Pero están más agotadas que nunca. El gordo, con la cara pintada de verde, ya no da más. Sólo las últimas monedas lo sostienen.

Y en el centro del parque están los cincuentones que se quedan mirando a los pelados. Pasás, y uno de ellos se queda como si hubiese visto una aparición. Te acompaña con la mirada hasta que te perdés entre la congestión.

Son estos actores los que están en el teatro a esta hora. Pero el parque está desolado, sólo la estación del metro muestra señales de vida. El resto, agoniza.

Un grupo de jóvenes está en la estación. Parecen turistas pero no; son universitarios que se alistan para iniciar una exploración nocturna por el centro de la urbe.

Van como asustados o prevenidos, al menos eso demuestra la cercanía con que caminan. Ves que llegan a la Plazoleta de las Esculturas y un detalle los impacta: bajo el viaducto del metro, en medio del Hotel Nutibara y el Palacio de la Cultura, semejantes joyas históricas y arquitectónicas de Medellín, se mueven la prostitución infantil, los expendios de drogas y se vende todo tipo de cacharro.

La raza: humanos

Seguís bajo la ferrovía, tomás la calle Palacé y te chocás con vos mismo, con tus prejuicios, con tus miedos, con tu ignorancia.

“Cuando llegués allá tené cuidado; no les des la espalda a esos maricas porque perdés”. Ésta es una de las advertencias que te pueden hacer antes de visitar La Raza, un bar donde comúnmente confluyen los travestis de Medellín y su área metropolitana.

Entonces ya vas con un prejuicio: “Cuidado, que es peligroso”. Pero llegás al lugar y tirás la advertencia y el prejuicio a la caneca de la basura. Entrás. Tres o cuatro tipos cincuentones toman cerveza en la barra. La mayoría de los universitarios se aglomera al fondo del lugar; el resto, entra y sale.

Es una noche cálida y en este sitio se siente aún más. Llega entonces una buena cerveza helada, mirás el panorama y ahí están ellas, las divas, la tentación prohibida, sensuales, seguras y dominantes, inspiradoras de muchas sensaciones a la vez, menos de indiferencia porque siempre impactan. Son ellas, las reinas de la noche.

“Esos manes tienen unos cuerpos más chimbas que los de estas peladas”, comenta uno de los universitarios. Quizás tenga razón porque las mirás por detrás y te quedás atónito con sus piernas resaltadas por las minifaldas. Pero se equivoca en un detalle. Son manes pero no lo sienten así y detestan que se los recuerden. Adoran ser mujeres, se sienten perfectas como tales y por eso hay que referirse a ellas y no a ellos.

Muy buena música. Suena El cantante, de Héctor Lavoe. Dicen que es uno de los temas preferidos de Gregorio, el profe que acompaña a sus muchachos y que ahora se confunde con ellos en la dinámica nocturna. “Siempre lo pide cuando llega”, revela la administradora del local, una mujer tuza, con aspecto de ruda pero con un trato amable.

Te provoca bailar pero nadie lo hace. Parece que la regla es conversar y observar pero nada más, porque podría ser una transgresión. Estudiás al otro y el otro te estudia. Ésa es la dinámica inicial y este sitio es para ello, para que tanteés el terreno.

Y aunque cada uno está en los suyo sin meterse con nadie, al observar no dejás de sorprenderte con algunas escenas. Un muchacho de unos 28 años está parado en la puerta con una de las “chicas”. Ella le manda la mano con mucha discreción y él parece complacido; sonríe tenuemente y le susurra algo al oído.

En tu estancia en La Raza, probablemente no te manoseen ni traten de robarte, como te lo han advertido. Tal vez te den ganas de capturar imágenes, pero el profe te dirá que mejor en el negocio del frente, entonces te tocará llevártelas en la mente.

De rumba en el Palacé

Cruzás la calle y… ¡que se prenda la fiesta! Terminó el tanteo, la obra es alegre y el teatro está de farra. El Bar Palacé te presenta un ambiente de discoteca; es oscuro pero con muchas luces intermitentes de colores.

Y ahí siguen ellas, las reinas de la noche. Es su escenario, pero más que eso, es su templo sagrado y les imprime su mística. Se notan tranquilas, espontáneas e incluso irreverentes, pero siempre respetuosas.


Una botella de aguardiente comienza a rodar entre los universitarios. Mientras tanto, una de las “chicas” se tira al ruedo como la bestia que reta al matador. “¿Dónde están los hombres?”, pregunta en tono desafiante. Y el matador aparece. Es Felipe Botero, uno de los estudiantes.

La “chica” lo incita al baile y él no está dispuesto a perder su valentía ante ningún reto, y menos ante el de un travesti. El macho le acepta el reto a la “hembra” y comienza el “sandungueo”, llevados por una mezcla de reguetón y electrónica. Ella quiere ir más lejos y lo insta a que bailen pegados, rayándose, como dicen los pelados. Pero él, con los brazos, la aparta y le pide que guarde la distancia. “¿Es que te creés el más chimba o qué?”, le dice ella, ofendida por el desprecio. “Yo sé lo que tengo”, responde él y trata de seguir bailando como si nadie hubiese oído la discusión.

Terminan de bailar y ella está cabizbaja. Él se le acerca y le pide que no se enoje, que la cosa no es para tanto.

Que resuelvan ellos el asunto. Sigue la farra, ahora sí todos bailan en un círculo y en medio están las divas, el centro de atracción de la noche.


El ambiente se calienta cada vez más. Hay euforia, gritos alegres, los cuerpos caen rendidos ante la tentación del ritmo. Y una “chica” voluptuosa se sube a la barra y se quita el top. Todo el personal centra su mirada en ella. Si pretendía ser La Reina entre las reinas, lo logró. Su busto enorme y rebelde ante la gravedad tiene atónitos a hombres y mujeres. Las luces intermitentes se confunden con los flashes de las cámaras. Los universitarios no aguantaron más y decidieron capturar estás imágenes para siempre.


Bajo la mirada de la Catedral

Salís del jolgorio del Palacé, tomás hacia el Parque Bolívar y te encontrás con la imponente Catedral Metropolitana de Medellín. A sus pies está el grupo de universitarios, compacto como en toda la noche.

“¿Ya pasamos lo pesado?”, pregunta uno de los estudiantes. Es alto, rubio, muy bien peinado, y ha mostrado un recato permanente durante toda la exploración. “Una parte; falta otro poquito”, responde el profe con un tono veraz e irónico.

Hay desolación en el parque. Están los universitarios, pero mirás alrededor y ves a muy pocas personas. Uno que otro sentado en alguna banca y policías que entran y salen del CAI.

En el día este lugar es el ágora de la antigua Grecia, donde los corrillos de los hombres mandan y con la palabra arman respetuosas contiendas sobre los más variados temas: desde el deporte hasta la trascendencia del espíritu humano.

Pero en la noche es el territorio donde ganan los vivos, ya sea imponiendo la fuerza, amedrentando, como lo hacen los señores de la oscuridad, o utilizando los encantos, seduciendo, como lo acostumbran las reinas de la noche.

La congoja de Las Gatas

Dejás el Parque Bolívar, tomás como si fueras de nuevo para Berrío, pero antes de llegar volteás a la izquierda hasta desembocar en Las Gatas, uno de los sitios de streaptease más famosos de la ciudad.

Entrás y te encontrás con una mona gorda que casi se arrastra por la pista de baile. La opinión en el grupo de universitarios es generalizada: “No aguanta”. Pide la propina, no recibe nada. “¡Eh Ave María!” Es su manera de decir “¡qué tipos tan amarrados!”

Menos mal llega este grupo porque en el lugar sólo estaba el personal que trabaja allí. El DJ. nos recuerda que somos de la Bolivariana y hace referencia a Monseñor. Sabés que el profe no se ha ido porque empieza a sonar El cantante. Salsa, merengue, vallenato, baladas de Michael Jackson, rancheras, van mezclándose entre el baile de las vampiresas y las conversaciones de los visitantes.

Uno de los estudiantes charla más de una hora con una mujer que trabaja en el lugar. Un grupo conversa con otra. Y un tipo barbado, de gafas, pantalón de dril y camisa manga larga por dentro, con pinta de profesor de filosofía, dialoga con otra gata.

Dicen que es un rabino y ella es la más cotizada del lugar. “Cobra 90 por el polvo”, revelaría más tarde Sofía, otra chica que trabaja allí. Ella, de Las Gatas la más cara, es morena, rostro bonito pero de áspera mirada, agresiva, voluptuosa por donde la mirés.

Mientras esto pasa las reinas siguen en su pasarela. Una negra alta se destaca sobre el resto. Parece ser la única que se goza su show, le imprime un toque de alegría a la escena en un teatro que a esta hora huele a depresión, a melancolía, a remordimiento.

Más que gata, esta negra es una pantera. Su baile lo acompaña de una permanente sonrisa maliciosa. Tiene separados los dientes de la mitad, o sea que ni por el diablo pasa desapercibida. Además impacta porque es la única que mete dedo con propiedad, como a gusto con su papel. En su figura de pelo largo crespo resalta lo que el poeta nadaísta Eduardo Escobar define como “la rosa entreabierta”, esta vez más rosa que nunca, la estrella más brillante en ese oscuro cielo femenino.

Cuando bajó de la pista, uno de los estudiantes no aguantó más y le pidió que se dejara tocar. La simpática negra asintió. Él acercó su mano derecha a la nalga de la morenaza y le agarró con toda confianza uno de los cachetes.

Ahora en la pista está Sofía. “¡Mirá qué flacota, de lo mejorcito, ¿sí o no?!”. Este comentario de Mauro, otro de los estudiantes, sintetiza el pensamiento general del público masculino. De verdad que ella fue “de lo mejorcito” de la noche. Una rubia flaca, jovencita, de rostro angelical, senos pequeños y en su punto. Pero muy seria, baila con una tristeza que, por momentos, parece amargura. Mauro le exalta su belleza y le pide una sonrisa. Sofía acepta. Razón tenía él en su petición. Cuando sonrió, la reina fue mucho más bella, y hasta logró distender a los espectadores.

Luego baja, recibe la propina y se presta al diálogo con tres estudiantes.

Felipe: _Mujer, perdona la pregunta, pero… ¿tú por qué trabajas en esto?, eres una niña muy linda.
Sofía: _Mi amor, porque tengo que sostener a cinco personas: mi mamá, dos hermanitos y dos hijos.
Julián: _ ¿Usted cuántos años tiene?
Sofía: _19.
Juan Carlos: _ ¿Cómo tomaron tú y tus compañeras las amenazas de muerte de los grupos paramilitares, que publicaron con panfletos en toda la ciudad?
Sofía: _Mi amor, nos da mucho miedo pero tenemos que trabajar. Yo no le robo ni le hago daño a nadie, no tengo ni sífilis ni SIDA ni nada de eso y al que quiera le muestro los exámenes, y tengo que llevar comida a mi casa.
Felipe: _ ¿Tú cuánto cobras por la pieza?
Sofía: _50.
Felipe: _Y me imagino que eres la más solicitada.
Sofía: _No, la más solicitada es aquélla (señala a la que está con el rabino). Cobra 90 por el polvo.
Felipe: _Y si te invito a mi casa, para que nos hagas un show privado, ¿te vas con nosotros?
Sofía: _ ¿Cuántos son?
Felipe: dos o tres.
Sofía: _ Ahí vamos viendo (se queda pensativa, aunque no da una definitiva, no parece dispuesta a aceptar la invitación). Bueno, me voy a vestir.

El temor que muestra ella es general entre sus compañeras e incluso entre quienes frecuentan estos sitios del centro o quienes los deambulan esporádicamente. Es la zozobra que se siente por estos días en Medellín, sobre todo en la noche, y más puntualmente en el centro, generada por amenazas terroristas de grupos que prometen hacer “limpieza social”, asesinando a consumidores y expendedores de drogas, a ladrones, travestis y prostitutas.

Sofía habló de la mujer que está en una mesa con el rabino. Ahora él se para y se va. Ella se queda sola un momento pero luego se pierde. Pasan unos minutos y el DJ. la anuncia. Ahí está, en la pista, parece enojada. Baila rápido, se desnuda igualmente, no sonríe con nadie. Felipe incita a Mauro a que la toque y éste responde que “ganas no me faltan”.

La morenaza, con la típica belleza latina, se tira al piso en el centro de la pista y se exhibe hacia la derecha y hacia los que están en frente de ella, pero soslaya a los de la izquierda. Éstos quedan verracos. “¡Ya no le doy ni un peso, la chimba!”, protesta Mauro, visiblemente enojado. Pero ella, ejerciendo su estatus en el lugar, no se rebaja a pedir propina. Se esfuma con la misma velocidad del rabino, mientras Mauro tiene que tragarse su orgullo.

Las niñas del grupo universitario se van yendo paulatinamente. Quedan los hombres. En la pista baila una gorda blanca que, al bajar, mete la cabeza del profe entre sus tetas, acto que produce risas entre los presentes al tiempo que demuestra la confianza que genera Gregorio entre estas mujeres.

Él había advertido de la decadencia del streaptease en Medellín, y en efecto es así. En Las Gatas el ambiente es apagado, lúgubre, como que te dan tristeza estas mujeres en vez de excitarte y ponerte ardiente. A la inconformidad generalizada con que ellas trabajan, sumale esa zozobra que invade por estos días este tipo de establecimientos.

Al frente de la pista, pegadas a la pared, están varias mujeres sentadas, esperando el turno para mostrar su belleza real ante el jurado, que ya lo integran no sólo los universitarios, sino otros tipos que llegaron y se notan complacidos observando el show.

Pero estas mujeres que esperan demuestran que su trabajo es más duro de lo que piensa la mayoría, que de manera ignorante se atreve a hablar de “mujeres de la vida fácil”. Sus rostros reflejan aburrición, tristeza, resignación en el mejor de los casos.

Y los de la universidad, que chistaron desde el principio, aguantaron casi hasta el final. Doce y media de la noche y salen. Unos para sus casas; otros quieren seguir y pegan para la Barra Ejecutiva. Parece que se les olvida que el Alcalde permite que el teatro esté abierto sólo hasta la una.

Dejás el teatro y en él quedan las reinas. Están en el medio de las dos basílicas más importantes de la ciudad. La Mayor, la Metropolitana; y una de las menores, la Candelaria.

Cogés un taxi con tus amigos. Está abierta la ventanilla de adelante. Un pelado se te arrima, te da la bienvenida, invita a que te bajés, que la rumba ahí es la mejor. Pero la zozobra es tanta, que no le entendés, creés que te va a chuzar o a robar, le cerrás la ventanilla y asegurás la puerta, cuando ya el pelado la abría para que te bajaras. “Señor, hágale rápido, coja la 33”, le ordenás sobresaltado al taxista.

La función educativa del periodismo

Margarita Rivierte propone: “La educación mediática es una educación que dura toda la vida”.
De acuerdo con el planteamiento de Rivierte, lo primero que se me viene a la mente es la gran responsabilidad que tengo como periodista, porque así yo no tenga una intención educativa, las informaciones que elaboro siempre van a educar a mis lectores.

Ya teniendo presente esto, elaboraría contenidos para un ser humano inteligente, que necesita informaciones útiles para tomar decisiones en su vida diaria. Un lector pensante, no un imbécil al que puedo embolatar y manipular con farsas y maquillajes.

Para escribirle a ese lector debo estar untado de su realidad y escuchar sus planteamientos frente a la vida, de modo que haya diálogo en ese proceso de comunicación – educación. Para ello es imprescindible dejar el escritorio y meterse al barro.

Mi sueño es poder plasmar en esas informaciones los valores democráticos: la diversidad de puntos de vista para generar el debate y la reflexión, la independencia, la veracidad y la primacía de la vida, teniendo como base el respeto hacia el lector y la responsabilidad con la sociedad.

Esto implica llamar las cosas por su nombre. Me refiero a que en Colombia hasta los hechos más atroces fueron convertidos en shows por algunos medios de comunicación. Rivierte habla de “un gran nuevo género hegemónico, aun en los medios escritos: el del espectáculo”
[1].

Entonces tenemos el show de la parapolítica, el show de la yidispolítica, el show de las pirámides, el show de las “chuzadas” telefónicas, el show de los “falsos positivos”, y el show de las liberaciones de secuestrados, entre muchos otros. Todos acontecimientos de suma importancia, pero que son abordados por la mayoría de los medios con ese eufemismo, esa ligereza, ese descaro con los afectados por cada uno de ellos.

Los denominados “falsos positivos” son en realidad asesinatos de civiles a manos de la Fuerza Pública, pero se les llama todos los días con ese descaro tal vez por dos razones: para que todo se vaya volviendo “normal” en este país y para que las audiencias no se percaten de la gravedad del asunto. Entonces no se dice “destituyeron a tal General porque sus hombres masacraron a 15 campesinos para presentarlos como guerrilleros muertos”, sino que con una tranquilidad pasmosa se habla de que “lo destituyeron por los ‘falsos positivos’ ”.

Esta clase de información educa a la audiencia, pero la educa en la insensibilidad y en la infamia. La señora desprevenida que ve la noticia se queda pensando “qué será esa cosa de ‘falsos positivos’, suena como enredado, como gracioso”.

Por ello hago referencia a la necesidad de llamar las cosas por su nombre si se tiene en cuenta que están en juego la educación del lector y la responsabilidad con la sociedad, en este caso con las víctimas. Con esas patrañas para manipular, un lector inteligente probablemente le pierda la credibilidad a ese medio de comunicación.

Todas estas condiciones a tener en cuenta para educar a mis lectores, deben tener como base el conocimiento de los derechos y obligaciones del ciudadano en la sociedad, con miras a fomentar el ejercicio de su conciencia crítica en el escenario democrático.


[1] RIVIERTE, Margarita. El malentendido. Madrid, Icaria: 2003. p. 129.

Sobre la educación en Colombia

“La verdadera educación es liberadora” (Paulo Freire).[1]

Alguna vez el presidente del Polo Democrático Alternativo, Carlos Gaviria Díaz, dijo que gran parte de la problemática social que se vive en Colombia se debe al sistema educativo. Y tiene razón.

El sistema educativo está conformado por instituciones como la familia, el colegio, la universidad, los medios masivos de comunicación y los difusores de la religión, que en el caso colombiano son principalmente la Iglesia Católica y en menor medida las iglesias protestantes.

Lo ideal sería que cada institución trabajara en su labor específica, pero en Colombia históricamente ha habido unas transgresiones que resultan perniciosas en la búsqueda de una verdadera educación, que debe ser liberadora, transformadora, de acuerdo con el concepto de Paulo Freire.

La Iglesia Católica, que debería ser una institución dedicada a la relación íntima de cada ser humano con Dios, históricamente ha estado vinculada con el poder político y el manejo del Estado. Colombia fue por mucho tiempo un Estado confesional, consagrado al Corazón de Jesús, lo que iba en contra de la democracia, porque implícitamente se le indicaba al ciudadano que para ser colombiano había que ser católico.

Afortunadamente para la democracia y para la civilidad misma, Colombia ahora es un Estado laico y la Constitución consagra la libertad de culto. Las iglesias ejercen su labor evangelizadora, aunque a veces se les olvida la separación con el Estado y pretenden seguir influyendo en las decisiones políticas. Con mayor razón lo hacen si el mismo presidente Uribe entona el Rosario después de la liberación de unos secuestrados, cuando se supone que las creencias religiosas son íntimas y no para hacer proselitismo político con ellas.

Así Colombia sea un Estado laico, el caso es que la Iglesia Católica tiene una fuerte presencia en el país y su influencia cultural es muy grande. Sus doctrinas influyen en gran parte de las familias colombianas. Es decir, la familia, siendo una institución educativa, en muchos casos ya está determinada por otra: la Iglesia.

Además la Iglesia permeó también la educación formal. Muchos colegios privados del país son de su propiedad. Y los establecimientos oficiales son dados a realizar ceremonias religiosas en sus instalaciones, y a enseñar solamente la doctrina católica en su cátedra de Religión.

Por otra parte están los medios masivos de comunicación, cuyo deber ser se basa en la independencia, el pluralismo y la responsabilidad social. Pero en Colombia la mayoría de los medios está alineada con los poderes políticos o con las élites económicas, que tienen intereses mercantilistas, dejando en un tercer plano su compromiso social.

Así las cosas, el sistema educativo colombiano se caracteriza por dos modelos. Por la fuerte influencia de la Iglesia en la sociedad, ha primado históricamente la educación “bancaria”, que de acuerdo con Freire consiste en depositar información en el cerebro del estudiante, como quien deposita dinero en su cuenta. Un modelo vertical, donde interesa que el estudiante “aprenda” de memoria sin cuestionar nada.

Y por la tendencia de los medios masivos de comunicación al mercantilismo y a mantener el statu quo, está presente el modelo conductista, efectista o persuasivo, que busca que la persona haga (consuma preferiblemente o siga al régimen gubernamental) sin preguntar por otra alternativa ni por qué debe hacer eso.

A esto se le suma que en muchas familias está el esquema autoritario, es decir el vertical. Es por ello que en la sociedad colombiana predomina la persona “obediente”, la que cuestiona muy poco o nada de lo “políticamente correcto”, pero al mismo tiempo es intolerante con quien se atreve a pensar o hacer algo diferente. Esa persona dice que la guerrilla es terrorista, pero no se pregunta, por ejemplo, por qué existen guerrillas y paramilitares en este país.

Este mantenimiento del statu quo, originado en el sistema educativo, y la intolerancia como reacción defensiva ante cualquier cosa diferente, ayudan mucho para que en Colombia haya tanta violencia e injusticia social. Si cuestionás las políticas del Gobierno, te tildan de guerrillero; y si criticás las actuaciones de las guerrillas, te tratan de uribista o de paramilitar.

La universidad es la única institución que se sale del molde. Su importancia radica en que es el espacio para pensar. Allá podés cuestionar, debatir, refutar incluso a esos profesores que se les conoce como las “vacas sagradas”. Eso sí, siempre en el marco del respeto, la civilidad y la tolerancia.

Incluso las universidades propiedad de la Iglesia, de las que se prejuzga que son cerradas y no dan espacio para el debate, también lo dan y a veces con muchas más libertades y garantías que las oficiales.

El problema es que la universidad ya puede ser una institución tardía, porque una persona que llega de 17 o 18 años ya tiene unas bases de personalidad muy arraigadas, que son difíciles de modificar. No son muchas las personas que logran ese cambio radical de mentalidad en la universidad.

Adicional a la universidad, en la actualidad algunos colegios, familias y medios masivos de comunicación se están saliendo del molde. Las organizaciones protectoras de derechos humanos, el auge de lo que comúnmente se llama “salir del clóset”, y la libertad de expresión en manifestaciones como las tribus urbanas, hacen que hoy la civilidad, la conciencia crítica, la rebelión pacífica, la diversidad y la tolerancia estén cogiendo fuerza.

Ya los pelados de los colegios no tragan entero, mucho menos en las universidades, incluso establecen discusiones con sus padres. Lógicamente son algunos; muchos siguen obedeciendo ciegamente, sobre todo a los medios de comunicación, que es lo más pernicioso, por la manipulación que se ejerce desde éstos.

Habrá que trabajar muy duro para consolidar esta ruptura del molde: el paso a una educación liberadora, transformadora, humanista, como lo plantea Freire, donde el pensamiento, el debate y la praxis reflexiva sean lo más importante para la transformación de la conciencia personal y social del ser humano.

Pero educación liberadora no significa libertinaje. También hay que establecer límites, marcos de acción y normas, pero enmarcados en el respeto y la tolerancia.

Este cambio de paradigmas será difícil, hay mucha gente interesada en conservar el statu quo. Pero ya al menos hay indicios del despertar de la conciencia crítica individual. El ideal es que despierte la conciencia colectiva de la sociedad colombiana; tal vez sea muy útil para salir de este letargo histórico que ha padecido el país, mientras la corrupción y la violencia lo desangran.

[1] Frase tomada de la cátedra de Comunicación y Educación. Universidad Pontificia Bolivariana. 2009.

sábado, 15 de noviembre de 2008

La Casa de las dos Palmas

NARRATIVA, POESÍA E IDENTIDAD CULTURAL EN UNA OBRA MAYOR DE LA LITERATURA COLOMBIANA


“Hasta el vagabundo superior tendría que llevar consigo sus raíces. Los antepasados también fueron uno mismo, identificados en la tierra; buscar una identidad como su geografía, su sangre, y saber danzas y leyendas y canciones que danzaran y cantaran quienes tenían ritmo en el nervio, y esperanza. Para no continuar siendo el extranjero, palabra detestable en un mundo tan pequeño, tan de todos, tan de nadie”.
(Efrén Herreros)






En la academia se pregona que la forma más ortodoxa de escribir un ensayo es en tercera persona, pero en esta ocasión me van a perdonar los ortodoxos por escribir este texto en primera persona. Veo en ésta la mejor forma para expresar de una manera más clara y más honesta mis conceptos sobre una obra con la que sentí verdadera intimidad, me identifiqué y me emocioné mientras la leía.

En La Casa de las dos Palmas confluyen la narrativa y la poesía de una manera verdaderamente excepcional. Siempre pintando un grupo humano, una casta, un pueblo, una cultura: la antioqueña.

“El hombre no puede carecer de una patria pequeña porque carecerá de antecedentes, de la amistad verdadera. Carecerá de lenguaje”. Esta frase pronunciada por Efrén Herreros, el protagonista de la obra, refleja la preocupación de don Manuel Mejía por encontrar las raíces de esa patria pequeña que es la región, Antioquia. Región en la que se forjan los grupos humanos, su cultura y a partir de ésta la identidad del ser para relacionarse con el mundo.

Ser antioqueño

Esa tradición paisa tan alardeada pero tan poco precisada por quienes la sacan a relucir en todo momento, sí se muestra claramente en esta novela. En ella se concreta lo que es ser antioqueño.

Con la precisión de la poesía y la fuerza de la narrativa de don Manuel, el lector conoce la cultura antioqueña, y en el caso de aquellos que nacimos en estas tierras, rodeados de unas tradiciones fuertes y duras como las montañas que caracterizan esta geografía, nos sentimos identificados, con amor propio y nostalgia al mismo tiempo, por reconocer a medida que pasaban las páginas nuestra propia existencia.

Ése fue mi caso. Con La Casa de las dos Palmas tuve una experiencia íntima en la lectura. Cuando leí esta obra mi mente estuvo puesta en Belmira. Seguramente el Balandú de don Manuel es en realidad Jericó, Andes, Jardín o cualquier otro poblado del Suroeste. Y los farallones probablemente sean los famosísimos de La Pintada.

Pero sentí que Balandú era Belmira. Y al Norte estaban las tierras altas del páramo de Santa Inés. Y al Occidente, cruzando la cordillera, las tierras calientes de Sopetrán y Olaya, bordeadas por el imponente río Cauca.

Y es que ése es el escenario que expone el escritor. Unas tierras altas donde está la casona, y unas llanuras al pie del Cauca donde está la Casa de las Cadenas.

En medio Balandú, que por su descripción geográfica, por su entorno y su ambiente, me remitió de inmediato a Belmira. Los vientos fríos que bajan del páramo, la mula, el arriero, las alforjas, los zamarros, los estribos, el zurriago, el olor a leña, el tinto en la cocina a la par de unos buenos relatos que, hablen de realidades o fantasías, lo importante es que sirvan para recrear la palabra y con ella el recogimiento y el calor de hogar.

En su pueblo, don Manuel nos presenta unos rasgos tradicionales que también son propios de mi pueblo y de muchas otras aldeas que conservan la cultura antioqueña. Y son rasgos cuya función esencial es identificar al antioqueño, mediante ellos el ser humano comunica que es de estas tierras.

Los cuchicheos de las viejas chismosas del pueblo son uno de ellos. En Balandú como en Belmira es como si el aire hablara. Pasás y escuchás comentarios como de un coro. Y deliberadamente don Manuel escribe los diálogos de los cuchicheos sin especificar quién dice qué, como representando que en el chismorreo nunca se sabe quién hace los comentarios.

Y en estos cuchicheos a Zoraida Vélez se le trata de “perdida” porque Medardo Herreros la abandonó. Se decía que, con la ida de su marido, esta mujer había montado un prostíbulo en su casa.

Así es en Belmira. El prejuicio es protagonista. Y es protagonista también el cura del pueblo, que tiene la potestad de maldecir a quien crea necesario, de juzgar y señalar los malos actos.

El padre Tobón le negó la entrada a la iglesia a Zoraida Vélez. Maldijo a Efrén Herreros y a toda su descendencia. Y es que la maldición de un cura, según dicen en Belmira, toca hasta la quinta generación de la descendencia de la persona maldecida.

Cuentan los vientos fríos del Belmira que el pueblo fue maldecido por un padre. Dicen que a mediados del siglo pasado había en el pueblo un sacerdote – curiosamente de apellido Tobón también –. El caso es que el cura vivía muy ofendido porque unas viejas hablaban muy mal de él. Y su rabia la pagó todo el pueblo, porque cuando él fue trasladado por la Diócesis, dijo que algún día el río se crecería y arrasaría con el pueblo, por chismoso y envidioso.

Así que en Belmira tenemos esa maldición encima, y cada que caen tempestades el pánico invade a la gente, de pensar que se puedan cumplir las palabras del padre Tobón.

Porque la maldición viene acompañada de un enorme sentimiento de culpa en el maldecido. Fue el caso de Efrén Herreros, que pensaba que todas las desgracias que le sucedían a su familia (los problemas entre Zoraida y Medardo, la temprana muerte de Lucía y el sufrimiento de Evangelina al lado de José Aníbal Gómez) se debían a la maldición del padre Tobón de Balandú, y que esa maldición había sido proferida por su culpa, porque él se enfrentó con el cura e incluso lo amenazó con un revólver.

También sufría al recordar el enfrentamiento que tuvo con su padre, don Juan Herreros, cuando éste quiso llevar a su moza, Etelvina López, y a su hijo Juancho López a su propia casa, para que acompañaran a su esposa. Efrén reaccionó furioso y no permitió lo que consideraba una ofensa contra su madre.

Además en Antioquia se cree que el padre tiene que pagar los errores de sus hijos o viceversa. El caso es que una persona debe pagar las consecuencias de los actos de otra. Efrén Herreros creía que tenía que pagar el error de su hijo Medardo al abandonar a Zoraida, que comenzaba a quedarse ciega.

El sufrimiento. El antioqueño tradicional lo entiende como un deber. “Tenemos el sufrimiento como un deber cívico”, le dijo alguna vez Medardo a su primo Roberto.

Pero es que también el antioqueño siempre tiende a echarle la culpa de sus actos a otras situaciones. Efrén Herreros pensaba que “alguien nos está conduciendo mal”. En el fondo, él pensaba que ese “alguien” era la maldición proferida por el padre Tobón.

Así se pinta al antioqueño tradicional en el libro: como alguien sufrido, terco, y orgulloso. Lo de orgulloso se demostró en la pelea entre Efrén Herreros y el padre Tobón, donde a Herreros no le importó la furia del cura.

Por su orgullo, por lo general el antioqueño no se la lleva bien con sus hermanos medios. Sobre todo entre hombres. Esto sucedía entre Efrén Herreros y Juancho López. Efrén percibía el parecido de su hermano medio con su padre y con él mismo y esto lo hacía odiarlo más.

Esto, sumado a la costumbre que se tiene en Antioquia de no darles el apellido paterno a los hijos que se tienen por fuera del hogar, para no mancillar la honra de la familia y la buena imagen que ha configurado ante la sociedad, con base en las apariencias. Por eso Juancho López y Escolástica García no llevaban el apellido Herreros sino el de sus madres.

Pero también hay orgullo en el amor. Alguna vez Medardo le dijo a Zoraida que era la primera vez que una mujer lo rechazaba, y Mariano Herreros, cuando fue alcalde, se quedó ciego pero por su orgullo no le pedía ayuda a nadie ni le gustaba que la gente de Balandú se enterara de su ceguera.

Ramón también se sentía orgulloso de que sus viejos cruzaron esas cordilleras y trabajaron el campo.

La dureza de la montaña

La Casa de las dos Palmas también tiene aspectos de la colonización antioqueña. Y el caserón del páramo es el símbolo del poderío de esa colonización.
Esa empresa terca de nuestros ancestros, que partieron hacia el Suroeste y se asentaron en el Viejo Caldas y hasta en el norte del Valle del Cauca y del Tolima. Es la tozudez propia del antioqueño en sus empresas, la terquedad que en don Juan Herreros hizo que, incluso sin existir la mina de oro con la que pensaba financiar la construcción del caserón, la pudiera llevar a cabo.

Y el amor por la tierra. El antioqueño es muy apegado a la tierra. “Tierra, única herencia del hombre”, les decía don Juan Herreros a sus hijos.

La historia de don Juan Herreros resume el proceso de colonización antioqueña: …“el poderoso de esas regiones, colonizador, aventurero en trances bravos, sometió tierras y gentes, buscó amigos y enemigos, dominó”.

“Tumben monte, siembren pastos”, ordenaba en los campos por los que pasaba. “Extendía su mirada de agrimensor veterano. Había baldíos aún, viejas montañas del indio, desplazados cada vez más hacia otras selvas; el avance era un derecho tomado, no dolía la injusticia al practicarlo, también la tierra y el hombre debían pagar su tributo obligatorio, imponían la ley del arrasamiento creador, según su ángulo de enfoque”.

Y esa agresividad del antioqueño proviene de su timidez. El antioqueño es tremendamente tímido.

Por esta dificultad para expresar el afecto, el antioqueño se hace duro, agresivo incluso, como una manera de comunicar sus sentimientos. Es la timidez propia de quien vive rodeado de montañas. Muy diferente al carácter de un costeño o de un llanero.

El antioqueño habla y habla sobre su trabajo, sobre sus anécdotas, pero cómo le cuesta expresar con palabras el afecto, decirle a otra persona “te quiero”, porque desde nuestros ancestros se ha dicho que “eso es de niñas, de maricones, y el hombre no está para güevonadas, el hombre tiene que demostrar que es un varón”.

Y en ese “demostrar que es un varón”, el antioqueño se ha configurado como una persona machista. Y quien irrumpa en el espacio privado de un macho tendrá que someterse a un duelo a muerte con él. Por eso cuando el toro quiso entrar a la Casa de las Cadenas, José Aníbal Gómez lo entendió como un desafío y lo mató a tiros.

Pero el hecho de que desde nuestros ancestros nos hayan formado con una personalidad machista es entendible. Ellos se abrieron su propio espacio en Antioquia “a la brava”, en un territorio montañoso y difícil. Y la mujer estaba para los oficios de la casa y la crianza de los niños. Para lo demás estaba el hombre, que tenía que marcar diferencia con la mujer y demostrar ser más fuerte y resistente que ella. Y el machismo era la mejor forma para ello.

El hogar antioqueño es contradictorio. Es matriarcal, en el sentido de que es la mujer quien lleva las riendas de todo: de los hijos, de la plata, del mercado que hay que comprar. Pero el hombre es machista, suele tener mujeres e hijos por fuera y aunque dice querer mucho a su mujer y es ella la que orienta el hogar, cuando él habla se cumple su orden y la esposa pasa a ser un adorno.

Merceditas, la esposa de Efrén Herreros, era la fiel representación de la señora tradicional antioqueña: rezandera, más preocupada por la vida que había después de la muerte que por la que estaba viviendo, casi una santa, enseñándoles a rezar el Rosario a sus hijos y aguantando encerrada en la casa, nunca le hacía un reclamo a Efrén Herreros por sus constantes salidas.

Entonces esa agresividad sirve para tapar la timidez que hay en el fondo. Por tener dificultad para expresar su afecto con palabras, el antioqueño comunica mucho con su mirada. Por eso en la furia de Efrén Herreros en la Casa de las Cadenas algún peón dijo: “Dios y el diablo se asoman por esos ojos”. Es decir, era una mirada bondadosa pero al mismo tiempo llena de cólera en ese momento.

También comunica sus sentimientos mediante las flores, como lo hacía Efrén Herreros con Isabel, que hasta le tenían significado a cada flor en su relación. Las cartas eran otra herramienta comunicacional en esta relación. La joven era inocente y tímida, y el hombre también sentía cierto recelo por tratarse de una muchachita muchos años menor que él. Por eso recurrían a las cartas para expresar allí la ternura y el amor que sentían.

Y ante su timidez, el paisa comunica mediante su vanidad, mediante la buena presentación personal. A ello se debía la vanidad de Efrén Herreros para presentarse ante Isabel. Tenía pena el día que Isabel llegó a la Casa de las dos Palmas de improviso, porque lo vería sin afeitar.

De puertas para adentro

Pero si bien el antioqueño se caracteriza por su dureza en sus decisiones desde la misma colonización, también hay que decir que es un ser generoso y acogedor. Efrén Herreros le regaló un pedazo de tierra a la madre de Isabel y le gustaba ayudar a quien lo necesitaba.

“En esta casa nadie será forastero. Caminante, siempre habrá un sillón, una cama, un vaso para tu fatiga”. Este letrero plasmado en el dintel del portón principal de la Casa de las dos Palmas refleja el espíritu acogedor del antioqueño tradicional.

En un hogar antioqueño los vecinos se reúnen a comer y departir. En la Casa de las dos Palmas la gente de Efrén Herreros se reunía con don Matías, don Isidro, don Rafael, nombres por cierto muy populares en la cultura antioqueña.

En las conversaciones salían a relucir expresiones típicamente paisas, como el pa’. Quienes somos de estas tierras decimos, por ejemplo, “pa’ qué me necesitás”.
Y como buenos antioqueños, en estas tertulias se daban gusto con la buena comida: postres, jaleas, pasteles de guayaba y cidra, que preparaban Gabriela y Zoraida.

Aparecían los bambucos, las coplas y trovas que componía Roberto, acompañadas del tiple y la guitarra, música tradicional en la cultura antioqueña.

Se tomaba aguardiente para celebrar. Por ejemplo, había que celebrar cuando el maestro Bastidas y su ayudante Julián decidieron quedarse en la casona mientras restauraban la capilla.

En estas conversaciones nocturnas al calor de la chimenea se hablaba de espantos, costumbre que aún se mantiene en muchos hogares tradicionales antioqueños. Se hablaba del Judío Errante. Así se le llamaba al forastero misterioso que apareció en el páramo, por la Casa de las dos Palmas, que al parecer era Asdrúbal. Esta leyenda del Judío Errante todavía se menciona mucho en los hogares antioqueños. A veces los abuelos suelen decir: “Aquél parece un judío errante”.

Como sucede en la actualidad, se iba transmitiendo la tradición oral. Los mitos y leyendas eran transmitidos por los viejos a los niños.

Y salía a relucir el refranero en las conversaciones en la casona. Salían refranes sobre todo de las bocas de Gabriela, Escolástica y Natalia. El antioqueño dice que los refranes “son muy sabios”. Por eso recurre a ellos constantemente. Por ejemplo, Natalia dijo: “La letra con sangre entra”, refiriéndose a que Zoraida, por desobedecer las recomendaciones, se había caído en el pedrero.

Creencias

Se hablaba de fantasmas y de las brujas del Puente de las Brujas incluso siendo tan católicos y creyentes en Dios como eran. Se invocaba a las ánimas benditas del purgatorio, se les rezaba un Padrenuestro a las que estuvieran penando, “para que Dios las saque de pena y las lleve a descansar”. Se tenía la creencia en que los muertos vuelven a comunicarse con los vivos. Todas estas prácticas aún vigentes en muchos hogares antioqueños, sobre todo en noviembre, el mes de las ánimas.

La mitología está presente en el libro: la llorona, el caballo de don Juan Herreros que galopa de noche, el árbol que no se nombra, la creencia en que el canto del currucutú anuncia la muerte. En su lecho de enferma, Lucía se sobresaltaba cuando oía cantar al animal.

Esa superstición los llevó incluso a pensar que los movimientos de las palmas de la entrada de la casa tenían significados particulares: que se iba a morir alguien, que llegaría algún visitante, que llegaría un nuevo integrante de la familia.

Aunque era gente muy católica, acudía a la brujería. Escolástica le contaba a Zoraida la leyenda del Ánima Sola y le explicaba la oración que debía rezar si quería tener a Medardo a su lado. También se recurría a las plantas para curar las heridas.

El antioqueño tradicional cree en las brujas, los duendes y el diablo con la misma fuerza que cree en Dios.

Y la creencia en Dios era tan fuerte en la novela, que la esposa de Efrén Herreros decía: “Mis hijas deben ser sanas de cuerpo y limpias de alma. Mejor llévatelas, Dios mío, si han de ofenderte”. Es decir, esta señora prefería que sus hijas murieran antes que ofendieran a Dios.

El antioqueño tradicional tiene una creencia tan fuerte en Dios que a veces en las peleas parece poner a Dios de por medio, e incluso en ocasiones parece enfrentarse a Él. Esto se vio en el fuerte alegato que tuvieron monseñor Pedro José Herreros y el padre Tobón. El asunto central fue quién tenía más poder para maldecir. Y monseñor Herreros sentenció que el cura Tobón se había enfrentado a Dios al utilizar su nombre para maldecir injustamente a la familia Herreros.

La novia de don Juan Herreros también puso a Dios en medio de sus decisiones. No fue capaz de desprenderse de la misa diaria y de la Salve que rezaba en su pueblo junto a su madre. Por ello no se casó con don Juan.

Se tenía la idea de que el colegio de monjas de Balandú era lo mejor. Por ello Efrén Herreros mandó a su ahijada Isabel a estudiar allí, y quería hacer lo mismo con Natalia cuando ésta tuviera la edad suficiente. Para el antioqueño tradicional, los colegios de monjas y de curas siguen siendo los mejores, porque se entiende que allí se fomentan los buenos valores y el comportamiento moral.

Pensando en la moral se vestían las mujeres en aquella época de comienzos del siglo XX. Por ello el vestido que usaba Isabel: falda larga blanca, con pintas negras. Esos vestidos largos eran usados por las antioqueñas como muestra de su recatamiento, de su decencia. En esta costumbre tenía mucho que ver la influencia de la Iglesia.

El antioqueño piensa mucho en la moral, pero en un momento de furia la moral se va al carajo. En medio de su furia y sus ansias de venganza, Efrén Herreros se embruteció e hizo que José Aníbal Gómez y Juancho López se marcaran entre sí como si fueran reses. “Ante los hechos de nada sirve la moral”, reconoció Efrén Herreros en ese momento.

Aunque estaba maldecida, la familia Herreros contaba con un sacerdote también: monseñor Pedro José Herreros. Y es que para una familia antioqueña tradicional, uno de los mayores orgullos es tener un hijo cura, porque se entiende como signo de mayor cercanía de Dios con la familia.

Efrén Herreros quería reconstruir la capilla para obtener el perdón de Dios por la maldición del padre Tobón. Es la costumbre del antioqueño, de ofrecer algo, hacer un sacrificio por el perdón de Dios.

Y se acude a Dios ante el peligro. La madre de Isabel rezó el Magníficat en la tormenta que hubo mientras Efrén Herreros estaba de visita en su casa. Esto lo acostumbran hacer las señoras antioqueñas, junto con la quema de los ramos benditos del Domingo de Ramos y el encendimiento del cirio pascual.

El antioqueño tradicional tiene la creencia de que antes de morir, la persona hace un recorrido mental por los lugares y las situaciones más importantes de su vida. “Deshacer los pasos”, se le llama comúnmente a esta despedida de la vida, en la que la persona le pide perdón a Dios por sus pecados para morir en gracia con Él y alejar los espíritus malignos. Esto lo hizo monseñor Pedro José Herreros antes de morir.

También está el agua bendita con que el padre Tobón roció las cenizas del incendio de la casa de Zoraida, porque creía que de allí podían surgir espíritus demoníacos. En muchos hogares antioqueños se acostumbra tener una botella con agua bendita para usar en las enfermedades, en las tempestades o incluso cuando llega una visita indeseada a la casa.

Y hablando de los espíritus demoníacos, hay que recordar que la vitrola de Efrén Herreros fue vista por el padre Tobón como el demonio, porque “tiene voz pero no tiene alma”. Era entendida como algo pecaminoso porque su música emocionaba a las mujeres.

Mediante todos estos rasgos el ser humano oriundo de estas tierras logra comunicar su cultura, comunica que es antioqueño. Y con todos ellos me identifiqué porque los experimenté en ese Balandú propio que es Belmira, pueblo frío, tímido y generoso, donde el viento helado del páramo susurra los secretos que nacen en las cocinas y en las salas de las casas.

De Macondo a Balandú

Veo en La Casa de las dos Palmas algunas similitudes con Cien años de soledad: la soledad de sus personajes, la presencia de la guerra en la trama de la novela, un pueblo imaginario como escenario, también el realismo mágico en las invocaciones, la brujería, los espejos que absorben las imágenes, la intensidad en la narración, el protagonismo de una familia grande: los Buendía en la obra de Gabriel García Márquez y los Herreros en la de don Manuel Mejía Vallejo, y el paso fluido del tiempo narrativo a lo largo de las generaciones de estas familias.

Los Herreros, una familia tradicional antioqueña de poderío económico que controló todos los poderes sociales: tuvieron el Alcalde, el párroco, el juez, el Coronel en la Guerra de los Mil Días y el gran arriero de Balandú. Cada uno dominaba en su campo. Hoy, por ejemplo, los Uribe Vélez también hacen algo similar: Álvaro Uribe tiene el poder político en Colombia, y su hermano Santiago es uno de los principales ganaderos del país.

En una familia pudiente de un pueblo de fuertes tradiciones antioqueñas, algunos de los hijos se van a la universidad, preferiblemente a estudiar Derecho o Medicina, los otros se dedican a reemplazar al padre en la administración de las tierras y los animales. Esto sucedió con los Herreros: Rodrigo se hizo abogado en la ciudad y Efrén reemplazó a su padre en el mando de las tierras altas y bajas.

Se creía que una familia de clase alta debía mezclarse con una familia igualmente prestigiosa. Los Herreros, respetados como nadie en el campo, se mezclaron con los Gómez, prestigiosos en la ciudad. Sin embargo, los Gómez habían sido ricos pero estaban en la quiebra, y sólo querían arrimarse a los Herreros a ver qué ganancias podían sacar de esa alianza. Y José Aníbal Gómez se casó con Evangelina Herreros, pero la hizo sufrir impresionantemente.

Fuerza narrativa

"La Casa de las dos Palmas: novela de excepcionales atributos estéticos y humanos”. (Otto Morales Benítez)

Además de todo su trabajo en la aclaración y el fortalecimiento de la identidad cultural, esta obra de don Manuel es grande por su narrativa. Las descripciones, con la precisión de la poesía. Expresiones como el “cristal helado”, para referirse al río del páramo, y la “noche diurna” de Zoraida, aludiendo a su ceguera, me emocionaron y me hicieron percibir una gran belleza en el estilo del escritor.

Su profundidad al entrar en el alma de los personajes. Se puede ver nítidamente la honestidad de Efrén Herreros, su verraquera, su hombría, también la brutalidad de José Aníbal Gómez, la gallardía de Zoraida Vélez, la inocencia de Isabel, el orgullo propio de monseñor Pedro José Herreros para enfrentarse con el padre Tobón, incluso habiendo en medio una maldición contra su familia, y el heroísmo de Enrique Herreros en la Guerra de los Mil Días.

Narrativa poderosa la de don Manuel para mantener al lector aferrado al libro, con cambios de personajes como brincando por un empedrado. Y a veces complejo y exigente con el lector, le exige concentración suma, paciencia, porque no es una obra para leer a la carrera, y hasta especulación, porque es inevitable especular en los diálogos, tratar de descifrar quién está hablando, y la plenitud cuando se cree haber cogido la idea en el diálogo, haber prácticamente adivinado quién había hablado y qué quería decir con lo que dijo. Son estos entramados otro aspecto fascinante en la obra de don Manuel.

Sentar a Efrén Herreros en la sala de la casona a recordar a Medardo, y en la evocación, mostrarnos a su vez qué recordaba éste de su madre. Es decir, narrarnos los recuerdos que tenía un hombre acerca de los recuerdos de otro. La evocación permanente, el onirismo, son cualidades propias de los personajes de La Casa de las dos Palmas, y a su vez técnicas del escritor para poner al lector a imaginar e interpretar, para llevarlo por las ramas de un árbol que no es sólo una familia sino un pueblo: el pueblo antioqueño.

El hecho de que deje cabos sueltos en la novela se puede criticar, pero también es cierto que un entramado tan maravilloso como el creado por don Manuel merece desarrollarse lentamente en muchas más páginas, si es posible en otros libros. Cabos sueltos como las ansias de venganza de José Aníbal Gómez, las ganas de Escolástica de regresar a la Casa de las Cadenas, y el niño de Evangelina que recién nace, serían retomados por Mejía Vallejo en Los invocados.

Estos cabos sueltos son utilizados como “amarres” para el lector, para motivarlo a seguir conociendo la obra grande de don Manuel.

La precisión de la poesía

Esta novela de Mejía Vallejo es grande porque además de su aspecto humano está cargada de la fuerza y la estética de la poesía. Poesía en los diálogos, casi siempre difíciles de comprender por estar puestos ahí, en el aire, aparentemente sin saber de dónde vienen ni para dónde van, sin una boca explícita que los pronuncie, pero en el fondo con una capacidad reveladora impresionante. Con la fuerza de esos diálogos cortos, Mejía Vallejo plasma el ambiente sosegadamente nostálgico que se vive en la casona del páramo o el infierno terrenal de la Casa de las Cadenas en la tierra caliente.

No suele enunciar al hablante, creo yo, porque tiene la intención de que las ideas de sus diálogos no sean comprendidas como las de un personaje literario, sino como las del ser humano en su condición existencial universal.

Hablar por ejemplo del remordimiento y de la desazón de Efrén Herreros al haber hecho mucho en su vida y a la vez no haber logrado nada, más que plasmar el desasosiego de un personaje literario, es indagarse por la angustia existencial del ser humano.

Y la poesía en las descripciones de la naturaleza, del monte, de la noche, de las piedras, de las matas que sembraba Efrén Herreros a la entrada de la casona, de los pájaros, de los atardeceres, de la lluvia, de la niebla, del viento, de las vacas, del toro que sufrió el odio y la brutalidad de José Aníbal Gómez, de las cavilaciones de Zoraida, las de Efrén, las del maestro Bastidas en su dedicación perpetua al labrado de la madera. Poesía en las descripciones de la vida. La vida.

La vida es la que siente plenitud al leer maravillas como ésta. En mi experiencia íntima con la novela, casi tuve un enamoramiento de Isabel y su sinceridad, sus “juguetes” con Efrén, descifrando el significado de las plantas; de Natalia y sus destellos de amor hacia Francisco; de Zoraida y su tortura silenciosa al imaginarse a Efrén amándose con Isabel.

Revive este libro el sentimiento de culpa, el temor a Dios, el remordimiento, el desasosiego permanente del ser humano en estas tierras escarpadas. Y es que el antioqueño piensa mucho en la muerte y en lo que vendrá después de ella, pero a la vez se aferra a la vida, a los suyos, como Efrén en sus últimos días.

Eran los últimos días de un amante de la naturaleza, de los pájaros, de las mariposas, de las vacas, de los caballos, de la montaña, de las piedras, de los ríos, de su familia. Generoso y varón. Sabía que iba a morir y lo aceptó. Quería la vida pero aceptó la llegada de su hora final. Murió tranquilo porque le trajo al doctor Morales a su hija Evangelina, para que la atendiera en el parto. Tranquilo porque respondió hasta el final. Eran los últimos días de un hombre, los últimos días de un antioqueño.











Manuel Mejía Vallejo (Jericó, 1923 - El Retiro, 1998). Escritor y periodista.

El gran insumo con el que trabajó fue la rica tradición oral del pueblo antioqueño. Y La Casa de las dos Palmas es quizás el gran legado que le dejó a Antioquia, Colombia y América Latina. Sus virtudes principales son el conocimiento de su propia cultura, la intensidad en la narración, la fuerza de la descripción y la lucidez de su poesía.

sábado, 1 de noviembre de 2008

¿Qué papel juegan los medios de comunicación en la "sociedad del conocimiento" hoy?


Lo que tenemos hoy es la sociedad de la información, en la que se da una sobreoferta de información por todos los medios de comunicación, especialmente por la Internet y las transmisiones satelitales de radio y televisión.

Sin embargo, esta información, aunque masiva, suele ser también poco rigurosa, con poco análisis y discernimiento, convirtiéndose muchas veces en un instrumento de manipulación por parte de los poderes político y económico.

El ideal de la sociedad del conocimiento consiste en que estos elementos informativos dejen de ser una avalancha de datos indiferenciados y pasen a ser comprendidos por todos los humanos, siendo de verdadera utilidad en su vida diaria y en el desarrollo de las sociedades y las culturas.

En la sociedad del conocimiento lo más importante no es la cantidad de la información, sino la productividad que se pueda alcanzar con ella en tanto se convierta en conocimiento para las sociedades.

En este sentido, el papel de los medios de comunicación consiste en que, en tanto procesadores de la información, se conviertan en productores de conocimiento. ¿Cómo? Discerniendo la información, analizándola, tratándola con criterio, siendo críticos, no simplemente siendo portavoces de los poderes, amplificadores de las informaciones que éstos emiten, como sucede con muchos medios en la actualidad.

Si los medios logran el procesamiento de la información explicado en el párrafo anterior, seguramente sus informaciones se convertirán en conocimiento para las sociedades, porque no serán instrumentos de los poderes para manipular a los pueblos, sino productos pensados en función de su utilidad para las sociedades.

Así, las informaciones de los medios no serán datos momentáneos que se olvidan al llegar una nueva información, sino que serán conocimientos duraderos, servirán como documentos históricos para explicar la evolución de las generaciones pasadas hasta llegar a las sociedades actuales, y para servir como guía en el andar de las sociedades futuras, buscando que no se cometan los mismos errores y que los pueblos persigan su desarrollo enfocados en dos conceptos: el ser humano y las culturas, entendidas éstas no aisladas, sino en relaciones en red con otras culturas del mundo y en armonía con el medio ambiente de nuestro planeta Tierra.