viernes, 8 de febrero de 2008

A la muerte

Inevitable pero incomprensible muerte:


Sé de vos y trato de comprenderte, pero qué angustia generás cuando te manifestás en esta existencia en la que, aunque sos lo único seguro que tengo, sos a la vez lo que me pone más inseguro para dar cada paso.

Conozco gente que dice no temerte, y te digo que los admiro aunque no sé si de verdad creerles. Si es posible eludir esa angustia que me transmitís, dame al menos una señal para ello; de modo que en el momento en que me acojás como tu nuevo invitado, yo no llegue con una resignación forzada, sino con una cierta aceptación tranquila.

Y mi temor es propio pero lo expreso en circunstancias de los demás. Trato de no imaginar el día en que me arrebatés a mi gente, pero es imposible. Llegás en cualquier instante, elegís la forma, tomás a tu invitado y te largás con él; y aquí quedo yo, como un imbécil llorando por los que nunca volverán.

Sé de culturas como la azteca que incluso celebran el día de los muertos, con la certeza de que los que se fueron pasaron a mejor vida. Y creeme que me gustaría adoptar esa mentalidad, pero qué difícil, qué arduo, qué imposible.

Lo paradójico es que como católico que soy, me debería alegrar cuando llegás porque tu señalado estará con el Dios de la vida, pero te confieso que soy un incapaz, un frustrado ante la idea de tu cercanía.

Sólo te pido un favor, dama certera: cuando te encaprichés conmigo, vení vos misma, no pongás intermediarios ni facilitadores que utilicen los más sutiles o perversos métodos para remitirme a tus manos.

No hay comentarios.: