jueves, 13 de agosto de 2009

Un médico del espíritu en medio de las fábricas de Guayabal

Graduado como médico general en la Universidad de Antioquia, Juan Felipe Jaramillo Toro creó “Montaña de Silencio” en pleno corazón de Guayabal (Calle 7 Sur N° 51 – 52), un lugar donde combina las dos pasiones más grandes de su vida: la práctica del budismo Zen, en la que se desempeña como monje, y la medicina complementaria, que desarrolla en su consultorio “Medicina del Jardín”.


Por: Juan Carlos Valencia Gil


Cuando la anciana subió la última escala, lo primero que hizo fue quitarse los zapatos y ponerlos en el armario. Una niña vestida de uniforme de colegio y su madre, quienes la acompañan hacen lo mismo. Al joven que completa el grupo, entretanto, parece no importarle y, con sus tenis puestos, se sienta en uno de los muebles. Las tres mujeres también se sientan a esperar su turno.

Faltan diez minutos para las cinco de la tarde cuando el doctor, que estaba al interior de su consultorio, se para en la puerta y le dice a la anciana que siga. Es un hombre trigueño, casi moreno, mide un metro con setenta centímetros, tiene la cabeza completamente rapada y usa gafas.

Su vestimenta no saldría de lo común si no fuera por sus sandalias negras de cuero. Dentro de ellas están sus pies cubiertos con unas medias azules. El resto del atuendo es típico, pero más informal que el de la mayoría de los médicos: pantalón de dril y camisa de mangas cortas.

La señora ingresa al consultorio y el médico cierra la puerta. Afuera, Montaña de Silencio le rinde honor a su nombre. En el lugar, la suavidad de la música orquestada le pide permiso a la paz del espíritu. Todas las paredes están forradas en tablilla, incluso el cielo raso.

Es un segundo piso donde está el consultorio (Medicina del Jardín), la recepción, la habitación del doctor y un salón grande con colchonetas en el piso y un tambor en la mitad donde se realizan las prácticas del budismo Zen. Esto, sumado a la imponencia de los cuadros del Dalai Lama y a la decoración en madera alusiva a la naturaleza, hace que el sitio parezca un templo oriental, sacado de una película de artes marciales.

Después de unos quince minutos, la puerta de Medicina del Jardín se abre de nuevo y la anciana, junto a sus acompañantes se despide del doctor y su secretaria y buscan las escalas para marcharse del lugar. El médico, por su parte, vuelve y se quita su delantal para sentirse cómodo e invita a pasar al reportero para contarle el cuento.

Contestatario desde siempre

Juan Felipe Jaramillo Toro nació en el Hospital San Vicente de Paúl de Medellín en 1955. Es hijo de Clara Toro (viva) y Jaime Jaramillo (murió en el 2001), quienes le regalaron cuatro hermanos: dos hombres y dos mujeres, aunque por parte de padre tuvo otros cuatro, de los cuales murió uno. “Soy de un género abundante. Como decía alguien, de los arrechos positivos”, apunta el médico entre risas.

Su infancia la transcurrió entre los barrios Estadio, Laureles y Santa Gema y siempre, caracterizado por las travesuras y la hiperactividad. Cómo sería la situación, que el mismo Juan Felipe acepta que cuando en su familia jugaban a las penas, la única que nadie cumplía era cuidarlo a él al menos cinco minutos.

“Mi infancia se dio entre mucha energía y la frecuente llegada de una mano con una correa. Hasta que aprendí a que no me doliera y desafiaba: pégueme otra vez, otra y me aguantaba la lagrimita”.

Sus estudios de primaria y secundaria los desarrolló en los colegios Jesús María y Calasanz. Y a pesar de ser unas instituciones tan católicas y su familia tan allegada a esta religión, a los 12 años Juan Felipe empezó a cuestionar las bases de la enseñanza cristiana. En sus recuerdos están las misas en La Consolata donde, según él, les cerraban las puertas para que no se salieran antes de tiempo.

Juan Felipe dice que eso lo marcó de tal manera que, cuando el vio que era obligación estar ahí, sintió que no debía ir más a ese templo. “No sé si agradecerles a esos curitas que hacían una práctica tan tonta, el que me hayan sacado de la iglesia católica. Hoy, aunque me sigo considerando católico, no soy confesional, no practico”.

Con ese espíritu rebelde o, como lo llama él, “contestatario”, Juan Felipe se independizó de su familia a los 17 años. Se fue un año para Europa por una razón intelectual: quería estudiar psicoanálisis. La mayor parte del tiempo la pasó en Bélgica y al final, producto de la misma inestabilidad de su edad, decidió que su futuro no estaría en el psicoanálisis, sino en la medicina.

En principio, quiso estudiar la medicina en Europa, pero se devolvió para Colombia en busca de “condiciones más favorables”. Regresó a su casa por un tiempo, luego se fue a vivir con unos amigos al barrio Cristóbal, más tarde vivió en Copacabana y Santa Elena, y todo, en el marco de “una vida itinerante que hacía parte de las características de cierta generación”.

Enyerbado por la medicina complementaria

Antes de comenzar su carrera en la Universidad de Antioquia, Juan Felipe era bastante inquieto por la vida del campo, las culturas indígenas y las medicinas tradicionales de otros países como China. Ya en el cuarto semestre, con la llegada de conferencistas a la Universidad a hablar de la homeopatía, la acupuntura y otras técnicas medicinales que se conocen como alternativas, el aspirante a médico sintió que tenía en frente la visión de otro mundo: su mundo, lo que él llama la medicina complementaria o integral.

A partir de ese momento, “las únicas prácticas alopáticas (medicina occidental tradicional) que hice fueron las propias del estudiante de medicina: cuando estaba en los últimos semestres y en el internado, pero ni siquiera en el rural tuve una práctica alopática pura”, afirma.

El año rural de Juan Felipe fue en el Atrato Medio, más exactamente en San Antonio de Padua. Allí visitó comunidades negras y algunas indígenas, lo que lo formó personal y profesionalmente, pues como no había consultorios ni camillas, le tocaba improvisar en el suelo con una sábana.

“Fue duro, pero esa vida itinerante, recorriendo esos ríos que se volvían cada vez más difíciles a medida que uno subía y que en verano eran terribles porque se secaban mucho, fue muy bella, muy interesante”.

De los negros dice haber aprendido que, sin lugar a dudas, son una parte ancestral humana muy valiente, que ha logrado preservar su cultura y adaptarse a las condiciones de vida actuales. “Ellos son el reducto de una transformación que los avasalla”. Juan Felipe entiende como el mejor rasgo de esta raza esa gran alegría que conservan a pesar del inmenso dolor que sufren.

Y de los indígenas, comenta tener una visión “apocalíptica”: “El indígena moderno, o abandona un poco su tradición, o se queda en un punto que ya no encaja mucho en el mundo moderno”. Sin embargo, manifiesta que “cuando el indígena se desplaza un poquito, algo se le raya”. La sabiduría ancestral del indígena es su mejor rasgo, según Juan Felipe.

De todos modos, Juan Felipe se entristece viendo la situación de las minorías étnicas, “metidas en una guerra absurda” y, en general, viendo el manejo que le dan los políticos colombianos al país. “Aquí el Presidente, en sus campañas, prometió acabar con la corrupción, y en cuatro años y medio de gobierno se han alcanzado niveles de corrupción inimaginables”.

Así, en el Atrato Medio, Juan Felipe desarrolló más que nunca su pasión por la investigación, puesto que mientras les daba a las comunidades sus conocimientos médicos, recibía de ellas los secretos de las plantas y de su relación con la naturaleza.

Autodidacta sin cadenas

Esa vena autodidacta ha llevado a este médico a interesarse no sólo por lo relacionado con su profesión, sino por otras áreas del conocimiento, como la literatura en sus diversas perspectivas. A los 13 años, por ejemplo, Juan Felipe tuvo en Fernando González, con su libro Viaje a pie, su primer amor literario. “Ese texto fue un himno que invitó a salir, a andar, era el libro del vagabundo”.

Además, leyó a novelistas como Dostoyevski y Tolstov, a filósofos como Nietzsche y “me sentía conociendo a seres humanos gigantescos”. Pero en definitiva, su autor preferido es Henry Miller, a quien considera como un compañero de viaje y verdadero instructor. “Sus novelas son autobiográficas, y fue apasionante ver el mundo a través de su vida”.

Y aunque tiene mala memoria para recordar frases de estos autores, a los malos escritores sí los nombra con facilidad: Og Mandino, Paulo Coelho, José Saramago, a quien califica como “negociante de la literatura” porque “cuenta las historias que la gente quiere oír”, y Anthony de Mello, que “ha publicado basura muy triste”.

Libros buenos, libros malos, el todo es que Juan Felipe Jaramillo ha sido un ratón de biblioteca con altos niveles de conocimiento alcanzados, al punto de que fue llamado por el CES para que dirigiera el departamento de Humanidades, sin importar que sólo tuviera el título de médico general.

No obstante, con la entrada al CES Juan Felipe tuvo dos grandes tristezas: en primer lugar que, por política de la institución educativa, le tocó cortarse su largo cabello para quedar tuzo; y en segundo lugar, vivir allí “una característica muy extraña de ciertas universidades en el mundo: ser un sitio donde el agobio, el estrés y la persecución académica son las reglas”.

En ese contexto, Juan Felipe salió de la institución y viajó a México como vía de escape. “Ésa era una política militaresca que yo nunca pude aceptar, no era lo mío. Irme para México fue recuperar la conciencia de que hay otras pedagogías en la vida. Trabajé con personas mayores de 25 años en una relación con la propia vida, con la naturaleza, fue una experiencia muy bella”.

El Zen: su mundo

Estando en México, a Juan Felipe le ofrecieron quedarse trabajando como conferencista sobre los Wirrárikas (descendientes de los Toltecas) a nivel mundial, pero no, el médico colombiano ya tenía las cosas claras. Así lo manifiesta en una sola frase: “Yo no servía para eso y me retiré. Mi mundo era el Zen”, agrega.

Cuando Juan Felipe viajó a la Sierra Nevada de Santa Marta, lo hizo con el fin de conocer la cultura de los Arahuacos. Sin embargo, allí se llevó una grata sorpresa: tuvo el primer contacto directo con el Zen. “En los amaneceres conversaba con una persona que había llegado de Medellín acerca de su experiencia con el Zen, y leíamos sobre este mundo que empezó a ser fascinante para mí”.

De esta rama del budismo que nació en la China, pero que fue fundada por Odi Dharma, un monje budista hindú, Juan Felipe tenía referencias de lectura, puesto que – explica Jaramillo –, el Zen comenzó a ser, dentro del “ambiente contestatario de mediados del siglo pasado (Contracultura norteamericana y el Mayo Francés), un punto de referencia muy importante”.

La búsqueda de una práctica como el Zen entonces, nació para Juan Felipe de una sensación de insatisfacción. Sentía que la vida era “limitada”, “insuficiente”, y quería encontrar algo que le diera un mayor significado a su existencia y que le ofreciera otra perspectiva de relación con el mundo.

En ese orden de ideas, encontró en el Zen “una forma de búsqueda espiritual que, aunque no es estrictamente una religión, sí tiene un contenido religioso muy profundo”.

Después de su diálogo con aquella persona de Medellín en la Sierra Nevada de Santa Marta, Juan Felipe tuvo contactos con el Zen Center en San Francisco, Estados Unidos, pero “no se me dieron las circunstancias para viajar allá”.

En el momento menos pensado, alguien lo llamó de Bogotá para contarle que allá estaba viviendo un monje Zen francés que estaba interesado en conocer practicantes del Zen en Colombia. “Al poco tiempo de habernos conocido, en 1989, yo supe que toda mi vida iba a pasar ahí metida”.

El 6 de enero de 1990, en una ceremonia sencilla en Altamira, Tolima, Juan Felipe recibió la ordenación de monje Zen de manos del francés Reytay Lemor, quien es el personaje que más admira el médico en el mundo. “Lo reconozco como mi maestro. Es increíble que un hombre a los 66 años siga teniendo ese temperamento, no esté esperando nada a cambio y continúe propiciando la práctica”.

De acuerdo al testimonio de Juan Felipe, el budismo se diferencia del cristianismo en dos aspectos fundamentales: primero, en que el Dios del cristianismo es un ser ultramundano en el que hay que creer por encima de todo. En el Zen (budismo), entretanto, “no hay nada en qué creer: hay que creer en lo que uno es. Buda no es un Dios; es un ser humano preocupado por las formas del sufrimiento humano”.

Y segundo, en que el católico sólo puede ser católico. El budista, por su parte, puede practicar el budismo y ser católico, musulmán o de otra religión. “Es una vida espiritual ecuménica porque no se rechaza a nadie por lo que cree, desde que no trate de imponer sus creencias”.

Cambio en la actitud: la gran diferencia

Juan Felipe sostiene que con el budismo Zen no cambió su vida, pero sí su actitud ante la vida. “Lo que enseña el Zen es a vivir en presente: lo pasado, pasado fue; y lo futuro, casi nunca sucede como se planea”, dice.

Y ese presente está determinado por su trabajo con el ser humano desde el punto de vista espiritual. Para ello, después de trabajar unos años en el Programa Aéreo de Salud (PAS), y llevado por la independencia que siempre lo caracterizó, Juan Felipe creó el centro de prácticas Zen Montaña de Silencio y dentro de él, su consultorio, Medicina del Jardín. En este lugar, se destacan ante todo el Zen y la medicina complementaria.

“Critico las deformidades que ha sufrido la medicina al adaptarse al sistema productivo capitalista, donde la relación médico – paciente terminó mercantilizándose completamente. Hoy en día, para nadie es importante el aporte espiritual del médico, como lo pudo haber sido hace 200 años, cuando el médico era un consejero, un sacerdote”.

Sin embargo, “si a mí me llega un paciente que yo sospecho tiene una apendicitis, cómo lo voy a mandar a que se ponga emplasticos de barro, se tome unas tizanitas y vuelva mañana tranquilo, cuando yo sé que si a ese paciente le da una peritonitis, en 24 horas está a punto de morirse. Yo no soy pendejo”, aclara.

Juan Felipe sintetiza su exposición sobre su práctica médica, explicando que el sufrimiento humano tiene un origen espiritual muy importante que él trata de atender, pero cuando la parte médica pide intervención de alto nivel tecnológico, sabe dónde mandar a los pacientes para que encuentren ayuda, u ofrecérselas cuando esté al alcance de su mano.

Lo que tiene claro Juan Felipe es que el paciente que va a su consultorio no busca un médico general convencional. “Y como médicos complementarios, estamos perdidos, somos pésimos médicos desde el punto de vista de los resultados, pero desde el punto de vista humano y de recuperar la relación con la vida, estamos situados en un nivel superior”.

Ésa es una diferencia entre los médicos alópatas y los complementarios, señala Juan Felipe. Las demás – comenta –, tienen que ver con la apariencia física y la actitud ante la vida. Los médicos alópatas, según él, son muy elegantes y su apariencia es rigurosa. Mientras tanto, “los bioenergéticos tenemos un aspecto, si no desarreglado, sí más ligero, más tranquilo”.

En cuanto a la actitud, Jaramillo expresa que los alópatas tienen una dificultad para abrirse al discurso diferente. En los complementarios, dice que aunque también hay gente rígida, hay una disposición a tomarse más tranquilamente la relación con el mundo.

Y así es Juan Felipe: un tipo abierto, alejado de dogmatismos, espontáneo, de expresión ágil al hablar y tranquilo casi siempre, menos cuando le dicen mentiras, sobre todo si provienen de alguien en quien él ha confiado.



Después de todo, sólo vale el presente


Pero no toda su vida la llevó con esa sencillez y esa paz interior de las que goza ahora. También hubo momentos muy duros, en especial los dos períodos de depresión que sufrió entre los 21 y los 24 años, los cuales califica como la época más difícil de su vida.

De la primera depresión, Juan Felipe recuerda que “aceptaba de vez en cuando ir donde unos amigos y, en una de esas salidas, sin darme cuenta, una niña de unos 15 años se me acercó y me llevó a un lugar donde me chupó. Inmediatamente sentí que algo en mí se despertó. Fue como si me hubiera hecho un tratamiento para sacarme de la depresión”.

De la segunda depresión, el médico salió gracias al Zen. Comenzó a meditar en las mañanas, a hacer ejercicios físicos y se volvió vegetariano radical. “Eran cosas coherentes con mi naturaleza que me alejaban de ese camino de la depresión”, anota.

Por otro lado, el matrimonio y la crianza de sus hijas también han sido experiencias duras para Juan Felipe. De Marta, su ex compañera, se separó hace 17 años. Y con sus hijas, María y Meliza, aunque hoy la relación es buena, fue complicado – cuenta –, sobre todo cuando transcurrían la adolescencia.

Además, la creación de Montaña de Silencio, puesto que después de salir del PAS, no le quedó más remedio que sobrevivir de lo que sabía. Pero si bien empezar fue difícil, Juan Felipe ya lleva 16 años en Guayabal, plena zona industrial de Medellín, “donde menos pensaba que iba a terminar viviendo, en el sitio más contaminado de la ciudad por los gases, los ruidos, pero bueno, aquí se creó y se sostiene el lugar de prácticas (Zen) y eso es muy importante para nosotros”.

Tan trascendente es Montaña de Silencio para Juan Felipe, que su principal sueño es convertir este centro en un lugar que permita otras actividades relacionadas con la práctica del Zen, un espacio adecuado para que los residentes vivan allí como monjes.

Revela esa esperanza aunque, en realidad, no es muy dado a pensar en sus sueños porque, según él, “los sueños son el espectáculo de la noche, y todas las noches hay muchos sueños”. Entonces, Juan Felipe prefiere vivir intensamente el aquí y el ahora.

Hoy, por ejemplo, se levantó antes de las cinco de la mañana, hizo algo de yoga antes de la meditación, se bañó y meditó por una hora y cuarto. Desayunó frutas, atendió consultas hasta el mediodía e hizo el almuerzo (generalmente vegetariano, aunque no tiene problema en comer carne) porque le gusta cocinar.

En la tarde, volvió a las consultas y ahí está, sentado en su escritorio, bajo una luz tenue, rodeado de móviles con motivos de dragones, tamborcitos y animales que reflejan el estilo oriental del consultorio, preparándose para entrar a la segunda práctica a las seis y media.

Después de terminar la práctica (8:00-8:15), se pondrá a responder correos electrónicos, a escribir o a leer, tal vez hasta la medianoche. “Mechas”, como lo bautizaron sus compañeros del PAS cuando tenía el cabello largo, deja de ser médico por un rato para convertirse en el monje que dirige los grupos practicantes del Zen. Por ello está descalzo, para aislar las impurezas, y tiene su cabeza rapada hasta el brillo, aunque ahora sí, contrario a lo del CES, por voluntad propia y con el mayor de los gustos.

lunes, 30 de marzo de 2009

Los malos tiempos dejan su rastro en el sector textil

Las ventas de Fabricato Tejicóndor bajaron un 11,3%. El Cid cerró su planta de producción, tras dos años consecutivos registrando pérdidas. Y la queja entre los textileros de El Hueco es generalizada: las ventas son bajas.

Dos empresas grandes y las PYMES muestran la radiografía de la situación del sector textil en Medellín en plena crisis económica mundial.

El denominado Cluster (cadena) Textil Confección Diseño y Moda representa la actividad emblemática de Antioquia, generando el 53% del empleo industrial en la región.

Aunque el ministro de Hacienda Óscar Iván Zuluaga había dicho que la economía del país estaba “blindada”, la desaceleración económica mundial, producida principalmente por la crisis financiera de Estados Unidos, viene golpeando a la economía nacional, tanto que incluso el Gobierno reconoció que los malos tiempos económicos se empiezan a sentir en el país.

Según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística, DANE, el desempleo en Colombia subió del 13,1 al 14,2% en enero de este año. Y las textileras aportaron al incremento de este indicador económico.

La sacudida de un grande

El Colombiano informó el pasado 27 de febrero que las ventas de Fabricato pasaron de 653.692 millones de pesos en 2007, a 579.768 millones en 2008.

“Las ventas han bajado un 20% este año a causa de la crisis. Los clientes se quejan pero nosotros no podemos hacer nada, rebajamos los precios lo más que se puede y se hacen promociones, pero son pocas las veces que se ve lleno el almacén”, aseguró en entrevista personal Carolina Jaramillo, empleada del almacén de Fabricato de la calle San Juan.

La caída de un emblema

Hace 65 años nació en Medellín Industrias El Cid. Las confecciones de esta empresa llegaron a ser reconocidas como unas de las mejores del Departamento y del país. Pero el pasado miércoles 25 de marzo, sus dueños, Raúl Álvarez y Guillermo Valencia Jaramillo, cerraron la planta de producción y despidieron al poco personal que quedaba.

Pérdidas de 380 millones de pesos en los últimos dos años fueron el detonante para cerrar esta insignia de los antioqueños. Además, “el bajón del dólar del año pasado nos mató”, afirmó Soraya Vargas, una de las pocas empleadas que duraron hasta este fin de semana, cuando se fueron los últimos trabajadores de la planta. “Hace cuatro años no nos suben el sueldo, pero me quedé porque no he podido conseguir un trabajo donde me paguen lo mismo”, reveló.

El Cid sólo exportaba a Oxford Industries en Estados Unidos, pero este cliente, de 3.000 sacos y pantalones diarios, pasó a pedirle sólo 500 unidades.

El dólar está por los 2.400 pesos, excelente precio para los exportadores. Pero con la crisis financiera en Estados Unidos, la gente no tiene con qué comprar. Entonces se puede vender a buen precio, pero… ¿quién compra?

Según la edición de El Colombiano del pasado 8 de marzo, El Cid tuvo 1.600 operarias “en sus mejores tiempos”. En entrevista personal, Soraya Vargas informó que “la mayoría eran madres cabezas de familia, con varios hijos”.

Hoy las instalaciones de El Cid, en el barrio San Pablo, están desoladas. “Estamos esperando que los carros vengan a recoger”, dijo Vargas con tono nostálgico.

La tienda Bobbie Brooks, de Industrias El Cid, cerró el lunes 30 de marzo; la empresa Expofaro también despidió personal en los últimos meses, al igual que Everfit; y Leonisa, por su parte, ha cerrado varios almacenes.

El temor de las PYMES

Gabriel Gil, propietario de Punto Textil en El Hueco, aseguró que en ese sector de la ciudad “están cerrando los negocios”. Según él, aunque se hagan promociones, las ventas no reaccionan y la situación sigue siendo crítica. Además, “el Gobierno antes nos sube más los impuestos, nos desfavorece”, manifestó.

Sergio Roldán, dueño de La Ganga, almacén textil de El Hueco, afirmó que “estamos afectados hace días. La gente tiene miedo de que se quiebren sus negocios. Aquí tuvimos que pasar de 27 a 16 empleados”.

Textiles Preto, por su parte, despidió al 10% del personal, de acuerdo con la información entregada por Gloria Montoya, administradora del establecimiento.

Causas del mal momento

Además de la crisis financiera de Estados Unidos, que ha tenido repercusiones en la economía mundial, los textileros sostienen que la invasión de mercancía china los tiene perjudicados. “Una camiseta en el Éxito cuesta 12.000 pesos; en OK, como es china, vale 5.000”, aseguró Rosalba Betancur, modista. Ella compra las telas en El Hueco, tiene el taller en su casa, en Envigado y reveló que sus ventas han bajado en un 60 o 70%.

Sergio Roldán, de La Ganga, expresó que “el contrabando nos jode”. Para Gloria Montoya, de Textiles Preto, el mal momento de la economía se debe principalmente “a tanto desempleo”. Además – agregó – “la DIAN (Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales) molesta mucho con las importaciones de Panamá”.

Adicional a esto, la caída en el envío de remesas y la tragedia económica que vivió gran parte del país con la captación ilegal de dinero de las pirámides, también contribuyeron al fuerte descenso de la demanda interna.

Por otro lado, Venezuela, que desde mediados de 2007 se convirtió en el primer cliente de las textileras colombianas, por encima de Estados Unidos, también mermó su demanda por la caída de los precios del petróleo, situación que perjudicó su economía e hizo que su Gobierno restringiera las importaciones para conservar el equilibrio en la balanza comercial.

Qué dicen los clientes

Luz María Mejía Botero, clienta del almacén de Fabricato de la calle San Juan: “He visto algunos déficits y cierres de almacenes textiles donde yo compraba los insumos. Los linos y driles, con la crisis, han subido sus precios y casi nunca salen en promoción por ser telas costosas”.

Luis Fernando Barrientos, estudiante de diseño de modas de la Colegiatura Colombiana, por su parte, manifestó que “las empresas textiles y de confecciones en el primer trimestre de 2009 viven sus días más críticos y no hay solución a la vista. Muchas, en vez de reducir sus precios, antes los suben y yo al ser estudiante y que no trabajo me queda difícil comprar telas, pero me toca sacar la plata de donde no la tengo”.

Entretanto, Sebastián Vélez, estudiante de economía de la UPB, dijo que “en el caso colombiano, las textileras grandes, que son más bien poquitas, están en crisis, pero no ahora con lo de la crisis mundial, sino desde hace tiempo porque dejamos de importar insumos y los cambiamos por ropa ya hecha. Así, las textileras grandes lo que han hecho es convertirse en exportadoras de insumos”.

Alternativas

Frente a esta desaceleración económica, los textileros antioqueños les apuntan a nuevos mercados como Chile, Argentina y Perú, a países centroamericanos y del Caribe y hasta a Asia.

Adicionalmente, en enero de este año el Gobierno eliminó el arancel a la importación de algodón y Lycra. Y ya se habla del probable desmonte de aranceles para telas y confecciones.

Aparecen estas alternativas mientras muchas empresas, grandes, medianas y pequeñas, tiemblan o definitivamente se quiebran y cierran. Todo esto, al tiempo que el Banco Interamericano de Desarrollo, BID, cumple 50 años y realiza su Asamblea de Gobernadores en Medellín, que ha “tirado la casa por la ventana” en este certamen.

sábado, 14 de marzo de 2009

Las reinas de la noche

Entre la alegría y la zozobra
El sol ha caído. Se abre el telón. El escenario: el centro. Los actores: ellos, personajes que llegan de la periferia y se van congregando en un espacio urbano donde todos caben.

Comienza la noche y el teatro está en transición. Los actores diurnos terminan su faena; los nocturnos en cambio, si llegaron hace rato, apenas comienzan a darle vida a la suya.

Llegás al Parque Berrío a las siete pasadas y ves corrillos que se arman como de la nada. Uno es alrededor de un grupo de músicos viejones, acompañados de guitarras y charrascas. Son Los Montañeros de Anzá y los acompañan dos mujeres que espontáneamente bailan y se arman su propia parranda.

“Soy el trovador del Valle, vine fue a trovar aquí, ando buscando mi pava, traigo los huevos aquí”.

Éste es el punto animado del parque a esta hora. El resto se ve cansado, esperando que pase la hora pico para entrar de lleno en la noche.

Al lado de la Candelaria están las estatuas vivas o las personas que parecen de piedra. Llamalas como querás. Pero están más agotadas que nunca. El gordo, con la cara pintada de verde, ya no da más. Sólo las últimas monedas lo sostienen.

Y en el centro del parque están los cincuentones que se quedan mirando a los pelados. Pasás, y uno de ellos se queda como si hubiese visto una aparición. Te acompaña con la mirada hasta que te perdés entre la congestión.

Son estos actores los que están en el teatro a esta hora. Pero el parque está desolado, sólo la estación del metro muestra señales de vida. El resto, agoniza.

Un grupo de jóvenes está en la estación. Parecen turistas pero no; son universitarios que se alistan para iniciar una exploración nocturna por el centro de la urbe.

Van como asustados o prevenidos, al menos eso demuestra la cercanía con que caminan. Ves que llegan a la Plazoleta de las Esculturas y un detalle los impacta: bajo el viaducto del metro, en medio del Hotel Nutibara y el Palacio de la Cultura, semejantes joyas históricas y arquitectónicas de Medellín, se mueven la prostitución infantil, los expendios de drogas y se vende todo tipo de cacharro.

La raza: humanos

Seguís bajo la ferrovía, tomás la calle Palacé y te chocás con vos mismo, con tus prejuicios, con tus miedos, con tu ignorancia.

“Cuando llegués allá tené cuidado; no les des la espalda a esos maricas porque perdés”. Ésta es una de las advertencias que te pueden hacer antes de visitar La Raza, un bar donde comúnmente confluyen los travestis de Medellín y su área metropolitana.

Entonces ya vas con un prejuicio: “Cuidado, que es peligroso”. Pero llegás al lugar y tirás la advertencia y el prejuicio a la caneca de la basura. Entrás. Tres o cuatro tipos cincuentones toman cerveza en la barra. La mayoría de los universitarios se aglomera al fondo del lugar; el resto, entra y sale.

Es una noche cálida y en este sitio se siente aún más. Llega entonces una buena cerveza helada, mirás el panorama y ahí están ellas, las divas, la tentación prohibida, sensuales, seguras y dominantes, inspiradoras de muchas sensaciones a la vez, menos de indiferencia porque siempre impactan. Son ellas, las reinas de la noche.

“Esos manes tienen unos cuerpos más chimbas que los de estas peladas”, comenta uno de los universitarios. Quizás tenga razón porque las mirás por detrás y te quedás atónito con sus piernas resaltadas por las minifaldas. Pero se equivoca en un detalle. Son manes pero no lo sienten así y detestan que se los recuerden. Adoran ser mujeres, se sienten perfectas como tales y por eso hay que referirse a ellas y no a ellos.

Muy buena música. Suena El cantante, de Héctor Lavoe. Dicen que es uno de los temas preferidos de Gregorio, el profe que acompaña a sus muchachos y que ahora se confunde con ellos en la dinámica nocturna. “Siempre lo pide cuando llega”, revela la administradora del local, una mujer tuza, con aspecto de ruda pero con un trato amable.

Te provoca bailar pero nadie lo hace. Parece que la regla es conversar y observar pero nada más, porque podría ser una transgresión. Estudiás al otro y el otro te estudia. Ésa es la dinámica inicial y este sitio es para ello, para que tanteés el terreno.

Y aunque cada uno está en los suyo sin meterse con nadie, al observar no dejás de sorprenderte con algunas escenas. Un muchacho de unos 28 años está parado en la puerta con una de las “chicas”. Ella le manda la mano con mucha discreción y él parece complacido; sonríe tenuemente y le susurra algo al oído.

En tu estancia en La Raza, probablemente no te manoseen ni traten de robarte, como te lo han advertido. Tal vez te den ganas de capturar imágenes, pero el profe te dirá que mejor en el negocio del frente, entonces te tocará llevártelas en la mente.

De rumba en el Palacé

Cruzás la calle y… ¡que se prenda la fiesta! Terminó el tanteo, la obra es alegre y el teatro está de farra. El Bar Palacé te presenta un ambiente de discoteca; es oscuro pero con muchas luces intermitentes de colores.

Y ahí siguen ellas, las reinas de la noche. Es su escenario, pero más que eso, es su templo sagrado y les imprime su mística. Se notan tranquilas, espontáneas e incluso irreverentes, pero siempre respetuosas.


Una botella de aguardiente comienza a rodar entre los universitarios. Mientras tanto, una de las “chicas” se tira al ruedo como la bestia que reta al matador. “¿Dónde están los hombres?”, pregunta en tono desafiante. Y el matador aparece. Es Felipe Botero, uno de los estudiantes.

La “chica” lo incita al baile y él no está dispuesto a perder su valentía ante ningún reto, y menos ante el de un travesti. El macho le acepta el reto a la “hembra” y comienza el “sandungueo”, llevados por una mezcla de reguetón y electrónica. Ella quiere ir más lejos y lo insta a que bailen pegados, rayándose, como dicen los pelados. Pero él, con los brazos, la aparta y le pide que guarde la distancia. “¿Es que te creés el más chimba o qué?”, le dice ella, ofendida por el desprecio. “Yo sé lo que tengo”, responde él y trata de seguir bailando como si nadie hubiese oído la discusión.

Terminan de bailar y ella está cabizbaja. Él se le acerca y le pide que no se enoje, que la cosa no es para tanto.

Que resuelvan ellos el asunto. Sigue la farra, ahora sí todos bailan en un círculo y en medio están las divas, el centro de atracción de la noche.


El ambiente se calienta cada vez más. Hay euforia, gritos alegres, los cuerpos caen rendidos ante la tentación del ritmo. Y una “chica” voluptuosa se sube a la barra y se quita el top. Todo el personal centra su mirada en ella. Si pretendía ser La Reina entre las reinas, lo logró. Su busto enorme y rebelde ante la gravedad tiene atónitos a hombres y mujeres. Las luces intermitentes se confunden con los flashes de las cámaras. Los universitarios no aguantaron más y decidieron capturar estás imágenes para siempre.


Bajo la mirada de la Catedral

Salís del jolgorio del Palacé, tomás hacia el Parque Bolívar y te encontrás con la imponente Catedral Metropolitana de Medellín. A sus pies está el grupo de universitarios, compacto como en toda la noche.

“¿Ya pasamos lo pesado?”, pregunta uno de los estudiantes. Es alto, rubio, muy bien peinado, y ha mostrado un recato permanente durante toda la exploración. “Una parte; falta otro poquito”, responde el profe con un tono veraz e irónico.

Hay desolación en el parque. Están los universitarios, pero mirás alrededor y ves a muy pocas personas. Uno que otro sentado en alguna banca y policías que entran y salen del CAI.

En el día este lugar es el ágora de la antigua Grecia, donde los corrillos de los hombres mandan y con la palabra arman respetuosas contiendas sobre los más variados temas: desde el deporte hasta la trascendencia del espíritu humano.

Pero en la noche es el territorio donde ganan los vivos, ya sea imponiendo la fuerza, amedrentando, como lo hacen los señores de la oscuridad, o utilizando los encantos, seduciendo, como lo acostumbran las reinas de la noche.

La congoja de Las Gatas

Dejás el Parque Bolívar, tomás como si fueras de nuevo para Berrío, pero antes de llegar volteás a la izquierda hasta desembocar en Las Gatas, uno de los sitios de streaptease más famosos de la ciudad.

Entrás y te encontrás con una mona gorda que casi se arrastra por la pista de baile. La opinión en el grupo de universitarios es generalizada: “No aguanta”. Pide la propina, no recibe nada. “¡Eh Ave María!” Es su manera de decir “¡qué tipos tan amarrados!”

Menos mal llega este grupo porque en el lugar sólo estaba el personal que trabaja allí. El DJ. nos recuerda que somos de la Bolivariana y hace referencia a Monseñor. Sabés que el profe no se ha ido porque empieza a sonar El cantante. Salsa, merengue, vallenato, baladas de Michael Jackson, rancheras, van mezclándose entre el baile de las vampiresas y las conversaciones de los visitantes.

Uno de los estudiantes charla más de una hora con una mujer que trabaja en el lugar. Un grupo conversa con otra. Y un tipo barbado, de gafas, pantalón de dril y camisa manga larga por dentro, con pinta de profesor de filosofía, dialoga con otra gata.

Dicen que es un rabino y ella es la más cotizada del lugar. “Cobra 90 por el polvo”, revelaría más tarde Sofía, otra chica que trabaja allí. Ella, de Las Gatas la más cara, es morena, rostro bonito pero de áspera mirada, agresiva, voluptuosa por donde la mirés.

Mientras esto pasa las reinas siguen en su pasarela. Una negra alta se destaca sobre el resto. Parece ser la única que se goza su show, le imprime un toque de alegría a la escena en un teatro que a esta hora huele a depresión, a melancolía, a remordimiento.

Más que gata, esta negra es una pantera. Su baile lo acompaña de una permanente sonrisa maliciosa. Tiene separados los dientes de la mitad, o sea que ni por el diablo pasa desapercibida. Además impacta porque es la única que mete dedo con propiedad, como a gusto con su papel. En su figura de pelo largo crespo resalta lo que el poeta nadaísta Eduardo Escobar define como “la rosa entreabierta”, esta vez más rosa que nunca, la estrella más brillante en ese oscuro cielo femenino.

Cuando bajó de la pista, uno de los estudiantes no aguantó más y le pidió que se dejara tocar. La simpática negra asintió. Él acercó su mano derecha a la nalga de la morenaza y le agarró con toda confianza uno de los cachetes.

Ahora en la pista está Sofía. “¡Mirá qué flacota, de lo mejorcito, ¿sí o no?!”. Este comentario de Mauro, otro de los estudiantes, sintetiza el pensamiento general del público masculino. De verdad que ella fue “de lo mejorcito” de la noche. Una rubia flaca, jovencita, de rostro angelical, senos pequeños y en su punto. Pero muy seria, baila con una tristeza que, por momentos, parece amargura. Mauro le exalta su belleza y le pide una sonrisa. Sofía acepta. Razón tenía él en su petición. Cuando sonrió, la reina fue mucho más bella, y hasta logró distender a los espectadores.

Luego baja, recibe la propina y se presta al diálogo con tres estudiantes.

Felipe: _Mujer, perdona la pregunta, pero… ¿tú por qué trabajas en esto?, eres una niña muy linda.
Sofía: _Mi amor, porque tengo que sostener a cinco personas: mi mamá, dos hermanitos y dos hijos.
Julián: _ ¿Usted cuántos años tiene?
Sofía: _19.
Juan Carlos: _ ¿Cómo tomaron tú y tus compañeras las amenazas de muerte de los grupos paramilitares, que publicaron con panfletos en toda la ciudad?
Sofía: _Mi amor, nos da mucho miedo pero tenemos que trabajar. Yo no le robo ni le hago daño a nadie, no tengo ni sífilis ni SIDA ni nada de eso y al que quiera le muestro los exámenes, y tengo que llevar comida a mi casa.
Felipe: _ ¿Tú cuánto cobras por la pieza?
Sofía: _50.
Felipe: _Y me imagino que eres la más solicitada.
Sofía: _No, la más solicitada es aquélla (señala a la que está con el rabino). Cobra 90 por el polvo.
Felipe: _Y si te invito a mi casa, para que nos hagas un show privado, ¿te vas con nosotros?
Sofía: _ ¿Cuántos son?
Felipe: dos o tres.
Sofía: _ Ahí vamos viendo (se queda pensativa, aunque no da una definitiva, no parece dispuesta a aceptar la invitación). Bueno, me voy a vestir.

El temor que muestra ella es general entre sus compañeras e incluso entre quienes frecuentan estos sitios del centro o quienes los deambulan esporádicamente. Es la zozobra que se siente por estos días en Medellín, sobre todo en la noche, y más puntualmente en el centro, generada por amenazas terroristas de grupos que prometen hacer “limpieza social”, asesinando a consumidores y expendedores de drogas, a ladrones, travestis y prostitutas.

Sofía habló de la mujer que está en una mesa con el rabino. Ahora él se para y se va. Ella se queda sola un momento pero luego se pierde. Pasan unos minutos y el DJ. la anuncia. Ahí está, en la pista, parece enojada. Baila rápido, se desnuda igualmente, no sonríe con nadie. Felipe incita a Mauro a que la toque y éste responde que “ganas no me faltan”.

La morenaza, con la típica belleza latina, se tira al piso en el centro de la pista y se exhibe hacia la derecha y hacia los que están en frente de ella, pero soslaya a los de la izquierda. Éstos quedan verracos. “¡Ya no le doy ni un peso, la chimba!”, protesta Mauro, visiblemente enojado. Pero ella, ejerciendo su estatus en el lugar, no se rebaja a pedir propina. Se esfuma con la misma velocidad del rabino, mientras Mauro tiene que tragarse su orgullo.

Las niñas del grupo universitario se van yendo paulatinamente. Quedan los hombres. En la pista baila una gorda blanca que, al bajar, mete la cabeza del profe entre sus tetas, acto que produce risas entre los presentes al tiempo que demuestra la confianza que genera Gregorio entre estas mujeres.

Él había advertido de la decadencia del streaptease en Medellín, y en efecto es así. En Las Gatas el ambiente es apagado, lúgubre, como que te dan tristeza estas mujeres en vez de excitarte y ponerte ardiente. A la inconformidad generalizada con que ellas trabajan, sumale esa zozobra que invade por estos días este tipo de establecimientos.

Al frente de la pista, pegadas a la pared, están varias mujeres sentadas, esperando el turno para mostrar su belleza real ante el jurado, que ya lo integran no sólo los universitarios, sino otros tipos que llegaron y se notan complacidos observando el show.

Pero estas mujeres que esperan demuestran que su trabajo es más duro de lo que piensa la mayoría, que de manera ignorante se atreve a hablar de “mujeres de la vida fácil”. Sus rostros reflejan aburrición, tristeza, resignación en el mejor de los casos.

Y los de la universidad, que chistaron desde el principio, aguantaron casi hasta el final. Doce y media de la noche y salen. Unos para sus casas; otros quieren seguir y pegan para la Barra Ejecutiva. Parece que se les olvida que el Alcalde permite que el teatro esté abierto sólo hasta la una.

Dejás el teatro y en él quedan las reinas. Están en el medio de las dos basílicas más importantes de la ciudad. La Mayor, la Metropolitana; y una de las menores, la Candelaria.

Cogés un taxi con tus amigos. Está abierta la ventanilla de adelante. Un pelado se te arrima, te da la bienvenida, invita a que te bajés, que la rumba ahí es la mejor. Pero la zozobra es tanta, que no le entendés, creés que te va a chuzar o a robar, le cerrás la ventanilla y asegurás la puerta, cuando ya el pelado la abría para que te bajaras. “Señor, hágale rápido, coja la 33”, le ordenás sobresaltado al taxista.

La función educativa del periodismo

Margarita Rivierte propone: “La educación mediática es una educación que dura toda la vida”.
De acuerdo con el planteamiento de Rivierte, lo primero que se me viene a la mente es la gran responsabilidad que tengo como periodista, porque así yo no tenga una intención educativa, las informaciones que elaboro siempre van a educar a mis lectores.

Ya teniendo presente esto, elaboraría contenidos para un ser humano inteligente, que necesita informaciones útiles para tomar decisiones en su vida diaria. Un lector pensante, no un imbécil al que puedo embolatar y manipular con farsas y maquillajes.

Para escribirle a ese lector debo estar untado de su realidad y escuchar sus planteamientos frente a la vida, de modo que haya diálogo en ese proceso de comunicación – educación. Para ello es imprescindible dejar el escritorio y meterse al barro.

Mi sueño es poder plasmar en esas informaciones los valores democráticos: la diversidad de puntos de vista para generar el debate y la reflexión, la independencia, la veracidad y la primacía de la vida, teniendo como base el respeto hacia el lector y la responsabilidad con la sociedad.

Esto implica llamar las cosas por su nombre. Me refiero a que en Colombia hasta los hechos más atroces fueron convertidos en shows por algunos medios de comunicación. Rivierte habla de “un gran nuevo género hegemónico, aun en los medios escritos: el del espectáculo”
[1].

Entonces tenemos el show de la parapolítica, el show de la yidispolítica, el show de las pirámides, el show de las “chuzadas” telefónicas, el show de los “falsos positivos”, y el show de las liberaciones de secuestrados, entre muchos otros. Todos acontecimientos de suma importancia, pero que son abordados por la mayoría de los medios con ese eufemismo, esa ligereza, ese descaro con los afectados por cada uno de ellos.

Los denominados “falsos positivos” son en realidad asesinatos de civiles a manos de la Fuerza Pública, pero se les llama todos los días con ese descaro tal vez por dos razones: para que todo se vaya volviendo “normal” en este país y para que las audiencias no se percaten de la gravedad del asunto. Entonces no se dice “destituyeron a tal General porque sus hombres masacraron a 15 campesinos para presentarlos como guerrilleros muertos”, sino que con una tranquilidad pasmosa se habla de que “lo destituyeron por los ‘falsos positivos’ ”.

Esta clase de información educa a la audiencia, pero la educa en la insensibilidad y en la infamia. La señora desprevenida que ve la noticia se queda pensando “qué será esa cosa de ‘falsos positivos’, suena como enredado, como gracioso”.

Por ello hago referencia a la necesidad de llamar las cosas por su nombre si se tiene en cuenta que están en juego la educación del lector y la responsabilidad con la sociedad, en este caso con las víctimas. Con esas patrañas para manipular, un lector inteligente probablemente le pierda la credibilidad a ese medio de comunicación.

Todas estas condiciones a tener en cuenta para educar a mis lectores, deben tener como base el conocimiento de los derechos y obligaciones del ciudadano en la sociedad, con miras a fomentar el ejercicio de su conciencia crítica en el escenario democrático.


[1] RIVIERTE, Margarita. El malentendido. Madrid, Icaria: 2003. p. 129.

Sobre la educación en Colombia

“La verdadera educación es liberadora” (Paulo Freire).[1]

Alguna vez el presidente del Polo Democrático Alternativo, Carlos Gaviria Díaz, dijo que gran parte de la problemática social que se vive en Colombia se debe al sistema educativo. Y tiene razón.

El sistema educativo está conformado por instituciones como la familia, el colegio, la universidad, los medios masivos de comunicación y los difusores de la religión, que en el caso colombiano son principalmente la Iglesia Católica y en menor medida las iglesias protestantes.

Lo ideal sería que cada institución trabajara en su labor específica, pero en Colombia históricamente ha habido unas transgresiones que resultan perniciosas en la búsqueda de una verdadera educación, que debe ser liberadora, transformadora, de acuerdo con el concepto de Paulo Freire.

La Iglesia Católica, que debería ser una institución dedicada a la relación íntima de cada ser humano con Dios, históricamente ha estado vinculada con el poder político y el manejo del Estado. Colombia fue por mucho tiempo un Estado confesional, consagrado al Corazón de Jesús, lo que iba en contra de la democracia, porque implícitamente se le indicaba al ciudadano que para ser colombiano había que ser católico.

Afortunadamente para la democracia y para la civilidad misma, Colombia ahora es un Estado laico y la Constitución consagra la libertad de culto. Las iglesias ejercen su labor evangelizadora, aunque a veces se les olvida la separación con el Estado y pretenden seguir influyendo en las decisiones políticas. Con mayor razón lo hacen si el mismo presidente Uribe entona el Rosario después de la liberación de unos secuestrados, cuando se supone que las creencias religiosas son íntimas y no para hacer proselitismo político con ellas.

Así Colombia sea un Estado laico, el caso es que la Iglesia Católica tiene una fuerte presencia en el país y su influencia cultural es muy grande. Sus doctrinas influyen en gran parte de las familias colombianas. Es decir, la familia, siendo una institución educativa, en muchos casos ya está determinada por otra: la Iglesia.

Además la Iglesia permeó también la educación formal. Muchos colegios privados del país son de su propiedad. Y los establecimientos oficiales son dados a realizar ceremonias religiosas en sus instalaciones, y a enseñar solamente la doctrina católica en su cátedra de Religión.

Por otra parte están los medios masivos de comunicación, cuyo deber ser se basa en la independencia, el pluralismo y la responsabilidad social. Pero en Colombia la mayoría de los medios está alineada con los poderes políticos o con las élites económicas, que tienen intereses mercantilistas, dejando en un tercer plano su compromiso social.

Así las cosas, el sistema educativo colombiano se caracteriza por dos modelos. Por la fuerte influencia de la Iglesia en la sociedad, ha primado históricamente la educación “bancaria”, que de acuerdo con Freire consiste en depositar información en el cerebro del estudiante, como quien deposita dinero en su cuenta. Un modelo vertical, donde interesa que el estudiante “aprenda” de memoria sin cuestionar nada.

Y por la tendencia de los medios masivos de comunicación al mercantilismo y a mantener el statu quo, está presente el modelo conductista, efectista o persuasivo, que busca que la persona haga (consuma preferiblemente o siga al régimen gubernamental) sin preguntar por otra alternativa ni por qué debe hacer eso.

A esto se le suma que en muchas familias está el esquema autoritario, es decir el vertical. Es por ello que en la sociedad colombiana predomina la persona “obediente”, la que cuestiona muy poco o nada de lo “políticamente correcto”, pero al mismo tiempo es intolerante con quien se atreve a pensar o hacer algo diferente. Esa persona dice que la guerrilla es terrorista, pero no se pregunta, por ejemplo, por qué existen guerrillas y paramilitares en este país.

Este mantenimiento del statu quo, originado en el sistema educativo, y la intolerancia como reacción defensiva ante cualquier cosa diferente, ayudan mucho para que en Colombia haya tanta violencia e injusticia social. Si cuestionás las políticas del Gobierno, te tildan de guerrillero; y si criticás las actuaciones de las guerrillas, te tratan de uribista o de paramilitar.

La universidad es la única institución que se sale del molde. Su importancia radica en que es el espacio para pensar. Allá podés cuestionar, debatir, refutar incluso a esos profesores que se les conoce como las “vacas sagradas”. Eso sí, siempre en el marco del respeto, la civilidad y la tolerancia.

Incluso las universidades propiedad de la Iglesia, de las que se prejuzga que son cerradas y no dan espacio para el debate, también lo dan y a veces con muchas más libertades y garantías que las oficiales.

El problema es que la universidad ya puede ser una institución tardía, porque una persona que llega de 17 o 18 años ya tiene unas bases de personalidad muy arraigadas, que son difíciles de modificar. No son muchas las personas que logran ese cambio radical de mentalidad en la universidad.

Adicional a la universidad, en la actualidad algunos colegios, familias y medios masivos de comunicación se están saliendo del molde. Las organizaciones protectoras de derechos humanos, el auge de lo que comúnmente se llama “salir del clóset”, y la libertad de expresión en manifestaciones como las tribus urbanas, hacen que hoy la civilidad, la conciencia crítica, la rebelión pacífica, la diversidad y la tolerancia estén cogiendo fuerza.

Ya los pelados de los colegios no tragan entero, mucho menos en las universidades, incluso establecen discusiones con sus padres. Lógicamente son algunos; muchos siguen obedeciendo ciegamente, sobre todo a los medios de comunicación, que es lo más pernicioso, por la manipulación que se ejerce desde éstos.

Habrá que trabajar muy duro para consolidar esta ruptura del molde: el paso a una educación liberadora, transformadora, humanista, como lo plantea Freire, donde el pensamiento, el debate y la praxis reflexiva sean lo más importante para la transformación de la conciencia personal y social del ser humano.

Pero educación liberadora no significa libertinaje. También hay que establecer límites, marcos de acción y normas, pero enmarcados en el respeto y la tolerancia.

Este cambio de paradigmas será difícil, hay mucha gente interesada en conservar el statu quo. Pero ya al menos hay indicios del despertar de la conciencia crítica individual. El ideal es que despierte la conciencia colectiva de la sociedad colombiana; tal vez sea muy útil para salir de este letargo histórico que ha padecido el país, mientras la corrupción y la violencia lo desangran.

[1] Frase tomada de la cátedra de Comunicación y Educación. Universidad Pontificia Bolivariana. 2009.