Entre la alegría y la zozobra
El sol ha caído. Se abre el telón. El escenario: el centro. Los actores: ellos, personajes que llegan de la periferia y se van congregando en un espacio urbano donde todos caben.
Comienza la noche y el teatro está en transición. Los actores diurnos terminan su faena; los nocturnos en cambio, si llegaron hace rato, apenas comienzan a darle vida a la suya.
Llegás al Parque Berrío a las siete pasadas y ves corrillos que se arman como de la nada. Uno es alrededor de un grupo de músicos viejones, acompañados de guitarras y charrascas. Son Los Montañeros de Anzá y los acompañan dos mujeres que espontáneamente bailan y se arman su propia parranda.
“Soy el trovador del Valle, vine fue a trovar aquí, ando buscando mi pava, traigo los huevos aquí”.
Éste es el punto animado del parque a esta hora. El resto se ve cansado, esperando que pase la hora pico para entrar de lleno en la noche.
Al lado de la Candelaria están las estatuas vivas o las personas que parecen de piedra. Llamalas como querás. Pero están más agotadas que nunca. El gordo, con la cara pintada de verde, ya no da más. Sólo las últimas monedas lo sostienen.
Y en el centro del parque están los cincuentones que se quedan mirando a los pelados. Pasás, y uno de ellos se queda como si hubiese visto una aparición. Te acompaña con la mirada hasta que te perdés entre la congestión.
Son estos actores los que están en el teatro a esta hora. Pero el parque está desolado, sólo la estación del metro muestra señales de vida. El resto, agoniza.
Un grupo de jóvenes está en la estación. Parecen turistas pero no; son universitarios que se alistan para iniciar una exploración nocturna por el centro de la urbe.
Van como asustados o prevenidos, al menos eso demuestra la cercanía con que caminan. Ves que llegan a la Plazoleta de las Esculturas y un detalle los impacta: bajo el viaducto del metro, en medio del Hotel Nutibara y el Palacio de la Cultura, semejantes joyas históricas y arquitectónicas de Medellín, se mueven la prostitución infantil, los expendios de drogas y se vende todo tipo de cacharro.
La raza: humanos
Seguís bajo la ferrovía, tomás la calle Palacé y te chocás con vos mismo, con tus prejuicios, con tus miedos, con tu ignorancia.
“Cuando llegués allá tené cuidado; no les des la espalda a esos maricas porque perdés”. Ésta es una de las advertencias que te pueden hacer antes de visitar La Raza, un bar donde comúnmente confluyen los travestis de Medellín y su área metropolitana.
Entonces ya vas con un prejuicio: “Cuidado, que es peligroso”. Pero llegás al lugar y tirás la advertencia y el prejuicio a la caneca de la basura. Entrás. Tres o cuatro tipos cincuentones toman cerveza en la barra. La mayoría de los universitarios se aglomera al fondo del lugar; el resto, entra y sale.
Es una noche cálida y en este sitio se siente aún más. Llega entonces una buena cerveza helada, mirás el panorama y ahí están ellas, las divas, la tentación prohibida, sensuales, seguras y dominantes, inspiradoras de muchas sensaciones a la vez, menos de indiferencia porque siempre impactan. Son ellas, las reinas de la noche.
“Esos manes tienen unos cuerpos más chimbas que los de estas peladas”, comenta uno de los universitarios. Quizás tenga razón porque las mirás por detrás y te quedás atónito con sus piernas resaltadas por las minifaldas. Pero se equivoca en un detalle. Son manes pero no lo sienten así y detestan que se los recuerden. Adoran ser mujeres, se sienten perfectas como tales y por eso hay que referirse a ellas y no a ellos.
Muy buena música. Suena El cantante, de Héctor Lavoe. Dicen que es uno de los temas preferidos de Gregorio, el profe que acompaña a sus muchachos y que ahora se confunde con ellos en la dinámica nocturna. “Siempre lo pide cuando llega”, revela la administradora del local, una mujer tuza, con aspecto de ruda pero con un trato amable.
Te provoca bailar pero nadie lo hace. Parece que la regla es conversar y observar pero nada más, porque podría ser una transgresión. Estudiás al otro y el otro te estudia. Ésa es la dinámica inicial y este sitio es para ello, para que tanteés el terreno.
Y aunque cada uno está en los suyo sin meterse con nadie, al observar no dejás de sorprenderte con algunas escenas. Un muchacho de unos 28 años está parado en la puerta con una de las “chicas”. Ella le manda la mano con mucha discreción y él parece complacido; sonríe tenuemente y le susurra algo al oído.
En tu estancia en La Raza, probablemente no te manoseen ni traten de robarte, como te lo han advertido. Tal vez te den ganas de capturar imágenes, pero el profe te dirá que mejor en el negocio del frente, entonces te tocará llevártelas en la mente.
De rumba en el Palacé
Cruzás la calle y… ¡que se prenda la fiesta! Terminó el tanteo, la obra es alegre y el teatro está de farra. El Bar Palacé te presenta un ambiente de discoteca; es oscuro pero con muchas luces intermitentes de colores.
Y ahí siguen ellas, las reinas de la noche. Es su escenario, pero más que eso, es su templo sagrado y les imprime su mística. Se notan tranquilas, espontáneas e incluso irreverentes, pero siempre respetuosas.
Una botella de aguardiente comienza a rodar entre los universitarios. Mientras tanto, una de las “chicas” se tira al ruedo como la bestia que reta al matador. “¿Dónde están los hombres?”, pregunta en tono desafiante. Y el matador aparece. Es Felipe Botero, uno de los estudiantes.
La “chica” lo incita al baile y él no está dispuesto a perder su valentía ante ningún reto, y menos ante el de un travesti. El macho le acepta el reto a la “hembra” y comienza el “sandungueo”, llevados por una mezcla de reguetón y electrónica. Ella quiere ir más lejos y lo insta a que bailen pegados, rayándose, como dicen los pelados. Pero él, con los brazos, la aparta y le pide que guarde la distancia. “¿Es que te creés el más chimba o qué?”, le dice ella, ofendida por el desprecio. “Yo sé lo que tengo”, responde él y trata de seguir bailando como si nadie hubiese oído la discusión.
Terminan de bailar y ella está cabizbaja. Él se le acerca y le pide que no se enoje, que la cosa no es para tanto.
Que resuelvan ellos el asunto. Sigue la farra, ahora sí todos bailan en un círculo y en medio están las divas, el centro de atracción de la noche.
El ambiente se calienta cada vez más. Hay euforia, gritos alegres, los cuerpos caen rendidos ante la tentación del ritmo. Y una “chica” voluptuosa se sube a la barra y se quita el top. Todo el personal centra su mirada en ella. Si pretendía ser La Reina entre las reinas, lo logró. Su busto enorme y rebelde ante la gravedad tiene atónitos a hombres y mujeres. Las luces intermitentes se confunden con los flashes de las cámaras. Los universitarios no aguantaron más y decidieron capturar estás imágenes para siempre.
Bajo la mirada de la Catedral
Salís del jolgorio del Palacé, tomás hacia el Parque Bolívar y te encontrás con la imponente Catedral Metropolitana de Medellín. A sus pies está el grupo de universitarios, compacto como en toda la noche.
Comienza la noche y el teatro está en transición. Los actores diurnos terminan su faena; los nocturnos en cambio, si llegaron hace rato, apenas comienzan a darle vida a la suya.
Llegás al Parque Berrío a las siete pasadas y ves corrillos que se arman como de la nada. Uno es alrededor de un grupo de músicos viejones, acompañados de guitarras y charrascas. Son Los Montañeros de Anzá y los acompañan dos mujeres que espontáneamente bailan y se arman su propia parranda.
“Soy el trovador del Valle, vine fue a trovar aquí, ando buscando mi pava, traigo los huevos aquí”.
Éste es el punto animado del parque a esta hora. El resto se ve cansado, esperando que pase la hora pico para entrar de lleno en la noche.
Al lado de la Candelaria están las estatuas vivas o las personas que parecen de piedra. Llamalas como querás. Pero están más agotadas que nunca. El gordo, con la cara pintada de verde, ya no da más. Sólo las últimas monedas lo sostienen.
Y en el centro del parque están los cincuentones que se quedan mirando a los pelados. Pasás, y uno de ellos se queda como si hubiese visto una aparición. Te acompaña con la mirada hasta que te perdés entre la congestión.
Son estos actores los que están en el teatro a esta hora. Pero el parque está desolado, sólo la estación del metro muestra señales de vida. El resto, agoniza.
Un grupo de jóvenes está en la estación. Parecen turistas pero no; son universitarios que se alistan para iniciar una exploración nocturna por el centro de la urbe.
Van como asustados o prevenidos, al menos eso demuestra la cercanía con que caminan. Ves que llegan a la Plazoleta de las Esculturas y un detalle los impacta: bajo el viaducto del metro, en medio del Hotel Nutibara y el Palacio de la Cultura, semejantes joyas históricas y arquitectónicas de Medellín, se mueven la prostitución infantil, los expendios de drogas y se vende todo tipo de cacharro.
La raza: humanos
Seguís bajo la ferrovía, tomás la calle Palacé y te chocás con vos mismo, con tus prejuicios, con tus miedos, con tu ignorancia.
“Cuando llegués allá tené cuidado; no les des la espalda a esos maricas porque perdés”. Ésta es una de las advertencias que te pueden hacer antes de visitar La Raza, un bar donde comúnmente confluyen los travestis de Medellín y su área metropolitana.
Entonces ya vas con un prejuicio: “Cuidado, que es peligroso”. Pero llegás al lugar y tirás la advertencia y el prejuicio a la caneca de la basura. Entrás. Tres o cuatro tipos cincuentones toman cerveza en la barra. La mayoría de los universitarios se aglomera al fondo del lugar; el resto, entra y sale.
Es una noche cálida y en este sitio se siente aún más. Llega entonces una buena cerveza helada, mirás el panorama y ahí están ellas, las divas, la tentación prohibida, sensuales, seguras y dominantes, inspiradoras de muchas sensaciones a la vez, menos de indiferencia porque siempre impactan. Son ellas, las reinas de la noche.
“Esos manes tienen unos cuerpos más chimbas que los de estas peladas”, comenta uno de los universitarios. Quizás tenga razón porque las mirás por detrás y te quedás atónito con sus piernas resaltadas por las minifaldas. Pero se equivoca en un detalle. Son manes pero no lo sienten así y detestan que se los recuerden. Adoran ser mujeres, se sienten perfectas como tales y por eso hay que referirse a ellas y no a ellos.
Muy buena música. Suena El cantante, de Héctor Lavoe. Dicen que es uno de los temas preferidos de Gregorio, el profe que acompaña a sus muchachos y que ahora se confunde con ellos en la dinámica nocturna. “Siempre lo pide cuando llega”, revela la administradora del local, una mujer tuza, con aspecto de ruda pero con un trato amable.
Te provoca bailar pero nadie lo hace. Parece que la regla es conversar y observar pero nada más, porque podría ser una transgresión. Estudiás al otro y el otro te estudia. Ésa es la dinámica inicial y este sitio es para ello, para que tanteés el terreno.
Y aunque cada uno está en los suyo sin meterse con nadie, al observar no dejás de sorprenderte con algunas escenas. Un muchacho de unos 28 años está parado en la puerta con una de las “chicas”. Ella le manda la mano con mucha discreción y él parece complacido; sonríe tenuemente y le susurra algo al oído.
En tu estancia en La Raza, probablemente no te manoseen ni traten de robarte, como te lo han advertido. Tal vez te den ganas de capturar imágenes, pero el profe te dirá que mejor en el negocio del frente, entonces te tocará llevártelas en la mente.
De rumba en el Palacé
Cruzás la calle y… ¡que se prenda la fiesta! Terminó el tanteo, la obra es alegre y el teatro está de farra. El Bar Palacé te presenta un ambiente de discoteca; es oscuro pero con muchas luces intermitentes de colores.
Y ahí siguen ellas, las reinas de la noche. Es su escenario, pero más que eso, es su templo sagrado y les imprime su mística. Se notan tranquilas, espontáneas e incluso irreverentes, pero siempre respetuosas.
Una botella de aguardiente comienza a rodar entre los universitarios. Mientras tanto, una de las “chicas” se tira al ruedo como la bestia que reta al matador. “¿Dónde están los hombres?”, pregunta en tono desafiante. Y el matador aparece. Es Felipe Botero, uno de los estudiantes.
La “chica” lo incita al baile y él no está dispuesto a perder su valentía ante ningún reto, y menos ante el de un travesti. El macho le acepta el reto a la “hembra” y comienza el “sandungueo”, llevados por una mezcla de reguetón y electrónica. Ella quiere ir más lejos y lo insta a que bailen pegados, rayándose, como dicen los pelados. Pero él, con los brazos, la aparta y le pide que guarde la distancia. “¿Es que te creés el más chimba o qué?”, le dice ella, ofendida por el desprecio. “Yo sé lo que tengo”, responde él y trata de seguir bailando como si nadie hubiese oído la discusión.
Terminan de bailar y ella está cabizbaja. Él se le acerca y le pide que no se enoje, que la cosa no es para tanto.
Que resuelvan ellos el asunto. Sigue la farra, ahora sí todos bailan en un círculo y en medio están las divas, el centro de atracción de la noche.
El ambiente se calienta cada vez más. Hay euforia, gritos alegres, los cuerpos caen rendidos ante la tentación del ritmo. Y una “chica” voluptuosa se sube a la barra y se quita el top. Todo el personal centra su mirada en ella. Si pretendía ser La Reina entre las reinas, lo logró. Su busto enorme y rebelde ante la gravedad tiene atónitos a hombres y mujeres. Las luces intermitentes se confunden con los flashes de las cámaras. Los universitarios no aguantaron más y decidieron capturar estás imágenes para siempre.
Bajo la mirada de la Catedral
Salís del jolgorio del Palacé, tomás hacia el Parque Bolívar y te encontrás con la imponente Catedral Metropolitana de Medellín. A sus pies está el grupo de universitarios, compacto como en toda la noche.
“¿Ya pasamos lo pesado?”, pregunta uno de los estudiantes. Es alto, rubio, muy bien peinado, y ha mostrado un recato permanente durante toda la exploración. “Una parte; falta otro poquito”, responde el profe con un tono veraz e irónico.
Hay desolación en el parque. Están los universitarios, pero mirás alrededor y ves a muy pocas personas. Uno que otro sentado en alguna banca y policías que entran y salen del CAI.
En el día este lugar es el ágora de la antigua Grecia, donde los corrillos de los hombres mandan y con la palabra arman respetuosas contiendas sobre los más variados temas: desde el deporte hasta la trascendencia del espíritu humano.
Pero en la noche es el territorio donde ganan los vivos, ya sea imponiendo la fuerza, amedrentando, como lo hacen los señores de la oscuridad, o utilizando los encantos, seduciendo, como lo acostumbran las reinas de la noche.
La congoja de Las Gatas
Dejás el Parque Bolívar, tomás como si fueras de nuevo para Berrío, pero antes de llegar volteás a la izquierda hasta desembocar en Las Gatas, uno de los sitios de streaptease más famosos de la ciudad.
Entrás y te encontrás con una mona gorda que casi se arrastra por la pista de baile. La opinión en el grupo de universitarios es generalizada: “No aguanta”. Pide la propina, no recibe nada. “¡Eh Ave María!” Es su manera de decir “¡qué tipos tan amarrados!”
Menos mal llega este grupo porque en el lugar sólo estaba el personal que trabaja allí. El DJ. nos recuerda que somos de la Bolivariana y hace referencia a Monseñor. Sabés que el profe no se ha ido porque empieza a sonar El cantante. Salsa, merengue, vallenato, baladas de Michael Jackson, rancheras, van mezclándose entre el baile de las vampiresas y las conversaciones de los visitantes.
Uno de los estudiantes charla más de una hora con una mujer que trabaja en el lugar. Un grupo conversa con otra. Y un tipo barbado, de gafas, pantalón de dril y camisa manga larga por dentro, con pinta de profesor de filosofía, dialoga con otra gata.
Dicen que es un rabino y ella es la más cotizada del lugar. “Cobra 90 por el polvo”, revelaría más tarde Sofía, otra chica que trabaja allí. Ella, de Las Gatas la más cara, es morena, rostro bonito pero de áspera mirada, agresiva, voluptuosa por donde la mirés.
Mientras esto pasa las reinas siguen en su pasarela. Una negra alta se destaca sobre el resto. Parece ser la única que se goza su show, le imprime un toque de alegría a la escena en un teatro que a esta hora huele a depresión, a melancolía, a remordimiento.
Más que gata, esta negra es una pantera. Su baile lo acompaña de una permanente sonrisa maliciosa. Tiene separados los dientes de la mitad, o sea que ni por el diablo pasa desapercibida. Además impacta porque es la única que mete dedo con propiedad, como a gusto con su papel. En su figura de pelo largo crespo resalta lo que el poeta nadaísta Eduardo Escobar define como “la rosa entreabierta”, esta vez más rosa que nunca, la estrella más brillante en ese oscuro cielo femenino.
Cuando bajó de la pista, uno de los estudiantes no aguantó más y le pidió que se dejara tocar. La simpática negra asintió. Él acercó su mano derecha a la nalga de la morenaza y le agarró con toda confianza uno de los cachetes.
Ahora en la pista está Sofía. “¡Mirá qué flacota, de lo mejorcito, ¿sí o no?!”. Este comentario de Mauro, otro de los estudiantes, sintetiza el pensamiento general del público masculino. De verdad que ella fue “de lo mejorcito” de la noche. Una rubia flaca, jovencita, de rostro angelical, senos pequeños y en su punto. Pero muy seria, baila con una tristeza que, por momentos, parece amargura. Mauro le exalta su belleza y le pide una sonrisa. Sofía acepta. Razón tenía él en su petición. Cuando sonrió, la reina fue mucho más bella, y hasta logró distender a los espectadores.
Luego baja, recibe la propina y se presta al diálogo con tres estudiantes.
Felipe: _Mujer, perdona la pregunta, pero… ¿tú por qué trabajas en esto?, eres una niña muy linda.
Sofía: _Mi amor, porque tengo que sostener a cinco personas: mi mamá, dos hermanitos y dos hijos.
Julián: _ ¿Usted cuántos años tiene?
Sofía: _19.
Juan Carlos: _ ¿Cómo tomaron tú y tus compañeras las amenazas de muerte de los grupos paramilitares, que publicaron con panfletos en toda la ciudad?
Sofía: _Mi amor, nos da mucho miedo pero tenemos que trabajar. Yo no le robo ni le hago daño a nadie, no tengo ni sífilis ni SIDA ni nada de eso y al que quiera le muestro los exámenes, y tengo que llevar comida a mi casa.
Felipe: _ ¿Tú cuánto cobras por la pieza?
Sofía: _50.
Felipe: _Y me imagino que eres la más solicitada.
Sofía: _No, la más solicitada es aquélla (señala a la que está con el rabino). Cobra 90 por el polvo.
Felipe: _Y si te invito a mi casa, para que nos hagas un show privado, ¿te vas con nosotros?
Sofía: _ ¿Cuántos son?
Felipe: dos o tres.
Sofía: _ Ahí vamos viendo (se queda pensativa, aunque no da una definitiva, no parece dispuesta a aceptar la invitación). Bueno, me voy a vestir.
El temor que muestra ella es general entre sus compañeras e incluso entre quienes frecuentan estos sitios del centro o quienes los deambulan esporádicamente. Es la zozobra que se siente por estos días en Medellín, sobre todo en la noche, y más puntualmente en el centro, generada por amenazas terroristas de grupos que prometen hacer “limpieza social”, asesinando a consumidores y expendedores de drogas, a ladrones, travestis y prostitutas.
Sofía habló de la mujer que está en una mesa con el rabino. Ahora él se para y se va. Ella se queda sola un momento pero luego se pierde. Pasan unos minutos y el DJ. la anuncia. Ahí está, en la pista, parece enojada. Baila rápido, se desnuda igualmente, no sonríe con nadie. Felipe incita a Mauro a que la toque y éste responde que “ganas no me faltan”.
La morenaza, con la típica belleza latina, se tira al piso en el centro de la pista y se exhibe hacia la derecha y hacia los que están en frente de ella, pero soslaya a los de la izquierda. Éstos quedan verracos. “¡Ya no le doy ni un peso, la chimba!”, protesta Mauro, visiblemente enojado. Pero ella, ejerciendo su estatus en el lugar, no se rebaja a pedir propina. Se esfuma con la misma velocidad del rabino, mientras Mauro tiene que tragarse su orgullo.
Las niñas del grupo universitario se van yendo paulatinamente. Quedan los hombres. En la pista baila una gorda blanca que, al bajar, mete la cabeza del profe entre sus tetas, acto que produce risas entre los presentes al tiempo que demuestra la confianza que genera Gregorio entre estas mujeres.
Él había advertido de la decadencia del streaptease en Medellín, y en efecto es así. En Las Gatas el ambiente es apagado, lúgubre, como que te dan tristeza estas mujeres en vez de excitarte y ponerte ardiente. A la inconformidad generalizada con que ellas trabajan, sumale esa zozobra que invade por estos días este tipo de establecimientos.
Al frente de la pista, pegadas a la pared, están varias mujeres sentadas, esperando el turno para mostrar su belleza real ante el jurado, que ya lo integran no sólo los universitarios, sino otros tipos que llegaron y se notan complacidos observando el show.
Pero estas mujeres que esperan demuestran que su trabajo es más duro de lo que piensa la mayoría, que de manera ignorante se atreve a hablar de “mujeres de la vida fácil”. Sus rostros reflejan aburrición, tristeza, resignación en el mejor de los casos.
Y los de la universidad, que chistaron desde el principio, aguantaron casi hasta el final. Doce y media de la noche y salen. Unos para sus casas; otros quieren seguir y pegan para la Barra Ejecutiva. Parece que se les olvida que el Alcalde permite que el teatro esté abierto sólo hasta la una.
Dejás el teatro y en él quedan las reinas. Están en el medio de las dos basílicas más importantes de la ciudad. La Mayor, la Metropolitana; y una de las menores, la Candelaria.
Cogés un taxi con tus amigos. Está abierta la ventanilla de adelante. Un pelado se te arrima, te da la bienvenida, invita a que te bajés, que la rumba ahí es la mejor. Pero la zozobra es tanta, que no le entendés, creés que te va a chuzar o a robar, le cerrás la ventanilla y asegurás la puerta, cuando ya el pelado la abría para que te bajaras. “Señor, hágale rápido, coja la 33”, le ordenás sobresaltado al taxista.
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