jueves, 13 de agosto de 2009

Un médico del espíritu en medio de las fábricas de Guayabal

Graduado como médico general en la Universidad de Antioquia, Juan Felipe Jaramillo Toro creó “Montaña de Silencio” en pleno corazón de Guayabal (Calle 7 Sur N° 51 – 52), un lugar donde combina las dos pasiones más grandes de su vida: la práctica del budismo Zen, en la que se desempeña como monje, y la medicina complementaria, que desarrolla en su consultorio “Medicina del Jardín”.


Por: Juan Carlos Valencia Gil


Cuando la anciana subió la última escala, lo primero que hizo fue quitarse los zapatos y ponerlos en el armario. Una niña vestida de uniforme de colegio y su madre, quienes la acompañan hacen lo mismo. Al joven que completa el grupo, entretanto, parece no importarle y, con sus tenis puestos, se sienta en uno de los muebles. Las tres mujeres también se sientan a esperar su turno.

Faltan diez minutos para las cinco de la tarde cuando el doctor, que estaba al interior de su consultorio, se para en la puerta y le dice a la anciana que siga. Es un hombre trigueño, casi moreno, mide un metro con setenta centímetros, tiene la cabeza completamente rapada y usa gafas.

Su vestimenta no saldría de lo común si no fuera por sus sandalias negras de cuero. Dentro de ellas están sus pies cubiertos con unas medias azules. El resto del atuendo es típico, pero más informal que el de la mayoría de los médicos: pantalón de dril y camisa de mangas cortas.

La señora ingresa al consultorio y el médico cierra la puerta. Afuera, Montaña de Silencio le rinde honor a su nombre. En el lugar, la suavidad de la música orquestada le pide permiso a la paz del espíritu. Todas las paredes están forradas en tablilla, incluso el cielo raso.

Es un segundo piso donde está el consultorio (Medicina del Jardín), la recepción, la habitación del doctor y un salón grande con colchonetas en el piso y un tambor en la mitad donde se realizan las prácticas del budismo Zen. Esto, sumado a la imponencia de los cuadros del Dalai Lama y a la decoración en madera alusiva a la naturaleza, hace que el sitio parezca un templo oriental, sacado de una película de artes marciales.

Después de unos quince minutos, la puerta de Medicina del Jardín se abre de nuevo y la anciana, junto a sus acompañantes se despide del doctor y su secretaria y buscan las escalas para marcharse del lugar. El médico, por su parte, vuelve y se quita su delantal para sentirse cómodo e invita a pasar al reportero para contarle el cuento.

Contestatario desde siempre

Juan Felipe Jaramillo Toro nació en el Hospital San Vicente de Paúl de Medellín en 1955. Es hijo de Clara Toro (viva) y Jaime Jaramillo (murió en el 2001), quienes le regalaron cuatro hermanos: dos hombres y dos mujeres, aunque por parte de padre tuvo otros cuatro, de los cuales murió uno. “Soy de un género abundante. Como decía alguien, de los arrechos positivos”, apunta el médico entre risas.

Su infancia la transcurrió entre los barrios Estadio, Laureles y Santa Gema y siempre, caracterizado por las travesuras y la hiperactividad. Cómo sería la situación, que el mismo Juan Felipe acepta que cuando en su familia jugaban a las penas, la única que nadie cumplía era cuidarlo a él al menos cinco minutos.

“Mi infancia se dio entre mucha energía y la frecuente llegada de una mano con una correa. Hasta que aprendí a que no me doliera y desafiaba: pégueme otra vez, otra y me aguantaba la lagrimita”.

Sus estudios de primaria y secundaria los desarrolló en los colegios Jesús María y Calasanz. Y a pesar de ser unas instituciones tan católicas y su familia tan allegada a esta religión, a los 12 años Juan Felipe empezó a cuestionar las bases de la enseñanza cristiana. En sus recuerdos están las misas en La Consolata donde, según él, les cerraban las puertas para que no se salieran antes de tiempo.

Juan Felipe dice que eso lo marcó de tal manera que, cuando el vio que era obligación estar ahí, sintió que no debía ir más a ese templo. “No sé si agradecerles a esos curitas que hacían una práctica tan tonta, el que me hayan sacado de la iglesia católica. Hoy, aunque me sigo considerando católico, no soy confesional, no practico”.

Con ese espíritu rebelde o, como lo llama él, “contestatario”, Juan Felipe se independizó de su familia a los 17 años. Se fue un año para Europa por una razón intelectual: quería estudiar psicoanálisis. La mayor parte del tiempo la pasó en Bélgica y al final, producto de la misma inestabilidad de su edad, decidió que su futuro no estaría en el psicoanálisis, sino en la medicina.

En principio, quiso estudiar la medicina en Europa, pero se devolvió para Colombia en busca de “condiciones más favorables”. Regresó a su casa por un tiempo, luego se fue a vivir con unos amigos al barrio Cristóbal, más tarde vivió en Copacabana y Santa Elena, y todo, en el marco de “una vida itinerante que hacía parte de las características de cierta generación”.

Enyerbado por la medicina complementaria

Antes de comenzar su carrera en la Universidad de Antioquia, Juan Felipe era bastante inquieto por la vida del campo, las culturas indígenas y las medicinas tradicionales de otros países como China. Ya en el cuarto semestre, con la llegada de conferencistas a la Universidad a hablar de la homeopatía, la acupuntura y otras técnicas medicinales que se conocen como alternativas, el aspirante a médico sintió que tenía en frente la visión de otro mundo: su mundo, lo que él llama la medicina complementaria o integral.

A partir de ese momento, “las únicas prácticas alopáticas (medicina occidental tradicional) que hice fueron las propias del estudiante de medicina: cuando estaba en los últimos semestres y en el internado, pero ni siquiera en el rural tuve una práctica alopática pura”, afirma.

El año rural de Juan Felipe fue en el Atrato Medio, más exactamente en San Antonio de Padua. Allí visitó comunidades negras y algunas indígenas, lo que lo formó personal y profesionalmente, pues como no había consultorios ni camillas, le tocaba improvisar en el suelo con una sábana.

“Fue duro, pero esa vida itinerante, recorriendo esos ríos que se volvían cada vez más difíciles a medida que uno subía y que en verano eran terribles porque se secaban mucho, fue muy bella, muy interesante”.

De los negros dice haber aprendido que, sin lugar a dudas, son una parte ancestral humana muy valiente, que ha logrado preservar su cultura y adaptarse a las condiciones de vida actuales. “Ellos son el reducto de una transformación que los avasalla”. Juan Felipe entiende como el mejor rasgo de esta raza esa gran alegría que conservan a pesar del inmenso dolor que sufren.

Y de los indígenas, comenta tener una visión “apocalíptica”: “El indígena moderno, o abandona un poco su tradición, o se queda en un punto que ya no encaja mucho en el mundo moderno”. Sin embargo, manifiesta que “cuando el indígena se desplaza un poquito, algo se le raya”. La sabiduría ancestral del indígena es su mejor rasgo, según Juan Felipe.

De todos modos, Juan Felipe se entristece viendo la situación de las minorías étnicas, “metidas en una guerra absurda” y, en general, viendo el manejo que le dan los políticos colombianos al país. “Aquí el Presidente, en sus campañas, prometió acabar con la corrupción, y en cuatro años y medio de gobierno se han alcanzado niveles de corrupción inimaginables”.

Así, en el Atrato Medio, Juan Felipe desarrolló más que nunca su pasión por la investigación, puesto que mientras les daba a las comunidades sus conocimientos médicos, recibía de ellas los secretos de las plantas y de su relación con la naturaleza.

Autodidacta sin cadenas

Esa vena autodidacta ha llevado a este médico a interesarse no sólo por lo relacionado con su profesión, sino por otras áreas del conocimiento, como la literatura en sus diversas perspectivas. A los 13 años, por ejemplo, Juan Felipe tuvo en Fernando González, con su libro Viaje a pie, su primer amor literario. “Ese texto fue un himno que invitó a salir, a andar, era el libro del vagabundo”.

Además, leyó a novelistas como Dostoyevski y Tolstov, a filósofos como Nietzsche y “me sentía conociendo a seres humanos gigantescos”. Pero en definitiva, su autor preferido es Henry Miller, a quien considera como un compañero de viaje y verdadero instructor. “Sus novelas son autobiográficas, y fue apasionante ver el mundo a través de su vida”.

Y aunque tiene mala memoria para recordar frases de estos autores, a los malos escritores sí los nombra con facilidad: Og Mandino, Paulo Coelho, José Saramago, a quien califica como “negociante de la literatura” porque “cuenta las historias que la gente quiere oír”, y Anthony de Mello, que “ha publicado basura muy triste”.

Libros buenos, libros malos, el todo es que Juan Felipe Jaramillo ha sido un ratón de biblioteca con altos niveles de conocimiento alcanzados, al punto de que fue llamado por el CES para que dirigiera el departamento de Humanidades, sin importar que sólo tuviera el título de médico general.

No obstante, con la entrada al CES Juan Felipe tuvo dos grandes tristezas: en primer lugar que, por política de la institución educativa, le tocó cortarse su largo cabello para quedar tuzo; y en segundo lugar, vivir allí “una característica muy extraña de ciertas universidades en el mundo: ser un sitio donde el agobio, el estrés y la persecución académica son las reglas”.

En ese contexto, Juan Felipe salió de la institución y viajó a México como vía de escape. “Ésa era una política militaresca que yo nunca pude aceptar, no era lo mío. Irme para México fue recuperar la conciencia de que hay otras pedagogías en la vida. Trabajé con personas mayores de 25 años en una relación con la propia vida, con la naturaleza, fue una experiencia muy bella”.

El Zen: su mundo

Estando en México, a Juan Felipe le ofrecieron quedarse trabajando como conferencista sobre los Wirrárikas (descendientes de los Toltecas) a nivel mundial, pero no, el médico colombiano ya tenía las cosas claras. Así lo manifiesta en una sola frase: “Yo no servía para eso y me retiré. Mi mundo era el Zen”, agrega.

Cuando Juan Felipe viajó a la Sierra Nevada de Santa Marta, lo hizo con el fin de conocer la cultura de los Arahuacos. Sin embargo, allí se llevó una grata sorpresa: tuvo el primer contacto directo con el Zen. “En los amaneceres conversaba con una persona que había llegado de Medellín acerca de su experiencia con el Zen, y leíamos sobre este mundo que empezó a ser fascinante para mí”.

De esta rama del budismo que nació en la China, pero que fue fundada por Odi Dharma, un monje budista hindú, Juan Felipe tenía referencias de lectura, puesto que – explica Jaramillo –, el Zen comenzó a ser, dentro del “ambiente contestatario de mediados del siglo pasado (Contracultura norteamericana y el Mayo Francés), un punto de referencia muy importante”.

La búsqueda de una práctica como el Zen entonces, nació para Juan Felipe de una sensación de insatisfacción. Sentía que la vida era “limitada”, “insuficiente”, y quería encontrar algo que le diera un mayor significado a su existencia y que le ofreciera otra perspectiva de relación con el mundo.

En ese orden de ideas, encontró en el Zen “una forma de búsqueda espiritual que, aunque no es estrictamente una religión, sí tiene un contenido religioso muy profundo”.

Después de su diálogo con aquella persona de Medellín en la Sierra Nevada de Santa Marta, Juan Felipe tuvo contactos con el Zen Center en San Francisco, Estados Unidos, pero “no se me dieron las circunstancias para viajar allá”.

En el momento menos pensado, alguien lo llamó de Bogotá para contarle que allá estaba viviendo un monje Zen francés que estaba interesado en conocer practicantes del Zen en Colombia. “Al poco tiempo de habernos conocido, en 1989, yo supe que toda mi vida iba a pasar ahí metida”.

El 6 de enero de 1990, en una ceremonia sencilla en Altamira, Tolima, Juan Felipe recibió la ordenación de monje Zen de manos del francés Reytay Lemor, quien es el personaje que más admira el médico en el mundo. “Lo reconozco como mi maestro. Es increíble que un hombre a los 66 años siga teniendo ese temperamento, no esté esperando nada a cambio y continúe propiciando la práctica”.

De acuerdo al testimonio de Juan Felipe, el budismo se diferencia del cristianismo en dos aspectos fundamentales: primero, en que el Dios del cristianismo es un ser ultramundano en el que hay que creer por encima de todo. En el Zen (budismo), entretanto, “no hay nada en qué creer: hay que creer en lo que uno es. Buda no es un Dios; es un ser humano preocupado por las formas del sufrimiento humano”.

Y segundo, en que el católico sólo puede ser católico. El budista, por su parte, puede practicar el budismo y ser católico, musulmán o de otra religión. “Es una vida espiritual ecuménica porque no se rechaza a nadie por lo que cree, desde que no trate de imponer sus creencias”.

Cambio en la actitud: la gran diferencia

Juan Felipe sostiene que con el budismo Zen no cambió su vida, pero sí su actitud ante la vida. “Lo que enseña el Zen es a vivir en presente: lo pasado, pasado fue; y lo futuro, casi nunca sucede como se planea”, dice.

Y ese presente está determinado por su trabajo con el ser humano desde el punto de vista espiritual. Para ello, después de trabajar unos años en el Programa Aéreo de Salud (PAS), y llevado por la independencia que siempre lo caracterizó, Juan Felipe creó el centro de prácticas Zen Montaña de Silencio y dentro de él, su consultorio, Medicina del Jardín. En este lugar, se destacan ante todo el Zen y la medicina complementaria.

“Critico las deformidades que ha sufrido la medicina al adaptarse al sistema productivo capitalista, donde la relación médico – paciente terminó mercantilizándose completamente. Hoy en día, para nadie es importante el aporte espiritual del médico, como lo pudo haber sido hace 200 años, cuando el médico era un consejero, un sacerdote”.

Sin embargo, “si a mí me llega un paciente que yo sospecho tiene una apendicitis, cómo lo voy a mandar a que se ponga emplasticos de barro, se tome unas tizanitas y vuelva mañana tranquilo, cuando yo sé que si a ese paciente le da una peritonitis, en 24 horas está a punto de morirse. Yo no soy pendejo”, aclara.

Juan Felipe sintetiza su exposición sobre su práctica médica, explicando que el sufrimiento humano tiene un origen espiritual muy importante que él trata de atender, pero cuando la parte médica pide intervención de alto nivel tecnológico, sabe dónde mandar a los pacientes para que encuentren ayuda, u ofrecérselas cuando esté al alcance de su mano.

Lo que tiene claro Juan Felipe es que el paciente que va a su consultorio no busca un médico general convencional. “Y como médicos complementarios, estamos perdidos, somos pésimos médicos desde el punto de vista de los resultados, pero desde el punto de vista humano y de recuperar la relación con la vida, estamos situados en un nivel superior”.

Ésa es una diferencia entre los médicos alópatas y los complementarios, señala Juan Felipe. Las demás – comenta –, tienen que ver con la apariencia física y la actitud ante la vida. Los médicos alópatas, según él, son muy elegantes y su apariencia es rigurosa. Mientras tanto, “los bioenergéticos tenemos un aspecto, si no desarreglado, sí más ligero, más tranquilo”.

En cuanto a la actitud, Jaramillo expresa que los alópatas tienen una dificultad para abrirse al discurso diferente. En los complementarios, dice que aunque también hay gente rígida, hay una disposición a tomarse más tranquilamente la relación con el mundo.

Y así es Juan Felipe: un tipo abierto, alejado de dogmatismos, espontáneo, de expresión ágil al hablar y tranquilo casi siempre, menos cuando le dicen mentiras, sobre todo si provienen de alguien en quien él ha confiado.



Después de todo, sólo vale el presente


Pero no toda su vida la llevó con esa sencillez y esa paz interior de las que goza ahora. También hubo momentos muy duros, en especial los dos períodos de depresión que sufrió entre los 21 y los 24 años, los cuales califica como la época más difícil de su vida.

De la primera depresión, Juan Felipe recuerda que “aceptaba de vez en cuando ir donde unos amigos y, en una de esas salidas, sin darme cuenta, una niña de unos 15 años se me acercó y me llevó a un lugar donde me chupó. Inmediatamente sentí que algo en mí se despertó. Fue como si me hubiera hecho un tratamiento para sacarme de la depresión”.

De la segunda depresión, el médico salió gracias al Zen. Comenzó a meditar en las mañanas, a hacer ejercicios físicos y se volvió vegetariano radical. “Eran cosas coherentes con mi naturaleza que me alejaban de ese camino de la depresión”, anota.

Por otro lado, el matrimonio y la crianza de sus hijas también han sido experiencias duras para Juan Felipe. De Marta, su ex compañera, se separó hace 17 años. Y con sus hijas, María y Meliza, aunque hoy la relación es buena, fue complicado – cuenta –, sobre todo cuando transcurrían la adolescencia.

Además, la creación de Montaña de Silencio, puesto que después de salir del PAS, no le quedó más remedio que sobrevivir de lo que sabía. Pero si bien empezar fue difícil, Juan Felipe ya lleva 16 años en Guayabal, plena zona industrial de Medellín, “donde menos pensaba que iba a terminar viviendo, en el sitio más contaminado de la ciudad por los gases, los ruidos, pero bueno, aquí se creó y se sostiene el lugar de prácticas (Zen) y eso es muy importante para nosotros”.

Tan trascendente es Montaña de Silencio para Juan Felipe, que su principal sueño es convertir este centro en un lugar que permita otras actividades relacionadas con la práctica del Zen, un espacio adecuado para que los residentes vivan allí como monjes.

Revela esa esperanza aunque, en realidad, no es muy dado a pensar en sus sueños porque, según él, “los sueños son el espectáculo de la noche, y todas las noches hay muchos sueños”. Entonces, Juan Felipe prefiere vivir intensamente el aquí y el ahora.

Hoy, por ejemplo, se levantó antes de las cinco de la mañana, hizo algo de yoga antes de la meditación, se bañó y meditó por una hora y cuarto. Desayunó frutas, atendió consultas hasta el mediodía e hizo el almuerzo (generalmente vegetariano, aunque no tiene problema en comer carne) porque le gusta cocinar.

En la tarde, volvió a las consultas y ahí está, sentado en su escritorio, bajo una luz tenue, rodeado de móviles con motivos de dragones, tamborcitos y animales que reflejan el estilo oriental del consultorio, preparándose para entrar a la segunda práctica a las seis y media.

Después de terminar la práctica (8:00-8:15), se pondrá a responder correos electrónicos, a escribir o a leer, tal vez hasta la medianoche. “Mechas”, como lo bautizaron sus compañeros del PAS cuando tenía el cabello largo, deja de ser médico por un rato para convertirse en el monje que dirige los grupos practicantes del Zen. Por ello está descalzo, para aislar las impurezas, y tiene su cabeza rapada hasta el brillo, aunque ahora sí, contrario a lo del CES, por voluntad propia y con el mayor de los gustos.